Civilizaciones perdidas
01/10/2004 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

El rey perdido de los merovingios

Las Claves del Código da Vinci, de Ediciones Nowtilus, obra en la que se muestra la historia real que hay tras el célebre best seller, ha alcanzado en dos meses la décima edición. En este libro se hablan de apasionantes asuntos como los que tratamos en el presente reportaje…

01/10/2004 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
El rey perdido de los merovingios
El rey perdido de los merovingios
Tal y como lo expresan Baigent, Leigh y Lincoln: "el Santo Grial sería cuando menos dos cosas a la vez". Por un lado estaría la Sangre Real, la descendencia de Jesús y María Magdalena; es decir, la Sang Real. Por otra parte sería el receptáculo donde fue a parar la sangre de Jesús, entendiendo por tal el propio vientre de María Magdalena. Es decir, que el cáliz sería su propio cuerpo. Pero también pudiera haber otra acepción más para el Grial. Y sería éste, según los autores de El legado mesiánico: "El Mesías tenía que ser un rey–sacerdote cuya autoridad abarcaría por igual los dominios espirituales y los seculares. Así pues, es verosímil, incluso probable, que en el templo se guardasen anales oficiales pertenecientes al linaje real de Israel, los equivalentes a los certificados de nacimiento, las licencias matrimoniales y otros datos relativos a cualquier familia real o aristocrática moderna. Si Jesús era en verdad el rey de los judíos, es casi seguro que el templo contendría copiosa información sobre él".

El protagonista masculino de la novela El Código da Vinci, Robert Langdon, dirá a Sophie en un momento de la trama que "durante mil años han circulado leyendas sobre este asunto. Toda la serie de documentos, su poder y el secreto que revelan han pasado a conocerse con un único nombre: el Sangreal". De este modo, la búsqueda de esos supuestos documentos y su posterior localización se convierten a su vez en la demanda del Grial. ¿A eso fueron siglos después a Jerusalén los caballeros templarios?
No nos apresuremos y añadamos antes que nada que esta versión del Grial es la que ofrecemos al lector como explicación para comprender los entresijos de cuanto obras como El Código Da Vinci proponen…

La dinastía maldita
De dar crédito a la hipótesis que estamos resumiendo en estas páginas, María Magdalena llega a Francia embarazada. De Jesús no se vuelve a saber nada con certeza, a pesar de que tenemos opiniones que le sitúan en Cachemira, como ya dijimos, o en Egipto. Si bien otros creerán poder rastrear su paso también por Francia, ya sea vivo o muerto. Es más, Richard Andrews y Paul Schellenberger creen haber localizado su tumba en el monte Cardou, en las inmediaciones del pueblo de Rennes-le-Château… lo que significaría que no habría Resurrección, en el "sentido estricto" de la palabra.

Pero dejemos a Jesús de lado y centrémonos en la línea genealógica que, a decir de todos estos investigadores, se inició con su retoño y que, por extensión, sería heredera de la dinastía davídica si, tal y como los Evangelios refieren, Jesús descendía del mítico rey David.

Las interpretaciones sobre la cuestión sostienen que la familia del maestro, al igual que otras muchas judías, se estableció en el sureste francés y gozó de cierto prestigio en la región. El paso del tiempo traería sorpresas desagradables para la Iglesia… Un pueblo de origen germánico llamado sicambro, al que para entendernos debemos situar en el amplio conglomerado que recibe el apelativo de francos, se asentó en regiones de la actual Alemania y Francia después de las corrientes migratorias a que dio lugar el empuje godo, y la falta de musculatura del Imperio Romano en sus estertores. De ese pueblo sicambro, se supone, nace la dinastía merovingia. Estamos a finales del siglo V y nos moveremos también en el siglo VI. Casi paralelamente, casualmente, se desarrollará la epopeya del rey Arturo en Britania, donde quedó dicho que llegó en su día José de Arimatea con su mítico fardo griálico.

El nombre de merovingios le viene a este pueblo, que se fue haciendo con el poder en Francia de un modo paulatino, de un antepasado mítico que, naturalmente, se llamaba Meroveo. Y a él, como no podía ser de otro modo, se le atribuyen orígenes espectaculares, pues no es para menos el que se diga que tuvo dos padres, uno de ellos un monstruo marino. Y es que su madre, que estaba preñada por obra y gracia del rey Clodión, tuvo la feliz idea de ir a bañarse un día al mar y un monstruo de origen difuso pero de naturaleza no muy alejada a la humana por lo que se ve, la violó. Y así, contará la leyenda, Meroveo tenía sangre real y sangre divina, pues se resolvió que el violador era un pariente de Neptuno.

A la luz de tal parto, a nadie podrá extrañar que se atribuyan leyendas fantásticas a los primeros monarcas merovingios. Se dirá de ellos que eran medio reyes y medio sacerdotes; chamanes capaces de obrar prodigios y que, según Leigh, Baigent y Lincoln, "llevaban una mancha de nacimiento que los distinguía de todos los demás hombres (…) y atestiguaba su sangre divina sobre el corazón –curioso anticipo del blasón de los templarios– o entre los omóplatos".

Entre sus muchas rarezas estaba la convicción de que su fuerza, como la de Sansón, residía en sus cabellos, de modo que no eran amigos de peluqueros y se les terminó llamando "reyes melenudos". Como se verá, no es ésta la única costumbre semita que tuvieron. Además de ser algo así como faraones, pues en sus manos residía lo político y lo religioso; se tenían por la encarnación de Dios. Eran, decían, de origen divino. Pero, ¿de dónde eran en realidad?
Se ha pretendido presentarles como de oriundez troyana –lo que explicaría que en el norte de Francia encontremos nombres que nos sitúan en la guerra de Troya, caso de Troyes o París–; otros han dicho que procedían de la región de la Arcadia, en Grecia, e incluso se ha escrito que eran descendientes de la escurridiza tribu judía de Benjamín.

De entre todos sus reyes sin duda alguna Clodoveo fue el más popular, y tal vez el más importante. Gobernó entre 482 y 511, y tras vencer en 486 al duque galorromano Siagrio, acabó con lo poco que quedaba de la herencia romana. Después, todo le fue bien al bueno de Clodoveo, hasta que a su esposa, Clotilde, le dio por meterse en su vida religiosa. Y esta circunstancia, que parecía no tener importancia, la tuvo. Por aquellos años no era el catolicismo el gran protagonista religioso y político por la convulsa Europa, sino el arrianismo. Y esta interpretación religiosa del cristianismo, que naturalmente la Iglesia confinó en cuanto pudo bajo el sobrenombre de herejía, la había predicado un presbítero de Alejandría –fíjese el lector que por allí es por donde situábamos a Jesús siglos atrás aprendiendo doctrinas y sabidurías heredadas de los misterios egipcios– que se llamaba Arrio.
¿Y qué decía éste? Pues proponía un interpretación de Jesús muy similar a la que en textos gnósticos se nos ofrece; es decir, que se trató de un maestro extraordinario, pero que sólo era, nada más y nada menos, que un hombre. Cristo, afirmaba, ha sido creado por el Padre, luego no es eterno y es diferente a Él. O sea, que Jesús no era un dios. Y esa idea cautivó a los reyes del momento mucho más que el producto que divulgaban los seguidores de Pablo, en el que Jesús aparecía convertido en divinidad. De este modo, y aunque el arrianismo fue condenado varias veces por la Iglesia de Roma, los territorios que vinieron a ocupar suevos, vándalos, alanos, merovingios y toda aquella gente a la que nos han presentado siempre bajo la etiqueta de bárbaros era arriano. Los recién llegados abrazaron ese credo, que era el mismo bajo el cual rezaba sus oraciones antes de acostarse Clodoveo, hasta que su mujer Clotilde empezó a mover ficha. No obstante, el problema de fondo era mayor que lo que quiera que Clodoveo rezase. Baigent y sus compañeros apuntan que la situación de la Iglesia católica era desesperada y precisaba para sobrevivir de un apoyo político; de lo contrario, la herejía –así denominaba Roma a quienes no pensaban igual– amenazaba con arrinconarla. Aprovechando que la reina tenía un confesor, Rémy, que luego fue santo lo mismo que la propia Clotilde, Roma urdió un plan. Se trataba de que la reina, aleccionada por el fraile, le propusiera al rey convertirse al catolicismo bajo las siguientes condiciones: la Iglesia pasaba a dominar el cotarro religioso y tenía poder para meter la cuchara en el puchero político, y a cambio a Clodoveo lo nombraban en un solo día Novus Constantinus. Dicho así parecerá poca cosa, pero ser el "Nuevo Constantino" era como decir que Clodoveo resultaba heredero legítimo del Sacro Imperio Romano que el citado emperador ostentó tras su misteriosa conversión. Es decir, que si nos fijamos, todas las visiones reales tienen a la Iglesia detrás negociando en el atrio del templo.

Clodoveo derrotó en la batalla de Vouillé, en 507, a los visigodos y se hizo el amo de todo el territorio franco hasta los Pirineos. En esos mismos pagos, a decir de la línea de investigación que analizamos aquí, andaban los judíos, y por supuesto, la descendencia del Nazareno, que gobernó el reino de Septimania de forma autónoma –entre Nimes, Narbona y los Pirineos– hasta la irrupción de los árabes en el siglo VIII. La dinastía se mezcló con la sangre merovingia en un momento impreciso de esta historia, resultando que los descendientes davídicos tendrían derechos sobre el trono francés.

Tras la muerte de Clodoveo, en 511, otros reyes merovingios se sucedieron, siendo tal vez el más notable Clotario I. Pero el drama sobre esta dinastía estaba al caer y ello debido al carácter indolente de los últimos monarcas, con la excepción de Dagoberto II. Nacido en 651, fue raptado por un mayordomo de palacio llamado Grimoald, quien afirmó que el heredero había muerto y maniobró para hacerse con el poder. Sin embargo, cometió el error de dejar con vida al pequeño confiándoselo al obispo de Poitiers, quien lo envió a un monasterio irlandés. Allí, siendo mozo, terminó por casarse con una princesa celta llamada Matilde, la cual no pudo darle sino hijas como descendientes y además murió en 670 en el tercero de los partos.

Dagoberto II llegó de nuevo a Francia y recuperó el reino que le fue arrebatado. Se casó en segundas nupcias con Giselle de Razés, región próxima a Rénnes-le-Château, donde el príncipe montó su cuartel general a la espera de recuperar la corona, con lo que de nuevo nos aproximamos al Languedoc, no lejos de dónde se supone que toda esta historia cobra forma humana.

Con su nueva esposa tuvo otras dos hijas y, por fin, el varón que ansiaba como heredero: Sigisberto. Sin embargo, sus enemigos, entre los que se encontraba la Iglesia a la que había controlado en sus ansias de poder, y los nobles representados en el mayordomo de palacio Pipino de Heristal, buscaban su perdición.

La leyenda afirma que un día cazaba el rey en el bosque de Woëvres y a media mañana se sintió cansado. Se tumbó a la orilla de un río y ese momento fue aprovechado por un felón cuyas manos asesinas movía el tal Pipino de Heristal. El criminal asestó un lanzazo en el ojo del rey, quien no tuvo más remedio que morir. Después, la ola de violencia se extendió por el palacio y toda la familia real fue asesinada. ¿Toda? Ahí está el secreto de la cuestión.

La sangre se perpetúa
Unas generaciones después y algún Pipino más tarde, Carlos Martel inauguraría la dinastía carolingia. Corría ya el siglo VIII. Pero, ¿qué hubiera sucedido si un heredero de Dagoberto II hubiera sobrevivido?
Las reliquias del asesinado, por lo demás, han sido objeto de devoción e incluso le hicieron santo en 872, pero no el Papa, sino un cónclave metropolitano. ¿Por qué? ¿Y por qué la iglesia donde se supone que reposa, en Stenay, fue objeto incluso de luchas para controlarla? ¿Es casual que el duque de Lorena concediera a la misma protección especial en 1069? ¿Es casual que el duque de Lorena fuera abuelo de Godofredo de Bouillon, primer rey de Jerusalén tras la I Cruzada? Según la escalofriante propuesta de esta línea de investigación en la que se basa Dan Brown para su novela, Sigisberto no murió en aquella matanza palaciega. Fue salvado por un tal Meroevo Levy, apellido que evoca el pasado judío de muchos de aquellos personajes a decir de Lincoln y sus compañeros. El heredero fue ocultado en el mismo lugar donde su padre, años antes, esperó la ocasión para recuperar su reino: Rénnes-le-Château.

El carácter mítico que tendría aquel a quien se conocería como Sigisberto IV se evocaría con el sobrenombre que se le concedió: "Retoño Ardiente"; es decir, Plant Ard. Y tras casarse con la hija del rey visigodo Wamba, nos dice Gérard de Sède, daría origen al linaje de los condes del Razès, del que procederán años después los Blanchefort, muchos de ellos vinculados a los cátaros y a los templarios.

Esta larga historia se resume así: el linaje merovingio, no extinguido, es el único que legítimamente debiera ocupar el trono francés. O, llevando más lejos en el tiempo la deducción: el trono francés correspondería a herederos de la Sangre Real.

La trama prosigue diciendo que un descendiente de esa línea sanguínea fue Guillem de Gellone, uno de los principales caballeros de Carlomagno, uno de los pares, y que, de creer esta versión, sería hijo del que fuera otrora rey judío de Septimania, Teodorico. Guillem de Gellone fue conde de Toulouse y de Razès, y por sus venas circulaba sangre merovingia y judía. Los autores de El legado mesiánico afirman que la leyenda de su escudo de armas era la de los exilarcas occidentales: el León de Judá, la tribu de David y de Jesús.

Estos autores recogen una cita de Arthur Zuckerman en la que se asegura que cuando el rey Luis fue coronado, quien le puso la corona no fue otro que Guillem. El monarca dijo para asombro de todos: "Señor Guillermo… es tu linaje el que ha levantado al mío".

Con gran dosis de optimismo, estos investigadores dicen encontrarse en condiciones de afirmar que, a pesar de los vaivenes históricos, ramas de aquella familia mítica se extendieron por algunos principales clanes de la cristiandad medieval. Entre ellas se menciona a los duques de Aquitania en el siglo IX o la casa de Lorena. Pero eso es ya otra historia… o
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