Lugares mágicos
20/12/2012 (08:14 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

LINTERNAS DE LOS MUERTOS: FAROS AL MÁS ALLÁ

Jesús Ávila GranadosLas «Linternas de los muertos» son construcciones, generalmente en forma de torre hueca y cilíndrica, en esencia destinadas a facilitar el tránsito al más allá de las almas de los difuntos; y, también, desde el medievo, para servir de resguardo en los cementerios o, a modo de faro, para señalar la localización de los enclaves religiosos. Durante los crepúsculos y, de manera especial, en la celebración de Todos los Santos, el cristianismo mantuvo viva esta forma de rendir homenaje a los fallecidos. No obstante, los orígenes de esta tradición hay que buscarlos en los rituales celtas de los druidas.

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LINTERNAS DE LOS MUERTOS: FAROS AL MÁS ALLÁ
LINTERNAS DE LOS MUERTOS: FAROS AL MÁS ALLÁ
Cuando Bernardo de Claraval, mentor de cistercienses y templarios de mediados del siglo XII, viajó a tierras próximas a Occitania –aquellas «envenenadas por la herejía cátara»– por iniciativa del pontífice Beato Eugenio III, quedó extasiado al contemplar una extrañísima torre cilíndrica, erigida en medio de un cementerio benedictino y al parecer ligada a la liturgia de una abadía románica en la localidad de Sarlat-la-Canéda (Périgord).

Se cuenta que, bajo la tímida luz de aceite de una linterna, que desde la parte más elevada de esa enigmática torre iluminaba el crepúsculo, Bernardo obró el milagro de una curación colectiva con panes. Sorprende que este hecho haya pasado bastante desapercibido, probablemente porque el interés de la Iglesia estaba más en la persecución de herejes, que en la sanación de enfermos. Desde entonces, a la linterna de los muertos de Sarlat-la-Canéda se la conoce también como «Torre de Saint Bernard»…
Para los celtas, el alma no moría. Al contrario, tras el fallecimiento del cuerpo, su espíritu se alojaba en otros seres. Creían, por tanto, en la reencarnación. Así, las almas de los guerreros celtas alcanzaban el Walhala (paraíso), el nivel celestial más elevado en el otro mundo, la morada final, tras haber sido devorado el cuerpo por el sagrado buitre. En medio, en un estadio dulce, se encontraba el reino de Avalon, lugar sobrenatural, donde los magos druidas enseñaban a superar los temores humanos.

Para honrar a sus difuntos caídos con honor en combate, y también a las gentes de bien –llamadas posteriormente bons homes (buenos hombres), por los cátaros–, los celtas dispusieron una fiesta: la de Todos los Santos, conocida como Samhain; una celebración dedicada a los difuntos y, al mismo tiempo, una bienvenida al año nuevo que se iniciaba a principios de diciembre. En el otro estadio se hallaba Ifurin, el infierno celta; lugar terriblemente frío, donde iban a parar los criminales.

No resulta extraño que cuando San Patricio y otros monjes evangelizadores hicieron su labor pastoral en el siglo V d. C. por Irlanda, Bretaña, la Galia y otros lugares del mundo occidental, encontraran en los sustratos más profundos de las tradiciones rurales de los pueblos, creencias ancestrales que ahondaban sus raíces en los tiempos de los druidas. Fue un enfrentamiento cultural del que la Iglesia romana sacó buen provecho, al transformar y cristianizar gran parte de estas creencias. Entre otras, la del Samhain, en que el mundo de los vivos buscaba una comunicación con lo sobrenatural. Celebración que solía escenificarse mediante rituales druídicos, con banquetes, música, bebidas… (Continúa en AÑO/CERO 269).
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