Enigmas y anomalía
06/03/2019 (13:26 CET) Actualizado: 01/07/2019 (15:39 CET)

La mujer pantera

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06/03/2019 (13:26 CET) Actualizado: 01/07/2019 (15:39 CET)
La mujer pantera
La mujer pantera

Panthera es un término latino, de raíz griega –todo fiera–, que compartía con pardalis, otra transliteración del griego, la alusión a la pantera y el leopardo en nuestra cultura, aunque era la segunda palabra la que los griegos aplicaban. Por el contrario, los romanos propagaron en sus escritos el uso de la primera, circunscrita hoy al gran felino oscuro procedente de India y el Sudeste Asiático. 

Con todo, hay que decir que en nomenclatura zoológica, panthera es un género que comprende buena parte de los grandes félidos, incluido el león. Al igual que el rey de la selva, la pantera ha recibido desde siempre la simbología de majestuosa potencia y feracidad. En el Antiguo Testamento, el profeta Oseas refleja la indignación de Yahvé ante su pueblo entregado a la idolatría, con el símil de ambos predadores y pronto al castigo: "Pues yo seré para ellos como león, acecharé en el camino como leopardo" (Os. 13, 7). Pero, si bien la metáfora leonada se refuerza en varios pasajes, derivando en la equivalencia Jesús-León de la tribu de Judá en el Apocalipsis (5, 5), no ocurre lo mismo con el paradigma leopardo-pantera –no tan afortunado en el texto escatológico–, a pesar de que en los bestiarios medievales se asociara a Cristo en virtud de cualidades más bien fabulosas, como el descanso de tres días tras su ingesta o la fragancia exquisita que desprende su aliento y que atrae al resto de la fauna. 

Naturalmente, en los bestiarios de al menos los tres últimos siglos, no asoma ni rastro de esta concordancia; tal vez porque el león designa un signo solar, de luz, y la pantera, empapada de negrura, un emblema nocturnal, de tiniebla. En la imagen contemporánea sigue acudiendo, eso sí, con intacta fascinación, aquello que hace miles de años sembró en el lecho del mito la creencia de su hálito delicioso, que ni siquiera Aristóteles se resistía a reproducir acríticamente:

"Los expertos cuentan también que el leopardo, que se da cuenta de que los animales salvajes disfrutan con el olor que desprende, se oculta para cazarlos, pues dicen que las fieras se acercan y así las coge, incluso a los ciervos".

Porque junto al brillo estimulante, peligroso, magnetizador, que reflecta su esmalte en nuestros días, también aquel vaho casi órfico, seña de perdición, cuenta con una sabia reminiscencia en señal de seducción: la firma de joyería Cartier ha extendido su lema característico, Panthère, a una fragancia destinada a la piel femenina, con unas notas de almizcle, como reza su publicidad. Es sabido que el almizcle –perfume sensual por excelencia–, aunque ahora se elabore sintéticamente, se preparaba desde antiguo a partir de la secreción glandular, zona perineal para ser concretos, de algunos animales. Súmese, mézclese con ese recuerdo profundo, los aromas frutales, florales, de azahar, gardenia; boscosos, musgo de roble… y La Panthère se acerca.

LOS TEXTOS CLÁSICOS
Pero retrocedamos, y no por timidez. Uno de los primeros documentos, con bastantes trazas fundacionales, que emparenta pantera con mujer manifiesta con arrebato el signo liberador de lo salvaje contenido. Se trata de una variante del episodio de introducción del culto dionisíaco en Tebas, en la poesía didáctica de Opiano –De la caza, s. III d. C.–. 

En Las bacantes –siglo V a. C.–, Eurípides había dado buena cuenta de la oposición del rey Penteo al dios de la vid y el desorden, sus esfuerzos por frenar la inmersión de sus ritos –aunque todo el mujerío tebano marchaba al monte Citerón a engrosar el número de las desaforadas ménades–. Aconsejado por el mismo Dionisio, se había encaramado a las ramas de un árbol para observarlas, disfrazado de mujer; momento en que el dios las enloquece e instiga a que lo destruyan.

Y así hacen, lideradas por Ágave, la propia madre del monarca; con espasmos de fiera se abalanzan sobre él y lo descuartizan. Teócrito, en el siglo III a. C., en su Idilio XXVI, había añadido un símil inquietante para el momento en que Ágave arranca la cabeza de su hijo, describiendo que rugía como una leona; tal enlace con lo félido no debe sorprender si tenemos en cuenta que a las ménades se las suele representar ataviadas con piel de pantera como signo dionisíaco, pues nuestra "todo fiera" es un animal típico de su cortejo a modo de recordatorio de la conquista de la India, aparte otras consideraciones simbólicas.

Y por fin concluimos con Opiano, que desiste de comparanzas e insinuaciones para presentarnos en su tratado a las bacantes convertidas en mujeres pantera, pidiendo a gritos la venganza. Aun con esta lejana y contundente ascendencia –y para asombro de los adictos a la literatura fantástica–, el prototipo de mujer pantera como tal es de exclusiva piel cinética.

De hecho, hay que esperar hasta la adaptación de La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells, retitulada Isla de las almas perdidas –Island of the Lost Souls, 1932–, para encontrar un personaje así, que no existe en la novela, y que la productora introdujo para colorear románticamente al héroe protagonista. La actriz que lo interpreta, Kathleen Burke, fue seleccionada entre sesenta mil aspirantes, debido a unos rasgos que recordaban el arte africano, y a una expresión misteriosa y serena que parecía construir una pantalla contra el horror. Erle C. Kenton dirigió un formidable grupo actoral; de hecho, el cartel publicitario desplegaba el siguiente resumen del reparto: "Charles Laughton, Bela Lugosi, Richard Arlen, Leila Hyams and the panther woman"; una ironía involuntaria reconocía en Laughton un monstruo de la interpretación; en Lugosi, un monstruo que cambiaba la capa de vampiro por un mal afeitado; en Arlen, un actor monstruosamente malo, y en Hyams un respiro en ese decorado abracadabrante.

El último monstruo, the panther woman, aparecía como fantástica posibilidad, tal si fuera el reclamo de una maravilla humana en un barracón de feria. Mientras la América de la Depresión huía hacia delante o bajaba a los infiernos, la fisionomía, el rostro y las maneras de esta Leta no movían al terror sino a la piedad; se trataba a la vez de un animal noble y de una joven de elegancia natural, capaz de amar sin convenciones y de perder la vida sin la menor reflexión por el sujeto al que ama, aunque fuese de cartón piedra.

Hay algo en la mirada de Kathleen Burke que la hace extraña, poética y atemporal, directa y vulnerable como una auténtica criatura selvática. La más perfecta creación del Dr. Moreau, esta nueva mujer a la que el manipulador busca nuevo Adán, presenta en un momento de la película síntomas de regresión a su naturaleza, manos como garras que la asustan y que desazonan al brujo Moreau, pero que al espectador actual no deja de parecerle un justo y optimista símbolo de pureza y sinceridad.

Las dos últimas versiones del clásico de Wells, la dirigida por Don Taylor e interpretada por Burt Lancaster en 1977, y la de John Frankeheimer (1996), con Brando como tótem, no han corrido la misma suerte creativa. En la de Taylor le toca a Bárbara Carrera ejercer de hembra felina con gran convencimiento, si bien sólo en razón de su belleza, pues nunca se crean expectativas enervantes o se indaga en su doble condición; es más, un final demasiado feliz descubre al héroe de la película, Michael York, huyendo en un bote con la bárbara mujer, al estilo de las películas de James Bond y casi premonitoriamente, pues la bella nicaragu?ense pondría en apuros a Sean Connery en su último esmoquin como 007 en Nunca digas nunca jamás.

En cuanto a la última adaptación, sobre la que han caído todo tipo de improperios, revela alguna bondad, aunque sólo sea la misma presencia de Brando, o la de Fairuza Balk, capaz de mantener un duelo interpretativo con el maestro sin bajar guardia ni ojos. La secuencia filial en la que la muchacha busca el consuelo de Moreau, asustada por su regresión, es antológica y puede competir sin complejos con la original de Elizabeth Burke y Charles Laughton, si es que no la supera en una visión menos fría, con una mujer pantera más mujer, más persona, menos experimento.

VIAJE A LOS CONFINES ASIÁTICOS
La soberanía de la diosa presentida o soñada, su noble salvajidad trituradora de reglas y orgullos, se arropó de pieles felinas en algunas de esas obras como muestra de poder y respeto, amén del porte. La relación con la pantera venía al caso por sus características de elegancia, exotismo, primitivo poder y sigilo; al margen de que su color la reafirmaba en el paradigma de la noche, la muerte y el misterio.

La presencia de esta especie animal tan poco europea pudo proceder de los devaneos coloniales por Asia en ese siglo, aparte los recuerdos dionisíacos, y así, junto con otras máscaras gatunas, empezó a servir de símil y metonimia caracterizadores de la imprevista potencia de la mujer como ama y señora al menos en el arte, embelleciendo algunas páginas e iluminando la admiración y el miedo masculino en todo ello, también impresionado por las noticias de las culturas totémicas y las no menos epatantes del evolucionismo darwinista.

La sinécdoque felina como herramienta para adjetivar a despiadadas hembras ya había encontrado ajustada expresión en La Venus de las pieles (1870) de Sacher-Masoch, donde la amada ama del protagonista lo maltrata a su gusto, provista de elegantes aderezos pilosos y un buen látigo, ambas prendas de amor reclamadas por el propio Severin, quien argumenta así la importancia de la piel oscura de animal sobre los hombros de las dueñas.

Por cierto que las pieles ejercen en todos los seres nerviosos un efecto excitante que se basa en leyes universales y naturales. Se trata de una atracción física, que es, como mínimo, tan extraña como curiosa y a la que nadie puede sustraerse del todo.

En los últimos tiempos la ciencia ha demostrado que se da un cierto parentesco entre la electricidad y el calor; en todo caso, sus efectos sobre el organismo humano están emparentados. La zona cálida produce personas más apasionadas, y una atmósfera cálida excita. Lo mismo ocurre con la electricidad. De ahí el influjo benéfico y brujeril que la compañía de los gatos ejerce sobre las personas espirituales excitables…

"–¿Entonces una mujer que vista pieles –ha exclamado Wanda– no es otra cosa que un gato grande, que una batería eléctrica reforzada?

–Así es –he replicado–, y así es como me explico yo también el significado simbólico que se ha otorgado a las pieles como atributo del poder y de la belleza. (…) Ni Rafael para las divinas formas de la Fornarina, ni Tiziano para el rosado cuerpo de su amante, encontraron un marco más precioso que una piel oscura".

Este parentesco con los procedimientos chamánicos tribales en que el brujo, la bruja en este caso, era el animal con cuyas trazas se disfrazaba, se acentúa en ciertas licencias de Wanda durante la pasión amorosa; así, el protagonista recuerda:

"Una vez vuelto en mí, me acuerdo del instante en que vi gotear sangre y he preguntado apáticamente a Wanda.

–¿Me has arañado?

–No, creo que te he mordido".

Con lo que tiene La Venus de las pieles de canto al Eterno Femenino, iniciado con la visita de la misma diosa al gabinete del primer narrador, "tiritando como una gata" y ataviada de pieles –conforme a la sofisticada corrección a la desnudez ideal que la Venus ante el espejo de Tiziano había principiado y reinterpretado más tarde Rubens–, el final se corona con una reflexión desmitificadora que, aún suspendiendo una premisa desfasada, era por entonces válida y aún hoy quién sabe en qué momentos:

"La moraleja es que la mujer, tal como la naturaleza la ha creado y tal como la educa ahora el varón, es enemiga de éste y sólo puede ser o su esclava o su déspota, pero nunca su compañera. Sólo podrá ser su compañera cuando ella tenga los mismos derechos que él, cuando ella se iguale a él por la formación y el trabajo. Ahora sólo tenemos la alternativa de ser yunques o martillos".

Barbey D´Aurevilly habría de ir algo más lejos en el símil al describir a la envenenadora de "La dicha en el crimen" de Las Diabólicas (1874) en su primera aparición, justo delante de la jaula de una pantera en el Jardín Botánico:

"–¡Vaya, vaya! ¡Pantera contra pantera! –me susurró al oído el doctor–. Pero el raso es más fuerte que el terciopelo. El raso era la mujer, que llevaba un vestido de esa espejante tela, un vestido de larga cola. ¡Había dado en el clavo el doctor! Negra, flexible, con articulaciones igual de poderosas, con un porte igualmente regio, dotada de una belleza comparable en su especie, y de un encanto aún más inquietante, la mujer, la desconocida, era como una pantera humana, erguida ante la pantera animal a la que eclipsaba; y sin duda acababa de sentirlo la fiera, cuando había cerrado los ojos".

En ese museo de damas, ángeles diabólicos y monstruos fuera de lo común, por citar lugares del prefacio de D´Aurevilly a su libro, aquel arte en absoluto olvidó el soberbio precedente de mujer semifelina en nuestra cultura, el poderoso arcano de la esfinge, cuyo étimo, no casualmente, la asocia con asfixia.

El peligro y el secreto de la mujer mimetizaron las formas de esa fabulosa depredadora en pinturas de Gustave Moreau –donde además, en la Salomé bailando delante de Herodes, una perezosa pantera simula su propia sombra–, Fernand Khnopff o Edvard Munch, si bien es posible encontrar una versión tan sorprendente como la mera representación de una mujer desnuda, sin adornos zoomórficos, en la posición de expectante reposo de aquellos vigías, en la serie que inicia Franz von Stuck en 1901 con el título de Sphinx; fórmula sobre la que el crítico Fritz von Ostini advierte que, aunque el cuerpo de un felino no se visualice, la criatura es completamente una gata en expresión y actitud. La mujer al desnudo resultaba así, paradójicamente, un felino enigma.

GENTE FELINA
El paso de mujer a pantera en un sentido protagónico se produjo en el cine, aun con la prudencia de considerar posibles huellas de un mito similar en diversos folclores, semejantes al citado pasaje de Opiano, aunque obviamente sin su lectura moderna.

Con Leta, el símbolo femenino de la naturaleza en su aspecto vulnerable, herido al ser manipulado, suscitaba nuestra compasión en las adaptaciones al celuloide de La isla del Dr. Moreau. La otra franja de la naturaleza, su aspecto destructivo, el hemisferio oculto de la diosa, pertenecería a otra mujer pantera, la más recordada de todas.

En ella se iba a poner de manifiesto que los efectos menos deseables del Eterno Femenino no sólo afectaban a los varones incautos, sino a sus recipientes naturales de carne, hueso y luna. Lo fatídico, lo satánico, se dibuja nuevamente sobre piel de terciopelo.

"La bestia que vi se parecía a un leopardo", es ésta una de las simbologías del demonio (Apocalipsis 13, 2) y es un pasaje que el guardián de un zoo recuerda a una muchacha algo obsesiva en una cinta de Jacques Tourneur, Cat People –La Mujer Pantera–, con innegable don de la oportunidad. Una obra maestra sobre la felinidad.

CONAN DOYLE Y EL PELIGRO DE LA FELINIDAD
Sir Arthur Conan Doyle, que no por casualidad, como el Dr. Watson, había ejercido la medicina en exóticos relieves, fue de los primeros en emplear parangones felinos para subrayar el peligro de la mujer en algunos de sus cuentos.

Así, en El parásito (1894), la magnetizadora que maneja a su antojo al protagonista y está a punto de llevarlo a la enajenación, aparece de esta guisa en la primera visita que éste realiza a su domicilio:

"Estaba tendida en un diván (…). Tenía la cabeza apoyada en la mano y estaba parcialmente tapada con una piel de tigre".

En otro relato breve, El embudo de cuero, en donde se relata una tortura de los tiempos del Rey Sol, la dama cruel que es sometida al suplicio, la marquesa Marie Madelaine d´Aubray, responsable de sacrificios y envenenamientos en la corte, es descrita como "una mujercita de cabellos rubios y de ojos bellísimos (…). Era un rostro extraño, agraciado, pero felino, y de él emanaba una sutil sensación de crueldad".

Mucho tiempo después de la tortura, consistente en vaciar tres cubos de agua en su garganta por el método del embudo, y de ser examinado éste por unos coleccionistas, uno de ellos aprecia unas agudas incisiones:

–¿Y esto?– pregunté, apuntando con el dedo hacia las marcas que se veían en el gollete de cuero.

Dacre me contestó, retirándose de mi lado: –Esa mujer era una tigresa, y me parece evidente que tenía dientes fuertes y afilados, como los tienen las tigresas de otra especie".

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