Civilizaciones perdidas
01/10/2004 (00:00 CET) Actualizado: 05/04/2024 (11:10 CET)

Las penitentes de la Edad Media

Durante la Edad Media, las creencias religiosas gobernaban la vida y, especialmente, la muerte. Tanto es así que muchas feligresas, a modo de penitencia, decidían emparedarse y acabar sus días de este modo. Un terrible… pero voluntario castigo.

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Las penitentes 
de la Edad Media
Las penitentes de la Edad Media

Chema Ferrer

El emparedamiento de seres humanos es una práctica que nos retrotrae a la antigüedad más remota. Tenía diversos objetivos, además de ser un mero castigo. Pongamos como ejemplo testimonios que nos llegan de la época de la milenaria Palestina, en los que se relata la colocación de inocentes infantes entre los bloques de las murallas. La finalidad no era otra más que conseguir la inexpugnabilidad de las ciudades y poblados, y así protegerlas de posibles enemigos.

El emparedamiento consiste en introducir al reo o penitente entre un doble muro construido con este objetivo, si bien a veces se aprovechaban las pequeñas estancias que había entre dichas paredes, en las que se cubrían ventanas o puertas con objeto de dar forma a un auténtico sarcófago pétreo.

Aislarse en aquel lugar estrecho, carente de luz natural y sin ventilación las más de las veces, suponía uno de los suplicios más crueles que podía sufrir un condenado. Tiempo después, llegada la Edad Media, la etapa de oscuridad de la vieja Europa, se convirtió en un método aceptado de penitencia, durante el cual, el mortificado se sometía a una maduración extrema que le llevaba, incluso, a sufrir estados de éxtasis y alucinación como consecuencia de la privación sensorial, la ausencia de alimento o la negación del sueño.

Un arrebato de piedad
La religiosidad popular de la Edad Media ocupaba un primer plano en las actividades y preocupaciones cotidianas. Fue una época en la que la trascendencia del poder religioso lo invadía todo. Hasta tal punto llegaba la cosa que, en los reinos que pueblan la Península Ibérica, se daban casos de damas de cierta edad y muy piadosas que tomaban la decisión de introducirse en una tumba de piedra vivas… De allí ya no saldrían si no era muertas. Eso sí, a veces, con el tiempo eran elevadas a los altares, como es el caso de Santa Oria, una mujer nacida en la localidad de Villavelayos (La Rioja) a mediados del siglo XI. Ella, junto a su madre, Amuña, se dejaban aconsejar en las cuestiones de la devoción y el espíritu por un maestro llamado Don Munio, que a la postre sería el biógrafo de la suicida, cuya obra fue traducida al román paladino por Gonzálo de Berceo: "Gonzalo li dixeron al versificador/que en este portaleyo fizo esta labor/…de suso la nombramos, acordarvos podede/ emparedada era, yacía entre paredes".

La santa se encaminaba un día de romería al cenobio de San Millán de Suso, de antiquísimo origen. Allí se encomendó al prior Gonzalo y no, como tradicionalmente se cree, al Santo Domingo, el que más tarde fundaría el monasterio de Silos. Fue cuando la piadosa joven pidió consejo para vivir separada del mundo y entregada a Dios. El prior intentó, en vano, convencerla para que no lo hiciera, pero de tanto que insistió no le quedó más remedio que aceptar sus deseos. Así, mandó a los obreros que construyeran un habitáculo en lo alto de aquel soportal del que nos habla el poeta "entre la roca y el muro de la iglesia"– de manera que, al dejar tan sólo una oquedad, dispusiera de visión suficiente para contemplar los oficios religiosos y poder comulgar, así como para que se le hiciera llegar algo de alimento.

Ambas, madre e hija, se introdujeron allí. Todavía produce escalofríos contemplar el lugar donde permanecieron al tiempo que la joven entre lecturas de salmos y de las Sagradas Escrituras sufría las tentaciones del Maligno, que es de suponer que la invitaba a salir de allí. Todo se arregló a base de exorcismos y las inclinaciones demoníacas desaparecieron, de modo que ella quedó sumida, a partir de ese momento, en la contemplación de la vida celeste.

Se supone que fue alguna infección la que le llevó a la muerte. Como es de suponer, los emparedados convivían con sus propios deshechos corporales, lo que da buena cuenta de las nulas condiciones higiénicas en las que vivían. Hoy encontramos su sepulcro tras la iglesia, aunque sus cenizas se trasladaron al vecino monasterio de Yuso en el XVII.

Luces extrañas sobre la tumba
En Villanueva de la Reina (Jaén), también se venera la llamada Santa Potenciana, cristiana que en los tiempos del califato cordobés se retiró a una ermita cercana a la población para quedar sumida en una vida eremítica que derivó en emparedamiento como culminación de aquel aislamiento. Tras la cristianización del lugar, el fervor religioso sobre la tumba de Potenciana y las intercesiones de las que se creía autora se vieron reforzadas por la aparición de extrañas luces que se posaban sobre el lugar. Aquello provocó que en el año 1628, el obispo Moscoso y Sandoval ordenara abrir el sepulcro e iniciara el proceso que la acabó por convertir en santa en 1638, tras la sanción en sentido positivo del papa Urbano VIII.

Otro famoso emparedamiento ocurrió en la villa castellana de Maderuelo. Doña Mayor que así se llamaba la penitente murió en el año 1298 tras un prolongado encierro en la iglesia de San Juan de aquella localidad, como consecuencia de un proceso que se hacía llamar "pública honestidad", situación en la que quedaba una mujer tras no consumar después de los esponsales, lo cual le impedía contraer nuevas nupcias y la condenaba a ingresar, para el resto de su vida, en un convento de clausura. Lo único a diferencia de otros casos es que doña Mayor llevó hasta el extremo su situación.

Los relatos de Víctor Hugo
En la literatura tambien encontramos algunos ejemplos de emparedamientos, como el descrito en la novela de Notre Dame por el gran escritor Víctor Hugo, un avezado conocedor del mundo medieval. Este insigne autor habla del origen de dicha costumbre en Francia. Explica cómo la hija de un cruzado muerto en Tierra Santa se desprendió de todas sus posesiones y decidió excavar una diminuta celda en una de las torres de su castillo para dar fin allí a sus días.

Como colofón a las penitentes, no podemos dejar de citar la celda de emparedadas de la iglesia de Santa Marta en Astorga (León), la cual puede ser visitada por los turistas libremente. Mantiene una especial relación con la vecina capilla de la cofradía de San Esteban; de hecho, están unidas por una puerta. En el interior, la emparedada asistía a los oficios mediante una pequeña oquedad que le permitía ver el altar. La puerta que comunicaba con la capilla de los cofrades estaba tapiada, a excepción de un hueco por donde la allí encerrada recibía asistencia y alimento. Tanto es así que los propios cofrades daban testimonio del encierro y eran los que presenciaban la misa de réquiem que se celebraba en el momento de su ingreso.

Sólo nos han llegado referencias de unos pocos casos entre los muchos que tuvieron lugar a lo largo de la geografía cristiana. Como decíamos, en la mayor parte de los mismos eran mujeres de avanzada edad y profundas creencias religiosas. Sin embargo, se dieron no pocos de hombres que lo abandonaban todo para retirarse a un convento en donde acabar sus días. Otros, como los cátaros, utilizaban la llamada endura, una forma de suicidio que no consistía en otra cosa más que en dejar de comer hasta la llegada de la muerte. o

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