Ocultismo
01/08/2004 (00:00 CET)
Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
La ciencia sagrada de Joaquín da Fiore
Hermetismo, alquimia y geometría filosofal, tres rostros del Ars Regia interpretada y aplicada por hombres que hicieron de ello un gran arcano para la elevación del Espíritu. Entre quienes supieron codificar dicho sistema destaca el calabrés Joaquín da Fiore.
En su más alta expresión, la alquimia tiene como objetivo la transformación o transmutación de los elementos humanos y espirituales. Cada célula de nuestro organismo es regada por la energía transmutatoria. Los centros etéricos, que se corresponden con determinados puntos situados en el cuerpo humano, hacen posible la activación de los poderes dormidos en lo profundo del ser. Desde este punto de vista, la alquimia ofrece al auténtico iniciado los instrumentos para operar una total destrucción de su vieja personalidad, dando paso a un renacimiento del hombre primordial (el dios interior), cautivo en el inconsciente.
En este sentido, los procesos alquímicos dan vida a un lento y constante desarrollo de esas facultades citadas con frecuencia en los antiguos tratados sapienciales. Desde tiempos muy remotos, el conocimiento se vale de la forma humana como de un laboratorio en el cual convergen las vibraciones macrocósmicas (universales), que se irradian a todo el organismo invisible y, posteriormente, también al somático.
Así se genera la fusión de los opuestos en el interior del ser: la unión entre lo alto y lo bajo, el espíritu y la materia, lo sobrehumano y lo humano. Este concepto se halla estrechamente ligado con la teoría del pleroma, elaborada por los gnósticos: una unidad trascendente donde los opuestos se interpenetran y coinciden, dando origen a la imagen del hombre como una emanación de lo divino, cuya parte luminosa anhela la trascendencia (espíritu, luz), mientras que su aspecto oscuro (la sombra) interactúa con la materia.
Cuando los opuestos se funden, la unidad (el hombre visible y el hombre etérico) vuelve a la luz. Esta es la concepción de lo divino postulada por el gnóstico Basílides (siglo II d.C.), uno de los mayores representantes del dualismo cósmico. Su legado se enlazará más tarde con la alquimia y el hermetismo, dando vida a un corpus sapiencial sumamente complejo, cuyas huellas todavía están presentes en las obras de algunas órdenes religiosas del pasado.
Basta pensar en los monjes cistercienses, los constructores de catedrales, que al edificar los santuarios aplicaban una alquimia total: una arquitectura simbólica y sagrada, en cuyo interior se reconoce la simiente de la masonería. Tales construcciones, en perfecta ósmosis con otras análogas, como la catedral de Chartres en Francia, contienen un importante mensaje de orden cósmico y universal. La clave interpretativa insertada en el simbolismo, expresado por el mensaje mismo, oculta revelaciones sobre valores iniciáticos profundos.
Gradualmente el templo se modela para transmutarse de piedra tosca a rigurosamente cúbica (piedra filosofal). Los símbolos utilizados por los antiguos constructores confluyen de alguna manera en la visión alquímica, sobre todo en lo que concierne a la idea de la piedra. Según el esoterista del siglo XIX Eliphas Levi, ésta representa «en el orden divino a la auténtica ciencia universal, de base cuadrada, sólida como el cubo, absoluta como las matemáticas; y en el orden natural, a la auténtica física, la que debe hacer posible para el hombre la realeza y el sacerdocio de la naturaleza, convirtiéndolo en rey y sacerdote de la luz que perfecciona el alma y las formas, transforma a las bestias en hombres, transmuta las espinas en rosas y el plomo en oro».
Retomando el mismo programa de la transformación del plomo profano en oro iniciático, los masones han dado vida a rituales conformes con la más pura tradición. Estas ceremonias revelan una sabiduría que sólo pocos son capaces de interpretar. Mediante tales ritos, poco a poco emerge la brillante luz interior: el Logos o Pensamiento-Razón, que corresponde al «Niño filosófico», íntimamente relacionado con la doctrina hermética. Este es el «dios interior» que permanece adormecido en los meandros de nuestro intelecto. Un dios que es despertado mediante las operaciones alegóricas del Magisterio de los Sabios y las pruebas prescritas por el ritual masónico. Sólo así se puede alcanzar el conocimiento secreto.
Este saber evoca la figura de los monjes cistercienses, sabios iniciados en los misterios de los arcos y las arquitrabes, maestros albañiles que recorrían Europa para levantar catedrales y conventos, iglesias y abadías, basándose en cálculos secretos y señales misteriosas íntimamente ligadas con la Gran Obra.
Estos monjes no provenían de Francia por casualidad. Allí las construcciones sagradas habían alcanzado el máximo esplendor y la herencia alquímica estaba profundamente arraigada. Citeaux era una localidad situada a 8 km de Dijón, donde surgió esta institución monástica que con el tiempo asumió una estructura de orden iniciática, cuyo esquema vertical aludía a la figura piramidal.
En la cima de dicho glifo se encontraba el abad de Citeaux (Císter), seguido de las cuatro cofradías de La Fertè, Pontigny, Claivaux y Morimond, y así hasta la última abadía, ligadas entre sí en una especie de red que permitía un control efectivo de todos los monasterios. Dentro de tal simbología, enlazada con un proyecto sapiencial preciso, se alternaban conocimientos astronómicos, astrológicos, alquímicos, geométricos y matemáticos, de alguna manera próximos a la doctrina pitagórica, que descubría el rostro secreto de lo Divino en los números y en las formas geométricas.
En la regla monástica estaban presentes algunos elementos complementarios de la senda hermética-alquímica. Como el sabio, el monje debía dominar las atracciones elementales, eliminando todo lo relativo a la parte bruta, baja e instintiva, a fin de atraer el «Fuego del cielo» e incorporarlo en la realización del Ars Regia. A través de dicho proceso, debía vencer «la animalidad», obteniendo el pleno dominio de sí mismo. Unificando tales axiomas se penetraba en la esfera de la «Geometría Filosofal» enunciada por Platón, quien afirmaba al respecto: «Nadie entra aquí si no es un geómetra». Con esta palabras, el filósofo alejaba de su escuela iniciática a aquellos que no estaban preparados para recorrer la senda sapiencial. Esta Geometría Filosofal no es asimilable a la de Euclides, basada en la ciencia de la medida y el espacio, sino que pertenece a una disciplina más sutil y espiritual, a un arte que permitía reunir las ideas con las formas y hacía posible leer los signos compuestos por líneas análogas a las figuras de los geómetras.
A través de este recorrido, el monje se remontaba a las concepciones fundamentales de la inteligencia humana de manera autónoma, sin ninguna sugerencia exterior, llegando a concretar la materia prima del Gran Arte: la idea pura no falsificada, que era extrapolada de la mina interior, el laboratorio humano (o pozo) donde estaba encarcelada la Verdad.
Así se explica el célebre lema el silencio es oro. Siguiendo tales dictámenes, los cistercienses elevaban y vivificaban las sagradas catedrales, en cuyo interior se custodiaba y preservaba un conocimiento secreto e incomunicable y una misteriosa energía magnética Energía que podemos definir como de tipo vibratorio, según sostiene la doctrina hermética: «Nada está quieto, todo se mueve, todo vibra».
Este principio fue proclamado hace miles de años por sabios del antiguo Egipto, y hoy la ciencia moderna confirma su acierto. En base a esta consideración, las diferencias que se interponen entre las diversas manifestaciones de la materia, de la energía, de la mente y también del espíritu, surgen de los diferentes quantos de vibración. Del Todo (formado de espíritu puro), hasta las formas más groseras de la materia, todo vibra. Cuanto más alta es la vibración, tanto más elevada es la posición en la escala de la espiritualidad.
La vibración del espíritu está compuesta por un grado de intensidad y rapidez tal que parece prácticamente inmóvil, como una rueda que gira tan velozmente que produce la ilusión óptica de no tener movimiento. En el otro extremo de esta escala ideal están las formas groseras de materia, cuyas vibraciones son tan bajas que rozan la inmovilidad. En el corazón de la catedral, la vibración es de un tipo más elevado y, por tanto, muy rápida: he aquí uno de los conocimientos ocultos integrados en estas estructuras sagradas.
Mediante la imitación de la Naturaleza, los monjes iniciados trataban de hacerse con el secreto de la Vida para descubrir la materia única (o quintaesencia) representada por «el oro de los filósofos». Según este principio, la Naturaleza es «la Esposa de Dios», que la fecunda para que pueda engendrar la Creación. Así, el soplo divino, el «Fuego Universal», vivifica todo lo que existe.
La Naturaleza, por lo tanto, está construida en base a un proyecto unitario expresado por una ley única, fuera de la cual nada puede considerarse activo e interactuando con el resto del Universo. Cada cosa es la expresión del Todo, verdadero rostro del absoluto. En el ámbito del conocimiento hermético, dicho absoluto era descrito con estas palabras: «Mientras todo está en el Todo, es igualmente cierto que el Todo está en cada una de sus partes. Quien comprenda bien esta verdad posee un gran saber». El Todo es inmanente y se encuentra tanto dentro como fuera de la conciencia, penetra todas las cosas y se expande más allá de los confines de lo conocido.
Mediante los símbolos, tal saber se hace operativo, se concreta en signos que evocan las ideas como, por ejemplo, nuestros signos matemáticos, que se leen indistintamente en cualquier lengua, conservando siempre el mismo significado. Penetrando en el lenguaje oculto se consigue dar un sentido a los trazos más simples, extrapolando de ellos el Arcano. Por lo tanto, para evitar cualquier profanación los auténticos iniciados practicaban la disciplina del silencio, hablando sólo si era necesario y únicamente con los discípulos de total confianza. La Verdad única era confiada a las imágenes y a las alegorías, mientras los símbolos aludían a lo que podía ser intuido más que interpretado.
Intencionadamente, las mitologías y los poemas antiguos transmiten misteriosas enseñanzas que se encuentran en las tradiciones religiosas de todos los pueblos, en los emblemas recurrentes de los diversos cultos y hasta en las fábulas y en los cuentos de hadas de las leyendas populares. Se comprende así cómo en el interior de algunas obras literarias ligadas a la orden cisterciense y, en general, en otros textos religiosos, encontramos enseñanzas sapienciales veladas por complejas simbologías que actúan como vehículo de imágenes y palabras, cuyo sentido oculto contiene valores de tipo iniciático, hermético y alquímico, visibles sólo para quienes están en condiciones de descifrarlas.
Entre las figuras destacadas de esta literatura «secreta» encontramos al monje cisterciense Joaquín da Fiore, cuya vasta producción literaria resume su pensamiento, sus intuiciones y sus profecías, que siguen un orden o modelo trinitario, a través del cual este monje iluminado dividía la historia en tres épocas fundamentales: la Edad del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo. Según el monje calabrés, sólo en esta Tercera Edad sería posible la auténtica comprensión de la palabra de Dios en el significado más profundo (conocimiento alquímico-hermético-simbólico) y no sólo en su aspecto más literal (su expresión profana o exotérica).
Joaquín da Fiore nació en Celico, en la provincia de Cosenza, aproximadamente entre los años 1130 y 1145, en el seno de una familia acomodada. A los veinticinco años entró en la orden de los monjes cistercienses en la abadía de Sambucina y, posteriormente, se trasladó al monasterio de Santa María di Corazo en Catanzaro, donde fue nombrado abad en 1177.
En 1189, fundó el monasterio de San Juan in Fiore, conocido también con el nombre de Orden Florense. El carácter reformador y las ansias de pureza de Joaquín atrajeron a numerosos franciscanos seguidores de la misma corriente espiritual. A este gran iniciado se le atribuyó también el don de la profecía, que con el tiempo desembocó en la redacción de algunos textos de carácter visionario. Estos reunieron a elementos heréticos de diversa procedencia, denominados «joaquinistas», que se inspiraban más o menos libremente en el pensamiento de Joaquín da Fiore.
El fenómeno activó la censura de la ortodoxia católica. La condena de las ideas del monje profeta fue fuerte y decidida, ya en tiempos del Concilio Lateranense de 1215, sobre todo por parte de Bonaventura da Bagnoregio. No es casual que el gran poeta Dante sitúe a las dos figuras religiosas, una junto a la otra, en el Paraíso descrito en La divina comedia. Joaquín se lanzó sin temor contra la institución eclesiástica, denunciando sus costumbres corruptas, el excesivo boato y la poca espiritualidad. En particular, el monje dirigió su prédica contra la hipocresía de la Iglesia y la inmoralidad que reinaba en su interior.
Las valencias del número 7
Entre los libros de Joaquín da Fiore destaca Expositio in Apocalypsim, la obra más extensa del abad cisterciense. Subdividida en ocho libros, está precedida por el Liber Introductorius que, con alguna variación, reproduce el Enchiridion Super Apocalypsim. En los ocho libros se analiza verso a verso el Apocalipsis de San Juan, jugando con el valor simbólico del número 7, que está presente a lo largo de toda la estructura de este texto de contenidos iniciáticos.
También en el plano alquímico, dicho referente numérico expresa valencias sinérgicas que lo ponen en sintonía con el ciclo transmutatorio conectado con la Gran Obra. El septenario, por lo tanto, encarna la medida propia de gran parte de las series fundamentales que componen la cadena de correspondencias sobre las que se funda la coherencia del Universo: los siete planetas, las siete divinidades ligadas a ellos, los siete metales, los siete colores, las siete notas musicales, etc.
El septenario, además, evoca «el Carro de David», cuyo simbolismo está presente también en el Tarot. Este Carro de David es asimilable a la Osa Mayor, la constelación compuesta por siete estrellas principales, que los antiguos romanos identificaban con el nombre de bueyes (Septem Triones), de donde deriva el nombre de Septentrión, que corresponde a uno de los puntos cardinales: el norte. Y más aun, dicho Carro de David se transforma en el «Carro triunfal del Antimonio» (Currus triumphalis Antomonii) del gran alquimista Basilio Valentín.
El abad cisterciense interpreta el Apocalipsis como una profecía ininterrumpida, semejante a una grandiosa visión, en cuyo ámbito la historia de la Iglesia también queda subdividida en siete épocas (Septem specialia tempora), correspondientes a las siete partes del Apocalipsis, y una octava, que se refiere a la glorificación metahistórica de la Jerusalén Celeste.
Analizando el texto, lo que impresiona más es la construcción de una especie de árbol genealógico (del Antiguo y el Nuevo Testamento), ligado a la historia de la salvación que, en cierto modo, evoca la imagen del Árbol cabalístico de la Vida del inmortal Sepher Yetzirah.
Pero esto no es todo. Al parecer, en realidad la disposición iconográfica de los frescos de la Capilla Sixtina está inequívocamente vinculada con las geometrías de la exégesis bíblica y las figuras simbólicas trinitarias de Joaquín da Fiore. No es para sorprenderse, considerando que el gran Miguel Ángel contaba entre sus consejeros teológicos con dos ilustres joaquinistas de su tiempo, como el cardenal agustino Egidio da Viterbo y el teólogo franciscano Pietro Galatino.
Joaquín, el espíritu iluminado de un tiempo aparentemente oscuro, el profeta del corazón puro, murió el 30 de marzo de 1202. Los cistercienses, apóstoles de la Gran Obra, continuaron dejando huellas del antiguo saber en los majestuosos edificios donde se conserva el auténtico rostro del Ars Regia. Quisiera concluir con una frase contenida en el evangelio copto de Dídimo Judas Tomás, descubierto en Nag Hammadi (Egipto) en torno a 1945-46. que atribuye a Jesús estas palabras: «Cuando de dos hagáis uno, cuando hagáis la parte interna como la externa, la externa como la interna y la superior como la inferior, cuando del macho y de la hembra hagáis un único ser, de modo que no haya más ni macho ni hembra, entonces entraréis en el Reino».
Es en estos apócrifos gnósticos donde hallamos los fundamentos de la ciencia secreta cisterciense: un legado hermético-alquímico milenario que enlaza las catedrales con el antiguo Egipto a través del vínculo secreto que une el Cielo y la Tierra.
En este sentido, los procesos alquímicos dan vida a un lento y constante desarrollo de esas facultades citadas con frecuencia en los antiguos tratados sapienciales. Desde tiempos muy remotos, el conocimiento se vale de la forma humana como de un laboratorio en el cual convergen las vibraciones macrocósmicas (universales), que se irradian a todo el organismo invisible y, posteriormente, también al somático.
Así se genera la fusión de los opuestos en el interior del ser: la unión entre lo alto y lo bajo, el espíritu y la materia, lo sobrehumano y lo humano. Este concepto se halla estrechamente ligado con la teoría del pleroma, elaborada por los gnósticos: una unidad trascendente donde los opuestos se interpenetran y coinciden, dando origen a la imagen del hombre como una emanación de lo divino, cuya parte luminosa anhela la trascendencia (espíritu, luz), mientras que su aspecto oscuro (la sombra) interactúa con la materia.
Cuando los opuestos se funden, la unidad (el hombre visible y el hombre etérico) vuelve a la luz. Esta es la concepción de lo divino postulada por el gnóstico Basílides (siglo II d.C.), uno de los mayores representantes del dualismo cósmico. Su legado se enlazará más tarde con la alquimia y el hermetismo, dando vida a un corpus sapiencial sumamente complejo, cuyas huellas todavía están presentes en las obras de algunas órdenes religiosas del pasado.
Basta pensar en los monjes cistercienses, los constructores de catedrales, que al edificar los santuarios aplicaban una alquimia total: una arquitectura simbólica y sagrada, en cuyo interior se reconoce la simiente de la masonería. Tales construcciones, en perfecta ósmosis con otras análogas, como la catedral de Chartres en Francia, contienen un importante mensaje de orden cósmico y universal. La clave interpretativa insertada en el simbolismo, expresado por el mensaje mismo, oculta revelaciones sobre valores iniciáticos profundos.
Gradualmente el templo se modela para transmutarse de piedra tosca a rigurosamente cúbica (piedra filosofal). Los símbolos utilizados por los antiguos constructores confluyen de alguna manera en la visión alquímica, sobre todo en lo que concierne a la idea de la piedra. Según el esoterista del siglo XIX Eliphas Levi, ésta representa «en el orden divino a la auténtica ciencia universal, de base cuadrada, sólida como el cubo, absoluta como las matemáticas; y en el orden natural, a la auténtica física, la que debe hacer posible para el hombre la realeza y el sacerdocio de la naturaleza, convirtiéndolo en rey y sacerdote de la luz que perfecciona el alma y las formas, transforma a las bestias en hombres, transmuta las espinas en rosas y el plomo en oro».
Retomando el mismo programa de la transformación del plomo profano en oro iniciático, los masones han dado vida a rituales conformes con la más pura tradición. Estas ceremonias revelan una sabiduría que sólo pocos son capaces de interpretar. Mediante tales ritos, poco a poco emerge la brillante luz interior: el Logos o Pensamiento-Razón, que corresponde al «Niño filosófico», íntimamente relacionado con la doctrina hermética. Este es el «dios interior» que permanece adormecido en los meandros de nuestro intelecto. Un dios que es despertado mediante las operaciones alegóricas del Magisterio de los Sabios y las pruebas prescritas por el ritual masónico. Sólo así se puede alcanzar el conocimiento secreto.
Este saber evoca la figura de los monjes cistercienses, sabios iniciados en los misterios de los arcos y las arquitrabes, maestros albañiles que recorrían Europa para levantar catedrales y conventos, iglesias y abadías, basándose en cálculos secretos y señales misteriosas íntimamente ligadas con la Gran Obra.
Estos monjes no provenían de Francia por casualidad. Allí las construcciones sagradas habían alcanzado el máximo esplendor y la herencia alquímica estaba profundamente arraigada. Citeaux era una localidad situada a 8 km de Dijón, donde surgió esta institución monástica que con el tiempo asumió una estructura de orden iniciática, cuyo esquema vertical aludía a la figura piramidal.
En la cima de dicho glifo se encontraba el abad de Citeaux (Císter), seguido de las cuatro cofradías de La Fertè, Pontigny, Claivaux y Morimond, y así hasta la última abadía, ligadas entre sí en una especie de red que permitía un control efectivo de todos los monasterios. Dentro de tal simbología, enlazada con un proyecto sapiencial preciso, se alternaban conocimientos astronómicos, astrológicos, alquímicos, geométricos y matemáticos, de alguna manera próximos a la doctrina pitagórica, que descubría el rostro secreto de lo Divino en los números y en las formas geométricas.
En la regla monástica estaban presentes algunos elementos complementarios de la senda hermética-alquímica. Como el sabio, el monje debía dominar las atracciones elementales, eliminando todo lo relativo a la parte bruta, baja e instintiva, a fin de atraer el «Fuego del cielo» e incorporarlo en la realización del Ars Regia. A través de dicho proceso, debía vencer «la animalidad», obteniendo el pleno dominio de sí mismo. Unificando tales axiomas se penetraba en la esfera de la «Geometría Filosofal» enunciada por Platón, quien afirmaba al respecto: «Nadie entra aquí si no es un geómetra». Con esta palabras, el filósofo alejaba de su escuela iniciática a aquellos que no estaban preparados para recorrer la senda sapiencial. Esta Geometría Filosofal no es asimilable a la de Euclides, basada en la ciencia de la medida y el espacio, sino que pertenece a una disciplina más sutil y espiritual, a un arte que permitía reunir las ideas con las formas y hacía posible leer los signos compuestos por líneas análogas a las figuras de los geómetras.
A través de este recorrido, el monje se remontaba a las concepciones fundamentales de la inteligencia humana de manera autónoma, sin ninguna sugerencia exterior, llegando a concretar la materia prima del Gran Arte: la idea pura no falsificada, que era extrapolada de la mina interior, el laboratorio humano (o pozo) donde estaba encarcelada la Verdad.
Así se explica el célebre lema el silencio es oro. Siguiendo tales dictámenes, los cistercienses elevaban y vivificaban las sagradas catedrales, en cuyo interior se custodiaba y preservaba un conocimiento secreto e incomunicable y una misteriosa energía magnética Energía que podemos definir como de tipo vibratorio, según sostiene la doctrina hermética: «Nada está quieto, todo se mueve, todo vibra».
Este principio fue proclamado hace miles de años por sabios del antiguo Egipto, y hoy la ciencia moderna confirma su acierto. En base a esta consideración, las diferencias que se interponen entre las diversas manifestaciones de la materia, de la energía, de la mente y también del espíritu, surgen de los diferentes quantos de vibración. Del Todo (formado de espíritu puro), hasta las formas más groseras de la materia, todo vibra. Cuanto más alta es la vibración, tanto más elevada es la posición en la escala de la espiritualidad.
La vibración del espíritu está compuesta por un grado de intensidad y rapidez tal que parece prácticamente inmóvil, como una rueda que gira tan velozmente que produce la ilusión óptica de no tener movimiento. En el otro extremo de esta escala ideal están las formas groseras de materia, cuyas vibraciones son tan bajas que rozan la inmovilidad. En el corazón de la catedral, la vibración es de un tipo más elevado y, por tanto, muy rápida: he aquí uno de los conocimientos ocultos integrados en estas estructuras sagradas.
Mediante la imitación de la Naturaleza, los monjes iniciados trataban de hacerse con el secreto de la Vida para descubrir la materia única (o quintaesencia) representada por «el oro de los filósofos». Según este principio, la Naturaleza es «la Esposa de Dios», que la fecunda para que pueda engendrar la Creación. Así, el soplo divino, el «Fuego Universal», vivifica todo lo que existe.
La Naturaleza, por lo tanto, está construida en base a un proyecto unitario expresado por una ley única, fuera de la cual nada puede considerarse activo e interactuando con el resto del Universo. Cada cosa es la expresión del Todo, verdadero rostro del absoluto. En el ámbito del conocimiento hermético, dicho absoluto era descrito con estas palabras: «Mientras todo está en el Todo, es igualmente cierto que el Todo está en cada una de sus partes. Quien comprenda bien esta verdad posee un gran saber». El Todo es inmanente y se encuentra tanto dentro como fuera de la conciencia, penetra todas las cosas y se expande más allá de los confines de lo conocido.
Mediante los símbolos, tal saber se hace operativo, se concreta en signos que evocan las ideas como, por ejemplo, nuestros signos matemáticos, que se leen indistintamente en cualquier lengua, conservando siempre el mismo significado. Penetrando en el lenguaje oculto se consigue dar un sentido a los trazos más simples, extrapolando de ellos el Arcano. Por lo tanto, para evitar cualquier profanación los auténticos iniciados practicaban la disciplina del silencio, hablando sólo si era necesario y únicamente con los discípulos de total confianza. La Verdad única era confiada a las imágenes y a las alegorías, mientras los símbolos aludían a lo que podía ser intuido más que interpretado.
Intencionadamente, las mitologías y los poemas antiguos transmiten misteriosas enseñanzas que se encuentran en las tradiciones religiosas de todos los pueblos, en los emblemas recurrentes de los diversos cultos y hasta en las fábulas y en los cuentos de hadas de las leyendas populares. Se comprende así cómo en el interior de algunas obras literarias ligadas a la orden cisterciense y, en general, en otros textos religiosos, encontramos enseñanzas sapienciales veladas por complejas simbologías que actúan como vehículo de imágenes y palabras, cuyo sentido oculto contiene valores de tipo iniciático, hermético y alquímico, visibles sólo para quienes están en condiciones de descifrarlas.
Entre las figuras destacadas de esta literatura «secreta» encontramos al monje cisterciense Joaquín da Fiore, cuya vasta producción literaria resume su pensamiento, sus intuiciones y sus profecías, que siguen un orden o modelo trinitario, a través del cual este monje iluminado dividía la historia en tres épocas fundamentales: la Edad del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo. Según el monje calabrés, sólo en esta Tercera Edad sería posible la auténtica comprensión de la palabra de Dios en el significado más profundo (conocimiento alquímico-hermético-simbólico) y no sólo en su aspecto más literal (su expresión profana o exotérica).
Joaquín da Fiore nació en Celico, en la provincia de Cosenza, aproximadamente entre los años 1130 y 1145, en el seno de una familia acomodada. A los veinticinco años entró en la orden de los monjes cistercienses en la abadía de Sambucina y, posteriormente, se trasladó al monasterio de Santa María di Corazo en Catanzaro, donde fue nombrado abad en 1177.
En 1189, fundó el monasterio de San Juan in Fiore, conocido también con el nombre de Orden Florense. El carácter reformador y las ansias de pureza de Joaquín atrajeron a numerosos franciscanos seguidores de la misma corriente espiritual. A este gran iniciado se le atribuyó también el don de la profecía, que con el tiempo desembocó en la redacción de algunos textos de carácter visionario. Estos reunieron a elementos heréticos de diversa procedencia, denominados «joaquinistas», que se inspiraban más o menos libremente en el pensamiento de Joaquín da Fiore.
El fenómeno activó la censura de la ortodoxia católica. La condena de las ideas del monje profeta fue fuerte y decidida, ya en tiempos del Concilio Lateranense de 1215, sobre todo por parte de Bonaventura da Bagnoregio. No es casual que el gran poeta Dante sitúe a las dos figuras religiosas, una junto a la otra, en el Paraíso descrito en La divina comedia. Joaquín se lanzó sin temor contra la institución eclesiástica, denunciando sus costumbres corruptas, el excesivo boato y la poca espiritualidad. En particular, el monje dirigió su prédica contra la hipocresía de la Iglesia y la inmoralidad que reinaba en su interior.
Las valencias del número 7
Entre los libros de Joaquín da Fiore destaca Expositio in Apocalypsim, la obra más extensa del abad cisterciense. Subdividida en ocho libros, está precedida por el Liber Introductorius que, con alguna variación, reproduce el Enchiridion Super Apocalypsim. En los ocho libros se analiza verso a verso el Apocalipsis de San Juan, jugando con el valor simbólico del número 7, que está presente a lo largo de toda la estructura de este texto de contenidos iniciáticos.
También en el plano alquímico, dicho referente numérico expresa valencias sinérgicas que lo ponen en sintonía con el ciclo transmutatorio conectado con la Gran Obra. El septenario, por lo tanto, encarna la medida propia de gran parte de las series fundamentales que componen la cadena de correspondencias sobre las que se funda la coherencia del Universo: los siete planetas, las siete divinidades ligadas a ellos, los siete metales, los siete colores, las siete notas musicales, etc.
El septenario, además, evoca «el Carro de David», cuyo simbolismo está presente también en el Tarot. Este Carro de David es asimilable a la Osa Mayor, la constelación compuesta por siete estrellas principales, que los antiguos romanos identificaban con el nombre de bueyes (Septem Triones), de donde deriva el nombre de Septentrión, que corresponde a uno de los puntos cardinales: el norte. Y más aun, dicho Carro de David se transforma en el «Carro triunfal del Antimonio» (Currus triumphalis Antomonii) del gran alquimista Basilio Valentín.
El abad cisterciense interpreta el Apocalipsis como una profecía ininterrumpida, semejante a una grandiosa visión, en cuyo ámbito la historia de la Iglesia también queda subdividida en siete épocas (Septem specialia tempora), correspondientes a las siete partes del Apocalipsis, y una octava, que se refiere a la glorificación metahistórica de la Jerusalén Celeste.
Analizando el texto, lo que impresiona más es la construcción de una especie de árbol genealógico (del Antiguo y el Nuevo Testamento), ligado a la historia de la salvación que, en cierto modo, evoca la imagen del Árbol cabalístico de la Vida del inmortal Sepher Yetzirah.
Pero esto no es todo. Al parecer, en realidad la disposición iconográfica de los frescos de la Capilla Sixtina está inequívocamente vinculada con las geometrías de la exégesis bíblica y las figuras simbólicas trinitarias de Joaquín da Fiore. No es para sorprenderse, considerando que el gran Miguel Ángel contaba entre sus consejeros teológicos con dos ilustres joaquinistas de su tiempo, como el cardenal agustino Egidio da Viterbo y el teólogo franciscano Pietro Galatino.
Joaquín, el espíritu iluminado de un tiempo aparentemente oscuro, el profeta del corazón puro, murió el 30 de marzo de 1202. Los cistercienses, apóstoles de la Gran Obra, continuaron dejando huellas del antiguo saber en los majestuosos edificios donde se conserva el auténtico rostro del Ars Regia. Quisiera concluir con una frase contenida en el evangelio copto de Dídimo Judas Tomás, descubierto en Nag Hammadi (Egipto) en torno a 1945-46. que atribuye a Jesús estas palabras: «Cuando de dos hagáis uno, cuando hagáis la parte interna como la externa, la externa como la interna y la superior como la inferior, cuando del macho y de la hembra hagáis un único ser, de modo que no haya más ni macho ni hembra, entonces entraréis en el Reino».
Es en estos apócrifos gnósticos donde hallamos los fundamentos de la ciencia secreta cisterciense: un legado hermético-alquímico milenario que enlaza las catedrales con el antiguo Egipto a través del vínculo secreto que une el Cielo y la Tierra.
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