Ocultismo
01/08/2007 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

PIRINEOS, EL PAÍS DE LAS BRUJAS

En el corazón del Pirineo central, allí donde las montañas engullen a las pequeñas aldeas, se conservan las huellas de una creencia antigua en brujas que invocaban al mal para ejercer sus poderes mágicos.por : Alfredo Orte Sánchez

01/08/2007 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
PIRINEOS, EL PAÍS DE LAS BRUJAS
PIRINEOS, EL PAÍS DE LAS BRUJAS
La naturaleza en el Pirineo Aragonés ha transformado y condicionado desde siempre las creencias y la religiosidad del hombre que habita estas montañas. El imponente relieve, el aislamiento de las comunidades y su sometimiento a las inclemencias ambientales, forjaron desde tiempos inmemoriales la concreción de un universo mágico y supersticioso. La creencia en la existencia de brujas justificaba para el hombre pirenaico el origen y desarrollo de algunos fenómenos cuyos desastrosos efectos no era capaz de explicar de forma racional. El viajero que tiene la oportunidad de descubrir cómo era la vida en algunos de estos pueblos hace no demasiados años, comprende enseguida que algunas de estas poderosas fuerzas siguen causando asombro y temor en el inconsciente del hombre: las plagas de langostas que asolaban el campo, las tormentas de pedrisco, las nevadas que cubrían los caminos durante semanas, o las crecidas de los ríos, tienen aquí una dimensión desconocida. Los miedos del hombre fueron dejando su huella también en el paisaje de una forma continua y remanente, por lo que incluso hoy tenemos la oportunidad de admirar muchos recuerdos vivos de aquellas creencias. Con la desaparición de la sociedad tradicional altoaragonesa a mediados del siglo XX, este universo trascendente desapareció pero, afortunadamente, la llegada de la modernidad no ha acabado con su legado.

Según el antropólogo Ángel Gari, director del museo de las creencias y la religiosidad popular de la localidad de Abizanda, «entre finales del siglo XIX y principios del XX se puede constatar la existencia de al menos 400 brujas en el Pirineo central, si bien sabemos que muchas de ellas ni siquiera llegaron a ejercer como tales». En muchos casos, a estas personas se les atribuía la capacidad de provocar maleficios a la comunidad, de utilizar su magia para crear dañinas tormentas, de raptar o matar a los niños y, por supuesto, de volar a lejanos lugares donde celebraban encuentros con el diablo. A diferencia de los famosos aquelarres celebrados en las zonas rurales del País Vasco o de Navarra, parece que en esta zona las brujas actuaban de forma más solitaria, y curiosamente existe documentación que avala su existencia desde tiempos bastante más antiguos. En 1232 encontramos el primer caso de persona acusada de magia negra, mucho tiempo antes de que el proceso de Logroño juzgara a las mujeres de Zugarramurdi; con el pleno desarrollo de los poderes inquisitoriales, y sobre todo de la justicia civil, fueron aflorando casos registrados con nombres y apellidos: Dominga la Coja, la Narbona de Cenarbe o Ana Pérez Duesca fueron ejecutadas tras haber sido acusadas por sus vecinos. Un alto porcentaje de estas acusaciones aparecieron en localidades pequeñas, de menos de cien habitantes, posiblemente por un mayor nivel de conflicto y endogamia entre la comunidad y por la mala asimilación de problemas que se terminaban atribuyendo a una intervención maléfica. Se creía que las brujas podían transformarse en animales, causar la muerte de cabezas de ganado, impedir la consumación del matrimonio o causar infertilidad y, especialmente, dominaban el «mal de ojo», que causaba diversas desgracias en todo aquel que lo padecía.

Orígenes ancestrales
En comarcas como el Sobrarbe o la Ribagorza quedan términos cuya etimología responde a la creencia en esas intervenciones. Todos ellos se agrupan en torno a enclaves cargados de connotaciones mágicas precristianas, posibles lugares de culto de origen pagano. El pico Turbón, donde se decía que las brujas ponían a secar sus sábanas al sol, el Cotiella, en el valle de Chistau, o la Peña de San Juan y San Pablo, en Tella, conocida como «el Puntón de las Brujas» (ver recuadro), son algunos de los principales enclaves vinculados a bruxas o bruxos. Sin embargo, a pesar de que la tradición consideraba estos lugares como puntos de reunión de brujas, lo cierto es que desde las primeras actas conservadas en el siglo XV, los parajes que se citan con mayor frecuencia como santuarios de la brujería se sitúan al otro lado de los Pirineos: las eras de Tolosa, cercanas a la ciudad de Toulouse, el Bouc de Biterna, en las inmediaciones de Lannemezan y las Landes du Bouc; posiblemente, todos ellos eran santuarios de gran prestigio para las tradiciones religiosas de origen animista, muy anteriores al cristianismo, y que servían de poderoso imán para las prácticas mágicas al otro lado de la cordillera.

La toponimia contribuyó a cargar de connotaciones negativas algunos de estos santuarios, siendo frecuentes lugares con nombres como «el puente del diablo», «el tozal de las brujas» o «la colina de Malasdianas». En otros casos podemos acreditar este origen precristiano a partir de las leyendas conservadas, como la del brujo de Tella. Éste se ofreció a retirar una piedra gigante que la montaña había depositado en el camino de acceso al pueblo, siempre que nadie le observara cómo lo hacía, ni le preguntara su nombre. En Labuerda aún se recuerda la historia sobre la muerte, todos los años, de la mejor mula de una casa, coincidiendo con la misa del gallo, cuando todos estaban ausentes; para identificar la causa del maleficio se ordenó a un criado que vigilase el establo, y a la medianoche apareció un gato negro. El criado lo golpeó con un bastón y, a la mañana siguiente, una de las ancianas del pueblo amaneció cojeando de una pierna… También encontramos otros enclaves mágicos donde la presencia de ermitas refleja el intento de la Iglesia por borrar el recuerdo de su carga pagana. Es el caso del desfiladero de las Devotas, en Lafortunada; o el desfiladero de Obarra, del que se cuenta un curioso encuentro entre el barón de Estés y unas brujas que pretendían impedirle el paso con sus malas artes.

Precisamente por la gran antigüedad de algunos temores y por la sacralidad que inspiraban algunos lugares, la sociedad de estos valles desarrolló diversos instrumentos para garantizar su protección y la de sus integrantes.

Defensa contra los maleficios
La casa del Pirineo central representaba algo más que un espacio de convivencia: era el centro de la organización y desarrollo de la comunidad y poseía una salud interna que preservar. Era necesario protegerla de las influencias negativas que podían encontrarse más allá de sus muros, y que en muchos casos estaban encarnadas físicamente por las brujas o brujos. En el Alto Aragón son muy populares los llamados «espantabrujas», especie de exvotos o figuras de santos o animales que, colocadas sobre las chimeneas, trataban de evitar la entrada de maleficios en el hogar. Para Gari, la necesidad de vigilar esta entrada se relaciona con la creencia ancestral de que el hogar, entendido como fuego central de la casa, servía para que se manifestase la divinidad. La diosa Vesta, encargada de velar por el fuego de la comunidad, propiciaba la buena salud de los habitantes de la casa.

Con la llegada del cristianismo, se utilizaban cruces con el mismo fin, o se colocaban por la noche tenazas abiertas imitando el mismo símbolo. También se han encontrado tejas con símbolos geométricos de carácter protector, que parecen basarse en la antiquísima creencia de que el alma de los muertos salía de la casa por un pequeño espacio abierto sobre el tejado e incluso regresaba en ciertas fechas –Nochebuena o noche de difuntos– por el mismo lugar. En algunos procesos por brujería, como el de Dominga la Coja (1534), se acusaba a la presunta hechicera de entrar en las casas a través de la chimenea. Hoy muchas localidades aragonesas han recuperado –más por tradición que por fe– estos singulares elementos.

Puertas y ventanas de la casa eran consideradas igualmente posibles entradas de influencias no deseadas y también se desarrollaron soluciones protectoras. En muchas puertas se observan curiosos llamadores decorados con símbolos vegetales o geométricos, de origen incierto, o bien con formas alusivas a la fertilidad o a la buena fortuna, como tréboles, bellotas o figuras fálicas. En el centro de la puerta o en la clave del dintel, era corriente colocar flores empleadas en el domingo anterior a la Semana Santa y bendecidas para la ocasión, patas de animales cazados por el amo de la casa, o algún ramillete de espino blanco recogido en la noche de San Juan.

Las ventanas recibían también un tratamiento preventivo muy similar, colocándose figuras humanas intimidatorias, al igual que en los balcones; en otras ocasiones se usaban figuras geométricas como ruedas solares, crismones o trisqueles. El conjunto del pueblo establecía también sus propios mecanismos de protección frente a la brujería; la localidad seguía un esquema circular, cuyo centro era la iglesia, espacio sagrado por excelencia. En cruces y caminos solían situarse ermitas de santos protectores como San Miguel o Santa Bárbara. Las intersecciones se consideraban lugares de reunión de brujas, como el cruce entre Laspuña y Ceresa; esta creencia parece tener un origen ancestral, pues para los romanos la diosa Hécate, guardiana de las entradas a cielo, tierra e infierno, se manifestaba en estos enclaves. Quizá por ello fueron cristianizados en Sobrarbe, Jacetania o Ribagorza con cruces o ermitas, objeto de romerías de gran devoción.

Temores y acusaciones
Desde tiempos remotos el hombre del Pirineo asoció numerosos ritos de paso individuales a fenómenos mágicos. Desde el momento del nacimiento se temía la actuación de las brujas, capaces de sembrar la desgracia en los recién nacidos a través de conjuros supuestamente recogidos en libros prohibidos como el de San Cipriano o la Clavícula de Salomón. Hasta no hace mucho, se sacaba a los bebés no bautizados por la ventana –y no por la puerta–, para evitar malas influencias, y la cuna era adornada con numerosos amuletos, mezcla de exvotos y reliquias de santos. La hora del sueño también era causa de temor, y había oraciones para mantener seguro un espacio imaginario alrededor de la cama.

El matrimonio también era un momento clave en el desarrollo personal, y muchas las costumbres para propiciar la buena suerte: el novio debía llevar monedas de plata en el bolsillo; se regalaban pendientes y colgantes para desear la fertilidad de la pareja y, sobre todo, la boda no se podía celebrar en lunes, martes o viernes. A pesar de estos rituales, a veces no se podían evitar los poderes de las brujas y sólo se llegaba a tiempo para tratarlos: bien con agua bendita o cruces, o bien –si había indicios– se realizaban acusaciones sobre aquel miembro de la comunidad sospechoso de hechicero. En los siglos XVI y XVII tuvieron lugar algunos de los procesos más famosos del alto Aragón, como el del valle de Tena, donde surgió un caso de supuesta posesión diabólica que afectó a más de 72 mujeres, y que se saldó con la ejecución de Pedro de Arruebo y dos presuntos ayudantes.

A pesar de lo que suele creerse, la mayor parte de estas acusaciones eran realizadas por la justicia secular, y no inquisitorial, y con frecuencia eran los propios vecinos los más interesados en perjudicar a personas de su entorno.

El puntón de las brujas
El llamado «Puntón de las Brujas», de fácil acceso a pie, aún conserva un aire mágico y sobrenatural, acrecentado por la pequeña ermita románica que se erige a sus pies, magnífico ejemplo de uno de los primeros intentos de la Iglesia por cristianizar enclaves donde se celebraban ritos no demasiado ortodoxos.

Protección contra las tormentas
Una de los más notables temores de la sociedad rural del Pirineo eran las tormentas –especialmente si iban acompañadas de granizo–, pues en muchos casos eran también atribuidas a las brujas o brujos del entorno. Para intentar alejarlas de los campos, se levantaron construcciones denominadas esconjuraderos, generalmente cerca de las iglesias. Se trataba de pequeños templetes cuadrangulares, desde donde los sacerdotes invocaban a Dios o a los santos indicados con una letanía, mientras sonaban las campanas, con el ánimo de reducir los efectos perjudiciales de la tormenta. Las poblaciones de Guaso, Labuerda o Puedo de Aragüas, mantienen en pie algunas de estas construcciones para sorpresa del visitante moderno, que debe olvidar su racionalidad interpretativa para comprender su intencionalidad original. Después de la tormenta y para mantener el rito de protección, se plantaban en los campos ramos de Semana Santa, o se realizaban romerías a los principales santuarios, en agradecimiento por la buena cosecha y prosperidad.
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Comentarios (1)

Luis Manteiga Pousa Hace 3 años
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