Civilizaciones perdidas
26/03/2014 (19:32 CET) Actualizado: 08/01/2018 (22:40 CET)

El santuario de las nubes

Monte Albán es una metrópoli que se concibió como un sofisticado marcador astronómico. Esta ciudad-estado impuso un aplastante dominio político y religioso durante más de mil años. Edificada por un pueblo llegado de las nubes, los zapotecas, que convirtieron esta ciudad en legendaria. Paco González.

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El santuario de las nubes
El santuario de las nubes

A vista de pájaro, la contemplación de Monte Albán causa tanto asombro como observar las pirámides egipcias a bordo de un globo aerostático. Hay algo desasosegante en estos enormes centros ceremoniales de la antigüedad, ajenos a su entorno actual. O ésa es la impresión que provocan en la mayoría de espectadores occidentales e incluso en muchos de quienes hoy siguen viviendo junto a ellos.

Y eso que se trata de «ruinas». Cuesta imaginar el aspecto original de los monumentos de Monte Albán, aunque sabemos que estaban pintados con brillantes y llamativos colores, nada que ver con el tono grisáceo y apagado que presentan en la actualidad. No obstante, se ignora mucho más de lo se conoce acerca de este inquietante sitio arqueológico. Para empezar, ¿por qué el nombre de Monte Albán?…

ORIGEN MISTERIOSO

Obviamente, por lo «hispanizada», ésta no fue su denominación original. Pero, de hecho, difícilmente podríamos deducirla, pues no sabemos quiénes pusieron las primeras piedras de este santuario mesoamericano, se supone que allá por el año 800 a. C. Si acaso, nos han llegado los nombres por los cuales lo conocieron zapotecas y mixtecos, dos de las etnias que contribuyeron a su esplendor. En el caso de los primeros, el lugar pudo llamarse Dani Baá, algo así como «Montaña Sagrada». Por su parte, los mixtecos lo habrían conocido como Yucu Cúi (Cerro Verde). Se supone que lo de Monte Albán vino de traducir muy libremente alguna de estas denominaciones –o ambas–, aunque también se especula con que el autor de la «ocurrencia» fuese de origen italiano o conociera los relatos sobre el legendario Monte Albano (por Albanus Mons, enclave sagrado del Lacio en cuya cumbre se erigía un santuario a Júpiter). O, más sencillo, que el calificativo Albán tuviera que ver con la blancura de las flores que cubren este promontorio en primavera…

Para enredar aún más esta cuestión, que no nos parece menor –los nombres dicen mucho sobre la esencia de los lugares–, los actuales zapotecas continúan autodenominándose Ben'Zaa (Pueblo de las Nubes). Según la interpretación más prosaica, dicha atribución provendría de la situación elevada de este complejo ceremonial, levantado sobre un cerro desde el que se domina un gran valle. No obstante, los propios zapotecas de los Valles Centrales no se reconocen en esta asociación, por simplista; si bien no aclaran de dónde procede tan evocadora imagen, que algunos investigadores han interpretado como «evidencia» de una conexión estelar, extraterrestre. Ellos ni lo niegan ni lo asumen. Son «el pueblo de las nubes» porque sus antepasados «descendieron de las nubes», insisten…

Lo mismo reclaman para sí los mixtecos, cuyos remotos predecesores también ocuparon Monte Albán e igualmente se autoproclaman Ñuu Savi, «pueblo de la lluvia» o «de las nubes»… va en gusto del traductor. Polémicas etimológicas aparte, el carácter pluriétnico de Monte Albán –rasgo compartido con otras urbes mesoamericanas– no ayuda a descifrar qué secretos ocultan sus muros milenarios. Pese a todo, las piedras hablan, aunque sea en susurros…

CIUDAD SACRALIZADA

Como hemos mencionado, Monte Albán se erigió sobre un cerro, en un enclave elevado unos 400 metros por encima del Valle de Oaxaca. Así, desde el centro ceremonial debió resultar fácil controlar las incursiones de posibles enemigos o, mejor, estudiar los movimientos de los astros y detectar ciertos eventos celestes.

Sin embargo, no parece que este complejo monumental fuese construido como baluarte defensivo o que tuviera razones para temer agresiones foráneas, pues el muro que protege las laderas norte y oeste del cerro resulta escasamente disuasorio. Al contrario, Monte Albán probablemente disfrutó de las prerrogativas que le otorgaba su condición de ciudad sagrada y compartida, privilegio que no cuestionaron los pueblos que lo utilizaron sucesivamente.

Aunque es probable que su etapa de máximo esplendor coincidiera con su «explotación» por parte de los zapotecas (ci. 500 a. C. a 900 d. C.), la fundación del primer centro ritual seguro fue muy anterior.

Cuestión distinta, insistimos, resulta identificar quiénes fueron aquellos primeros «hombres de las estrellas» y qué vieron en este enclave amén de su privilegiada situación estratégica. En cualquier caso, la tarea de construir sobre este promontorio de difícil acceso debió suponer un esfuerzo inimaginable, dado el volumen de mineral y otros recursos necesarios para levantar sus impresionantes edificios… Los arquitectos de Monte Albán no construyeron al azar.

Existió un plan premeditado que comenzó con el allanamiento y nivelado del terreno, lo que confiere a la explanada donde se asientan sus monumentos la apariencia de una gran pista de aterrizaje. Con aproximadamente 300 metros de largo por 200 de ancho, en dicha plataforma se dispusieron cuidadosamente decenas de elementos arquitectónicos, ocupando un inmenso rectángulo casi perfecto. Es probable que tales precauciones se debieran a que Monte Albán, en realidad, fue un sofisticado complejo ceremonial de marcado carácter astronómico.

Tal idea no es ni mucho menos nueva, aunque la arqueología oficial no indagó de forma metódica en los secretos de esta urbe mesoamericana hasta principios del siglo XX, gracias a Leopoldo Batres (1902). Cuesta creerlo, habida cuenta de las dimensiones y ubicación elevada del sitio. Sin embargo, Monte Albán no es mencionado ni en las crónicas de los españoles ni en relatos posteriores de éstos. Pareciera que la «capital de los zapotecas» se hubiese ocultado bajo un manto de invisibilidad. Tuvo que llegar Alfonso Caso, «padre» de la arqueología mexicana, para rasgar definitivamente aquel velo de misterio.

Comenzaba el año 1932. Alfonso Caso y su equipo llevaban un lustro excavando en Monte Albán, pero los resultados de la búsqueda no habían dado los frutos esperados. Hasta el 9 de enero de aquel año, fecha en que se produjo el «milagro». Nos referimos al hallazgo de la conocida como Tumba 7 de Monte Albán, un hito que describió magistralmente el antropólogo y escritor Fernando Benítez. Plasmado en su libro Los indios de México (Ediciones Era), el relato sobre aquel descubrimiento se convirtió en una especie Ande manual para los aficionados a los misterios arqueológicos… «A las seis de la mañana, el joven arqueólogo abandonó la tumba.

Aún persistía, impregnándolo, el olor dulzón y caliente de la lámpara de gasolina y respiró con delicia el aire fresco del amanecer (…) A sus pies se extendía abrupto el cementerio de los zapotecos –cementerio viejo de dieciocho siglos–, que acababa de entregar uno de sus turbadores secretos: la tumba más rica del continente americano (…) No, no estaba soñando.

Tenía en las manos una caja de zapatos en la que había colocado sobre algodones 35 grandes joyas de oro, y de su memoria no podía desvanecerse la visión de aquella tumba ruinosa, invadida por el polvo, donde centelleaban las orejeras de cristal de roca, los huesos de jaguar labrados con escenas históricas, los jades, las copas transparentes de la más pura forma», escribió Benítez a propósito del sensacional descubrimiento.

TESORO INDESCRIPTIBLE

En realidad, Alfonso Caso había acudido a Monte Albán atraído por los enigmáticos símbolos que presentaban ciertas estelas zapotecas. El hallazgo del tesoro fue una casualidad «afortunada ».

Caso y su equipo extrajeron diademas de oro; orejeras de oro, plata, cobre, obsidiana y conchas; brazaletes y collares; broches con representaciones de dioses y glifos con fechas y lugares; pectorales de oro trabajados con la técnica de la filigrana, cráneos esculpidos y otros huesos labrados… y esqueletos humanos… no en vano se trataba de una sepultura.

El propio Caso explicó los pormenores del hallazgo de aquellos restos humanos en su intervención en el parisino Musée de l'Homme en 1942: «Al observar el interior de la tumba, entendí el porqué de las exclamaciones de mi ayudante. Todo lo que se podía ver en lo que abarcaba la luz de nuestras linternas, era una rampa de tierra en la que estaban esparcidos huesos humanos (…) Era todo lo que quedaba de los grandes señores que habían dominado el lugar, y a quienes habían pertenecido esos tesoros; pero en los grabados de los huesos de jaguar estaba escrita su historia, que sólo ahora podemos empezar a descifrar. Se habla allí de conquistas; de los días y de los años en que ocurrieron los acontecimientos; de los astros, que como dioses regían los destinos de los hombres, y de las ceremonias que había que cumplir», relataba Caso Andrade.

Más adelante, el célebre arqueólogo mexicano concretaría otros detalles sobre las osamentas, si acaso más relevantes, en relación a la personalidad de quienes habitaron Monte Albán: «Al estudiar los huesos humanos que estaban junto al tesoro, se dedujo que sólo uno de los nueve cuerpos correspondió a un joven de sexo masculino, que tenía entre 16 y 20 años cuando murió; el resto tenía entre 45 y 55 años de edad. El esqueleto principal, por las ofrendas más ricas encontradas a su alrededor, correspondía al hombre mayor del grupo, de unos 60 años, que presentaba una deformación craneana y excoriación de origen tuberculoso en el cráneo, lo que es común a las personas con enfermedades de origen mental».

Este último aspecto resulta particularmente interesante cuando se aborda el misterio de Monte Albán, pues conecta con el hallazgo de esqueletos con deformidades en otros centros ceremoniales. Gran conocedor de este sitio de Oaxaca, Waldemar Verdugo Fuentes, escritor chileno radicado en México, reflexiona lo siguiente sobre esta cuestión:

«Este detalle es citado por otros investigadores como prueba de que en las culturas antiguas de Mesoamérica, a los ojos del pueblo, los locos y otros dementes exaltados eran considerados seres sagrados, por estar en contacto con fuerzas desconocidas. Este rey-loco de la Tumba 7, de acuerdo a la descripción de Caso, parece que fue un individuo musculoso, lo que denotaba el ancho de sus pectorales, pulseras y abrazaderas; también el hueso del esternón demuestra por su tamaño que debió tener músculos poderosos»

Otro de los enigmas más apasionantes de Monte Albán, el de sus famosos «Danzantes», podría tener que ver con la peculiar interpretación que las culturas mesoamericanas hacían de la enfermedad mental o las deformidades físicas, asociando ambas a ciertas capacidades de índole supranatural o psi. Así, lejos de resultar un factor excluyente, la locura –por ejemplo entre los mexicas– se vinculaba con el acceso del sujeto perturbado a la voluntad y mensajes de los dioses.

MIEMBROS RETORCIDOS

Las estelas de los conocidos como «Danzantes» fueron descubiertas en el Edificio L o, más concretamente, adosadas al mismo como si de amuletos protectores se tratara.

El calificativo de danzantes alude a las peculiares formas que adoptan los personajes que aparecen en las mismas, pues parecen interpretar un baile. En realidad, no está ni mucho menos claro qué simbolizan las posiciones dinámicas de los sujetos, supuestamente varones desnudos, cuyos rasgos –la mayoría son obesos, con labios gruesos y prominentes y nariz chata– denotan una evidente influencia olmeca.

La opinión generalizada es que pudo tratarse de caciques o jefes enemigos y la danza no sería sino una contorsión producto de alguna clase de tortura previa a su ajusticiamiento. Contrarios a esta hipótesis, otros estudiosos teorizan con que no sería lógico mostrar a enemigos caídos en un espacio religioso, sugiriendo la posibilidad de que los individuos protagonistas de las estelas fueran chamanes en plena danza extática o, también, sacerdotes célibes al cuidado de los templos, pues en algunas de las figuras se aprecia la ausencia de órganos sexuales, presuntamente debida a una castración ritual.

Y hay quienes ven en los petroglifos todo un catálogo de anatomía médica, interpretando los cuerpos deformados de las estelas como las representaciones de diferentes patologías, hipótesis planteada en la década de 1960 por el galeno mexicano Mario Pérez-Ramírez…

Hoy, los Danzantes originales reposan en el Museo Regional de Oaxaca, protegidos de los rigores de la intemperie. No obstante, los visitantes que se acerquen a Monte Albán pueden contemplar sus copias fidedignas, protegiendo los muros del santuario de las nubes. 

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