Creencias
01/04/2006 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

El amor divino de santa Clara y san Francisco

Como había oído hablar tanto sobre Francisco, Clara deseó verle y oírle… La solemne fiesta del domingo de Ramos estaba al caer cuando la joven fue a ver al hombre de Dios para hablarle de su conversión y preguntarle cuándo y cómo debería actuar. El bendito Francisco le ordenó que se vistiera y adornara con sus mejores galas y fuera a celebrar el domingo con los demás cristianos y que a la noche siguiente fuera al campo y cambiara su alegría en el mundo en pena por la pasión del Señor».

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El amor divino de santa Clara y san Francisco
El amor divino de santa Clara y san Francisco
Esta breve crónica figura en uno de los numerosos documentos franciscanos que recogen las relaciones entre san Francisco y santa Clara. Hace referencia expresa a la conversión de Clara Offreduccio, hija mayor de Favarone, conde de Sasso-Rosso, descendiente de la nobleza romana y propietario de tierras y castillos. Clara tenía entonces dieciocho años y las inspiradas palabras que había escuchado al predicador Francisco en la iglesia de San Jorge en Asís prendieron en su corazón. Buscó al joven fraile para implorarle que le ayudara a convertirse en monja.
¿Reconoció el futuro santo a un alma escogida para la santidad como él mismo? ¿Alguien elegido por Dios para hacer grandes cosas y dirigir almas? ¡Cómo dudarlo! Francisco propuso a la joven que abandonara secretamente la casa de su padre para reunirse con él en la capilla de la Porciúncula. Allí acudió de noche, acompañada por su tía Bianca, y fue recibida por Francisco y sus discípulos con antorchas encendidas. A Clara la despojaron de sus ricas vestiduras, la vistieron con una áspera túnica y un grueso velo y también le cortaron su larga cabellera. Era el 20 de marzo de 1212. La vida de Clara había cambiado para siempre, encaminándose a la santidad.

Encuentro espiritual

Provisionalmente, Clara se instaló con las monjas benedictinas de San Pablo, en Bastia, cerca de Asís. Su padre, indignado por su huida, intentó disuadirla de sus heroicas intenciones cuando la descubrió, pero no lo consiguió. Clara persistió firme en su resolución.

Poco después, atendiendo a la petición de soledad de Clara, Francisco la transfirió al monasterio benedictino del Santo Angelo de Panzo, pero no tardaría en trasladarla definitivamente al convento de San Damián en Asís, donde unos años más tarde se cumplió una profecía atribuida al futuro san Francisco.

En la Segunda Leyenda (I, VIII, 6.13) de la biografía de la santa (1256), Tomás de Celano hace alusión a una profecía de san Francisco sobre una Orden de vírgenes que se establecería en San Damián. Verídica o legendaria, lo cierto es que allí se unieron a Clara otras damas y doncellas de Asís, incluida su hermana Inés, y en 1215 se fundó la Orden de las Damas Pobres –conocidas hoy día como Clarisas Pobres–, rama femenina de los Frailes Franciscanos. San Francisco consiguió de los benedictinos un derecho permanente de residencia para sus hijas espirituales y éstas partieron de allí a fundar conventos de monjas Clarisas por toda Europa.

En aquel inhóspito convento a las afueras de la ciudad, reconstruido por el propio Francisco, según cuentan diversas fuentes hagiográficas, moraría Clara hasta el fin de sus días. Allí tendrían lugar algunos encuentros memorables entre ambos santos. Allí también, en aquel pobre oratorio, al parecer se habría iluminado Francisco algunos años atrás.

Al igual que la joven monja, el fraile procedía de una acaudalada familia, si bien a diferencia de Clara, que dio muestras de piedad y devoción desde su infancia, el joven Francisco, rico, bello y educado, tuvo una vida aventurera y disipada durante sus primeros años de juventud. Tras implicarse a los 20 años en la guerra entre Asís y Perugia, fue hecho prisionero y tuvo un brote de malaria. El año que permaneció enfermo en prisión y una recaída posterior le tornaron más reflexivo, facilitando así una crisis espiritual y la consiguiente conversión. Esta se produjo mientras rezaba en el oratorio medio derruido de San Damián, a todas luces un lugar de poder, según explica el historiador Henri Daniel-Rops: «Uno tiene que meditar mucho en este lugar, y dejarse penetrar por la paz sobrenatural que emana del mismo para comprender bien cómo la felicidad puede nacer de la plenitud del sacrificio. Es el lugar idóneo para las oraciones que surgen de las almas que renuncian, un espacio austero, ';inhumano', que trastorna nuestra sensibilidad, pero donde, sin embargo, nuestras almas se sienten misteriosamente en paz».

Francisco escuchó allí una voz procedente de un crucifijo que le conminaba a reconstruir la iglesia. No tardó en ponerse físicamente a la tarea en el lugar que tiempo después habitaría su amiga espiritual. Sería allí donde ella proseguiría su obra de reconstruir la «iglesia de Dios».

En gran parte contra los deseos de Clara, Francisco la nombró madre superiora de San Damián en 1215. Allí gobernó como abadesa hasta su muerte, en 1253, casi cuarenta años después. Siguiendo los preceptos franciscanos, la joven abadesa mantuvo el voto de pobreza de por vida. Su Orden carecía por completo de posesiones. Dependía enteramente de las limosnas que los franciscanos conseguían para las monjas.

Sentimiento fecundo

La profunda armonía, a la vez tan completa e inequívoca, que desde el principio había existido entre Francisco Bernardone y Clara Offreduccio, se mantuvo durante sus vidas, a pesar de que ambos tuvieron que asumir responsabilidades al frente de sus respectivas órdenes religiosas. Aunque, durante los días de su adolescencia, Clara fue alumna de Francisco, «el alma de la joven abadesa estaba tan llena de Dios, tan iluminada por la sabiduría, que el cabeza de los franciscanos pedía consejo con frecuencia a la humilde monja de San Damián. No hay duda de que las grandes decisiones relativas a la Orden las tomaba de acuerdo con Clara. Sabemos que ella era ';la fuente de paz' del Cántico al Hermano Sol. También sabemos que ella recibía las confidencias del Padre seráfico cuando estaba atormentado por cambios en el espíritu del franciscanismo», expone Daniel-Rops en su obra Claire dans la clarté (Clara en la luz del día), publicada en 1962.

Tal comunión de almas entre ellos no significaba que sus encuentros fueran frecuentes: «Francisco siempre mostraba una discreta reserva hacia aquella a quien había conducido a Dios; deseaba que su destino se desplegara en total libertad… Nunca interfirió en los asuntos de las Clarisas… Si hablaba a veces con firmeza era sólo para moderar el excesivo ardor por auto-mortificarse de su joven hermana. Según las crónicas, fue san Francisco quien le insistió en que dejara de dormir sobre sarmientos de vid y que lo hiciera en una esterilla de paja. Tales actos definen la exquisita delicadeza de su amistad ante Dios», prosigue Daniel-Rops.

Dicha relación los fecundó mutuamente, aunque sólo recientemente, sobre todo desde 1993-94, con motivo del octavo centenario de su nacimiento, la figura de Clara ha emergido como una contribución única a los ideales de Francisco. En lo concerniente a Clara, san Francisco siempre estuvo vivo, y nada hay, tal vez, más llamativo en su vida –antes y después de la muerte del santo– que su inquebrantable lealtad a los ideales del Poverello, y el celoso cuidado con el cual se entregó a su regla y a su enseñanza.

Con frecuencia ella se hacía llamar «la pequeña planta del bendito Francisco». San Francisco, en cambio, para quien Clara podría ser considerada como la expresión femenina de sus ideales místicos, no la veía como una vieja harapienta, sino más bien como una virgen llena de gracia a la que llamaba «la Dama Pobreza».

Cuando, dos años antes de morir, Francisco recibió los «estigmas» en sus manos, pies y costado, Clara le cuidó en San Damián con cataplasmas de hierbas aromáticas. Allí erigió para él una pequeña choza en un olivar próximo al convento, donde, casi ciego, Francisco compuso su glorioso Cántico de las Criaturas. Sin embargo, más importante que las atenciones que dispensó a su cuerpo, debió de ser el «coloquio de sus almas». Antes de morir un año después en Porciúncula, el 4 de octubre de 1226, Francisco envió a un fraile con un mensaje para Clara: le ordenaba que desterrara la pena y le prometía que cuando ella estuviera en la hora de la muerte le vería de nuevo, que él la custodiaría siempre junto al Padre y no la abandonaría jamás.

Unidos en la muerte

La procesión que acompañaba sus restos desde la iglesia de la Porciúncula hasta Asís, para ser enterrado en la iglesia de San Jorge, hizo una parada en San Damián. Giotto conmemoró aquela cita final, llena de patetismo, en uno de sus frescos más memorables. Refleja a Clara inclinada sobre el cuerpo de él, su rostro misericordioso, transido de dolor. En este encuentro cara a cara ella parece estar recibiendo una lección suprema de amor y paz procedente de él.

La fundadora de las Clarisas moriría décadas después, el 11 de agosto de 1253, sin embargo, tal vez por un azar del destino, sus restos mortales siguieron el mismo camino que los de Francisco: también fueron trasladados a la capilla de San Jorge. Allí se había sentido Clara tocada en su joven corazón por la predicación de Francisco, y allí habían reposado los restos mortales de él en espera de ser trasladados a una nueva basílica con su nombre, que se erigió años después de su fallecimiento.

También la santa tuvo su propia basílica: el 3 de octubre de 1260, los restos de Clara fueron transferidos desde San Jorge a la nueva basílica de Santa Clara y enterrados bajo el altar mayor, en una fosa muy profunda. Allí permanecieron escondidos durante seis siglos. Tras numerosas pesquisas, su tumba se encontró en 1850. La del santo también permaneció inaccesible el mismo número de siglos que la de Clara (ver recuadro). El destino común de estas dos figuras únicas del medievo parecía proseguir incluso tras la muerte.

Ambos se dedicaron a los enfermos y a los pobres y añadieron nuevas dimensiones al rostro de la beatitud: «Esta proliferación de santidad, su permanente renovación, la multiplicidad de formas en que se expresa y manifiesta el fuego del único Amor, es un hecho que no deja de sorprendernos. Pero lo que es incluso más llamativo, más admirable, es que ambos crecieran juntos, en el mismo lugar, en la misma época, cada uno unido al otro por las mismas raíces tenaces, sus voluntades tan intensamente conectadas y tan complementarias», concluye Daniel-Rops.

Ambos habían conseguido difundir el mensaje evangélico de pobreza por toda Europa. Su impacto popular fue enorme. Franciscanos y Clarisas mantuvieron los ideales de sus fundadores, ejerciendo un influjo revitalizador en la cristiandad medieval.
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