Conspiraciones
08/02/2024 (08:00 CET) Actualizado: 08/02/2024 (08:00 CET)

La cúpula de la muerte

Militares usados como cobayas humanas en detonaciones nucleares

08/02/2024 (08:00 CET) Actualizado: 08/02/2024 (08:00 CET)
La cupula de la muerte
La cupula de la muerte
Nº 388, Noviembre de 2022
Este artículo pertenece al Nº 388, Noviembre de 2022

El atolón de Enewetak fue el escenario de la detonación de parte de las 67 bombas nucleares que EE UU  hizo explotar en las islas Marshall. Durante dichas pruebas, las islas sufrieron el impacto destructivo y la potencia nuclear del equivalente a la detonación de 1,2 bombas como la que destruyó Hiroshima. Con una diferencia: dicho impacto se produjo todos los días y durante doce años. El desastre causado por aquellas pruebas fue de proporciones colosales, hasta el punto de que las Naciones Unidas declararon que aquellas pruebas nucleares habían tenido consecuencias dramáticas, envenenando las aguas, la tierra y el medio ambiente y, por supuesto, afectando por tanto a los habitantes de la zona. Y era lógico. Allí se desarrollaron las pruebas nucleares más potentes realizadas por EE UU. 

Con el tiempo, se supo que la Comisión de la Energía Atómica estadounidense utilizó a los propios soldados de su país para llevar a cabo un experimento humano. Fue dentro de la denominada Operación Crossroad, durante la cual se detonaron varias bombas nucleares, entre ellas el proyectil bautizado como «Baker». El responsable de dicha operación fue un hombre llamado William H. P. Blandy, por aquel entonces vicealmirante y subjefe de Operaciones Navales para armas especiales, quien llegó a afirmar: «La bomba no producirá una reacción en cadena en el agua, ni convertirá todo en vapor de agua, ni hundirá los barcos, ni se va a producir un enorme agujero en el fondo del mar que arrastre todas las aguas, ni se producirá un colapso de la gravedad».

El atolón de Enewetak
El atolón de Enewetak

NIEBLA RADIACTIVA

Sin embargo, «Baker» era un artefacto nuclear de casi 23 kilotones de potencia, y las consecuencias de su explosión fueron terribles. El 25 de julio de 1946, «Baker» se detonó bajo el agua, a unos 28 metros de profundidad. Su destello fue abrasador y cegador. Generó una gigantesca burbuja de gas caliente bajo el agua, creando una onda de choque supersónica que aplastó todo lo que se encontraba a su paso, incluido el casco de muchos barcos que habían sido ubicados en ese lugar para comprobar sus efectos destructivos. Ningún ser vivo bajo las aguas sobrevivió en varios kilómetros a la redonda. La llamada «cúpula de pulverización», provocada por la explosión, estalló a través de la superficie formando una columna de dos millones de toneladas de agua mezcladas con arena del fondo marino, elevando un gigantesco géiser a una altura de casi dos kilómetros. Esa misma burbuja de gas, en su ascenso, inició un tsunami que provocó olas de hasta 30 metros, que cuando llegaron a las costas de la isla Bikini, la más cercana a la explosión –a 6 km de distancia–, arrasaron los primeros metros de costa.

Mientras, bajo la superficie, en el lecho marino se producía un enorme cráter de nueve metros de profundidad y 610 metros de ancho. Todo eso ocurrió en el primer segundo de la explosión. A continuación, una vez terminado el impulso de la detonación, los dos millones de toneladas de agua que se habían elevado cayeron por acción de la gravedad arrasando con todo lo que se encontraba a su paso. Después llegaría la radiación. Al ser una detonación realizada a escasa distancia de la superficie, muchos de los elementos radiactivos se acumularon en una densa niebla que quedó a merced de los vientos, contaminando todo lo que estaba a su alrededor, mientras el resto iba a parar al agua del mar y a los barcos que habían sido utilizados para la prueba.

Tras estos acontecimientos, cientos de soldados fueron enviados para limpiar la radiación de dichos barcos. Sin embargo, aquellos soldados ni siquiera tenían instrucciones de cómo hacer esa limpieza. No se habían hecho ensayos ni se contaba con protocolos de actuación, y ni siquiera se había probado un procedimiento para realizar dicha descontaminación. La limpieza se improvisó sobre la marcha. A pesar de que ya se conocían los efectos perniciosos y letales de la radiación, los soldados fueron «armados» con mangueras, escobas, fregonas, cepillos, jabón y lejía, todo sin ningún tipo de traje de protección. Los responsables querían averiguar el grado de resistencia y de afección de la radiación sobre unos soldados que ignoraban el verdadero propósito de aquella tarea de descontaminación que, por otro lado, resultó inútil. Su misión no era limpiar esos barcos, sino convertirse en cobayas humanas del Ejército de EE UU.

Bomba Baker
Bomba Baker

LA TUMBA

Los habitantes de las islas Marshall llaman «la tumba» a uno de los lugares más peligrosos y contaminados del planeta. También le ponen otros sobrenombres, como «cúpula de la muerte» o «ataúd nuclear». Esta construcción fue creada por cientos de miembros de las Task Force (Fuerzas de Trabajo) de EE UU para enterrar nada menos que unos 85.000 metros cúbicos de desechos radiactivos sólidos. Todos ellos, supuestamente, quedarían confinados en una cúpula de 115 metros de ancho, un diámetro de 380 y construida con 358 paneles de hormigón de 45 centímetros de espesor cada uno. Es uno de los lugares más peligrosos de la Tierra y, al mismo tiempo, uno de los más desconocidos.

No es difícil imaginar por qué, tras aquellas 67 bombas nucleares, los isleños, viendo sus islas contaminadas, acabaron denunciando a los estadounidenses por el legado radiactivo que habían dejado aquellas bombas. Más de 20 años después de las detonaciones, EE UU se comprometió a regañadientes a «limpiar» la radiación de las diferentes zonas contaminadas en una operación con gran cantidad de detalles secretos, tantos que el tiempo ha demostrado que fue una de las operaciones más desastrosas que se hubieran planificado. El cúmulo de errores fue tan elevado, que hay quien asegura que aquella calamidad fue milimétricamente diseñada para que todo sucediera de esa forma.

Si 20 años no habían sido suficientes para que la radiación se expandiera por todo aquel rincón del planeta, la construcción de la cúpula no ayudó en nada a mejorar la situación. En el año 1977 llegaron hasta las islas Marshall más de 4.000 efectivos, cuya misión era la siguiente: recoger los sedimentos de las diferentes pruebas nucleares que allí se habían realizado y enterrar- los en el interior de un cráter que había generado una de aquellas bombas. ¿De verdad alguien creyó que podrían recoger todos los desechos radiactivos generados por 67 bombas nucleares después de más de 20 años? Obviamente ni los propios promotores de la misión lo creían, pero lo peor es que tampoco hicieron ningún esfuerzo para contener adecuadamente lo que recogieron. Con el tiempo se descubrió que la idea de aquella operación era crear un gran cubo de basura, muy espectacular a la vista, pero lleno de agujeros por donde se iba toda la «mierda». Durante tres años, los 4.000 efectivos que ayudaron a la limpieza y construcción de aquella «tumba» acabaron por darse cuenta del sinsentido de su trabajo. Entre ellos, mi informante: Paul Grieco.

El vicealmirante William H P Blandy, responsable de la operación Crossroad
El vicealmirante William H P Blandy, responsable de la operación Crossroad

APOCALIPSIS EN LAS ISLAS MARSHALL

Cuando Grieco y yo acordamos entrevistarnos por videoconferencia era consciente de la importancia de su relato. Esta es su historia. Cuando apenas contaba con 21 años, el antiguo Departamento de Investigación y Desarrollo de Energía estadounidense –actual Departamento de Energía– reclutó a personal no militar para unirse a las Task Force y realizar una operación, cuyo principal objetivo era verificar la limpieza de los desechos radiactivos que buena parte de las bombas nucleares habían generado en las islas Marshall. Entre aquellos trabajadores civiles estaba Paul Grieco. Aunque fue enviado a una base militar, los aspectos concretos de la operación habían sido asignados a personal no militar, como Paul. Tal como me confesó, carecía de los conocimientos y la experiencia para realizar aquella labor, pero aun así se le asignó la supervisión de la presencia radiactiva en la zona. Era evidente que no había ningún tipo de interés en asignar dicha responsabilidad a alguien que realmente supiera lo que estaba haciendo. La juventud y la inexperiencia de Grieco hicieron que no distinguiera si lo que hacía y cómo lo hacía era lo correcto. Por otro lado, nadie le informó; es más, fue engañado, al igual que muchos otros, tal como expondré más adelante.

Una vez que llegó a Enewetak, el primer impacto para Paul fue ver los cráteres que las bombas habían provocado. Entre ellos, el que más le impresionó fue el que había creado una bomba denominada «Ivy Mike»: la primera prueba a gran escala de un dispositivo termonuclear. Si la bomba de Hiroshima tenía una equivalencia a la explosión de 15.000 toneladas de dinamita, «Ivy Mike» se correspondería con 10,4 millones de toneladas. Lanzada el 1 de noviembre de 1952, generó un hongo nuclear que llegó a elevarse 41 kilómetros, provocando un cráter de dimensiones colosales, de casi dos kilómetros de diámetro y 50 metros de profundidad, lo que causó la volatilización de tres islas que pertenecían al Atolón.

Las olas que elevó la explosión despojaron de vegetación la costa cercana, mientras que el fondo coralino, cargado de radiación, saltaba por los aires contaminando todo en un radio de 58 km a la redonda. Además, la bola de fuego generada provocó la rápida descarga de rayos y su onda expansiva arrasó con cualquier rastro de vida en las cercanías, viajó a través de la Tierra y dio varias vueltas al planeta. De hecho, sus ondas fueron detectadas por los sismógrafos de diferentes países. Una hora después, dos aviones F-84 Thunderjet de la Fuerza Aérea, pilotados por un hombre llamado Bob Hagan y por el capitán Jimmy Robinson, fueron enviados para volar sobre la nube atómica mientras los escombros aún permanecían en el aire. Al entrar en la nube radiactiva, con el brusco cambio térmico, una poderosa turbulencia golpeó tan fuerte el aparato de Robinson que este perdió el conocimiento. Hagan también recibió el fuerte impacto, pero pudo hacerse con el control del avión a pesar de que la tormenta eléctrica había inutilizado los instrumentos de vuelo. Como pudo, Hagan consiguió aterrizar en la pista de Enewetak, no así Jimmy Robinson, quien se estrelló a más de 55 kilómetros de Enewetak. Su cuerpo, a día de hoy, sigue sin ser recuperado. Todo aquello, como es lógico, impresionó a Paul Grieco.

Tareas de desinfección
Tareas de desinfección

LOS «LIQUIDADORES»

Durante nuestra conversación su semblante iba variando a medida que avanzaba el relato. Los engaños comenzaron desde el mismo momento en el que fue reclutado. Según la información que recibieron Paul y sus compañeros, la isla ya estaba limpia de radiación y su misión consistiría en certificar que el lugar era seguro para el realojo de los nativos. Sin embargo, al llegar les informaron que no había habido ninguna operación de limpieza. Ellos eran los «liquidadores» que debían eliminar la radiación de aquel lugar. Tenemos que pensar que, por muy insólito que nos parezca, aquellos muchachos desconocían por completo el verdadero peligro al que se enfrentaban, y sus conocimientos sobre radiación o las consecuencias de su exposición a corto, medio y largo plazo eran poco menos que ninguno. 

Aunque hubiera querido, Paul Grieco no tuvo opción. Ni siquiera recibió ningún tipo de información sobre si las muestras que debía recoger para su análisis eran o no peligrosas, o cuánta radiación podían contener. Sus únicas instrucciones eran que debía recoger los sedimentos radiactivos para su análisis, sin el uso de ningún tipo de protección. Él mismo me explicó cómo en muchas ocasiones recogió los sedimentos radiactivos con sus propias manos desnudas, mientras que sus superiores restaban importancia a los riesgos.

Eso no significa que Paul no tuviera cierta inquietud ante lo que estaba haciendo y que él, por encima de otros de sus compañeros, no supiera ciertas cosas, aunque estas fueran muy básicas. Por ejemplo, conocía la peligrosidad del plutonio, y que este podía provocar dolencias graves a quien tenía contacto con él, así que un día decidió preguntar por la posibilidad de que las bombas hubieran dejado en la zona restos de plutonio. La respuesta que recibió deja bien claro que los responsables de aquella limpieza no querían que Grieco y el resto de los «liquidadores» conocieran la verdad: «Tranquilo, Paul, el plutonio brilla en la oscuridad, así que si no ves brillar nada, eso es porque no hay plutonio». Grieco creyó esas palabras, así que todas las noches salía para averiguar si en la arena, en el interior de los cráteres de las bombas, en los árboles, rocas o en la vegetación había algún extraño fulgor. No vio nada, así que se creyó a salvo.
Obviamente, por aquel entonces Paul desconocía que el plutonio no brilla en la oscuridad, y también ignoraba que había llegado a recogerlo con sus propias manos. No lo supo hasta que, a principios de 2021, tuvo acceso a unos documentos que le nombraban directamente como el responsable de haber recogido sin protección ninguna muestras que contenían plutonio. Esos documentos se mantuvieron en secreto hasta que uno de sus compañeros veteranos consiguió acceder a dicha información. Cuando Paul descubrió su nombre en esos documentos y lo que contenían, el impacto fue tremendo. ¿Cuántos expedientes secretos llevan actualmente su nombre? ¿Qué pueden llegar a revelar? Este pensamiento le hace recordar uno de los episodios que más le marcaron durante su estancia en Enewetak.

Cobayas humanos
Cobayas humanos

COBAYAS HUMANAS

El poder calorífico de las bombas es tan alto que consigue transformar la arena en cristal. Paul se había quedado fascinado por dicho efecto, y en algunas playas las piezas de cristal que se habían formado eran realmente bellas, parecían pequeñas joyas; algunas de ellas se habían fusionado con alguna especie de metal dándole un aspecto aún más espectacular. Qué fantástico y bello regalo sería para su novia cuando regresara, pensó. En secreto, se quedó con una de esas piezas para realizar un colgante que pretendía regalarle a su regreso. Durante su estancia, Paul fue recogiendo todos aquellos cristales y piedras que le llamaban más la atención, quizá porque –tal y como me explicó– heredó de su padre, minero de profesión, el gusto por llevar a casa aquellas piedras que le resultaban más extrañas, curiosas o bonitas que se encontraba en la mina.

Así que las fue guardando todas, hasta que justo antes de abandonar el atolón decidió enseñar su colección a uno de sus compañeros, Jack Aeby, encargado de la protección contra peligros radiactivos. Cuando Jack vio las piedras no pudo más que exclamar aterrado: «¿Qué estás haciendo?, tienes que deshacerte de todo esto». Ante la reacción de su compañero, Paul decidió tirar las piedras, aunque no supo exactamente lo que contenían hasta que, en enero de 2021, al leer los ya citados documentos, descubrió que estos hacían mención a esas piedras y al venenoso plutonio que contenían. Este episodio sigue atormentando a Grieco. «¿Y si me lo hubiera llevado a casa? ¿Y si hubiera cumplido mi intención de hacer un colgante? Si se lo hubiera dado a mi novia, habría muerto». En ese caso, nadie habría sabido que la causa era la radiación emitida por aquel colgante. Y quizá, con el tiempo, ese colgante fuera heredado por algún familiar, quien quizá también enfermara y muriera por la misma causa. 

Además de su tarea de recoger muestras y material radiactivo, Paul también formó parte del grupo de trabajo que creó la mencionada «cúpula de la muerte». Cada detalle que Paul me ofrecía no hacía más que reafirmar que aquella operación había sido un desastre de principio a fin, que su esfuerzo y el de sus compañeros fue totalmente estéril y que los responsables de organizar aquella limpieza nuclear no tenían ninguna intención de que fuera efectiva. Todo era una pantomima para callar a quienes denunciaron la contaminación en la zona. Y, de paso, experimentar con quienes fueron enviados allí.

Construcción de la cúpula de la muerte
Construcción de la cúpula de la muerte

GENOCIDIO SILENCIOSO 

El recuerdo que tiene Paul de la construcción de aquella «tumba» es poco menos que infame. Los detalles que él me ofreció seguramente permanezcan de manera oficial en algún documento secreto sin desclasificar. Por esta razón, es muy probable que lo que ahora compartiré no llegue a ser nunca admitido por el Gobierno estadounidense. Dicha información es sensible, secreta y en cierto modo peligrosa. Paul Grieco quiso compartirla conmigo y ahora me toca darla a conocer. Si esta revelación llega a tener consecuencias para Grieco o para mí es algo que el futuro determinará.

Según el plan previsto, todos los residuos radiactivos debían ser confinados en el interior del cráter que la bomba «Runit» había provocado. Esto, al menos, es lo que se sabe de manera oficial. Lo que nunca se dijo es que aquel cráter estaba abierto al mar y tampoco se construyó nunca una base de hormigón sobre la que depositar los desechos. Los residuos se vertían directamente a la misma tierra del cráter, que absorbía dicha radiación. Tampoco se impermeabilizó el lugar para que el agua no arrastrara los sedimentos. Así que con cada marea, las aguas entraban en el cráter para después regresar al mar en forma de cóctel radiactivo letal. Paul me explicó que él llegó a ver con sus propios ojos cómo las mareas ascendían y descendían del interior del cráter arrastrando con ellas toda la contaminación hacia el exterior. Esta información permanece sin desclasificar, pero hay más…

Para dar la impresión de que, en efecto, se había creado una sólida estructura capaz de contener la contaminación, la cúpula de hormigón fue lo suficientemente grande y espectacular como para que cualquiera que la viera pensará que nada podría escapar de allí. Lo que no se dijo jamás es que, según Grieco, el hormigón empleado para su construcción fue el mismo que había servido para construir los búnkeres y otros edificios contaminados por las pruebas nucleares. En algún archivo secreto de EE UU quizá se describa cómo se dio la orden de dinamitar dichas instalaciones para, con sus restos, crear el hormigón que sería utilizado para cada uno de los 358 paneles que conformarían la cúpula. Un hormigón que quedó expuesto durante años a la radiación de 67 explosiones nucleares.

ALTO SECRETO

El trabajo realizado por Grieco durante su construcción tiene detalles que son considerados secretos, pero vamos a conocerlos. Su función era determinar qué material sería arrojado en aquel cráter y cuál no. El material que no era arrojado al cráter se lanzaba a una laguna que conectaba con el mar. Más de 60.000 metros cúbicos –el equivalente a casi 20 piscinas olímpicas– fueron arrojados a un agujero. Esta información jamás será admitida por EE UU porque supone la violación del acuerdo que se estableció en 1972 sobre tratamiento de desechos radiactivos. Pero tal como me comentó Paul, «nadie estaba allí para decir que no. Simplemente lo tiramos, soy testigo ocular, lo tiramos al agua». La información oficial de esa operación de limpieza nos dice que durante tres años se llegaron a depositar hasta 85.000 metros cúbicos de residuos sólidos. Traducido a toneladas, significa que los elementos radiactivos superarían con toda probabilidad las 100.000 toneladas.

A medida que pasaba el tiempo, Paul se dio cuenta de que las cosas no eran como se las habían contado. Cada acción realzada para la limpieza de la isla le daba más pistas sobre el engaño al que habían sido sometidos. Primero fueron engañados cuando les aseguraron que la limpieza ya había sido realizada; tras conocer la verdad, les dijeron que estaban allí por una causa humanitaria: retirar todo el material radiactivo para que los nativos pudieran regresar a Enewetak y reanudar sus vidas como si no pasara nada. Paul lo creyó, lo hizo porque a los nativos los habían alojado en tres islas donde nunca se realizaron pruebas nucleares. Aun así, se percató de que todo lo que estaban haciendo jamás serviría para nada. La limpieza de la radiación, la retirada de todos los sedimentos contaminados de aquel lugar del mundo era imposible. Su misión era inútil y peligrosa. En el atolón de Enewetak habían volatilizado tres islotes; solo ese material era imposible de recoger y contener, pero, ¿qué podía hacer él? Solo era un inexperto joven de 21 años, aleccionado con información falsa y destinado a una misión en un lugar del mundo que no conocía. Terminó su tarea y regresó a casa. Fue a partir de entonces cuando su vida cambió para siempre.

EL ÚLTIMO SUPERVIVIENTE

Como a tantos otros veteranos atómicos, a Paul Grieco aquellas experiencias acabaron por pasar factura a su salud. Con el tiempo comenzó a tener serios problemas intestinales, como una diarrea crónica que todavía arrastra a día de hoy y que le produce una gran debilidad. Una prueba realizada hace tres años determinó que su cuerpo estaba en la misma condición física que la de una persona que hubiera sido sometida a un tratamiento contra el cáncer. Sus huesos están débiles y quebradizos debido a una extraña osteoporosis poco habitual en hombres. Su pareja tuvo un aborto espontáneo, lo que le hace pensar que su ADN ha podido sufrir daños. La situación se complicó aún más cuando en una tomografía le encontraron lo que los doctores pensaban que era un tumor en el colón. La sorpresa llegó cuando descubrieron de qué se trataba realmente. En el intestino de Paul se descubrió una cicatriz, como si alguien le hubiera apuñalado o disparado, o la consecuencia de un accidente. Sin embargo, la cicatriz solo era interna, sin marcas en la piel ni en el resto de tejido ¿Cómo era posible?

Mirándome seriamente, Paul me dio una explicación asombrosa. Su cuerpo había absorbido, seguramente por vía digestiva, una partícula o una minúscula traza de plutonio que habría acabado alojándose en el intestino. Su cuerpo, desconociendo lo que era y sin saber qué hacer con ello, decidió crear una cicatriz para envolver o encapsular esa partícula y proteger su cuerpo. Los médicos aún no tienen una explicación para todas sus dolencias, pero Paul tiene claro que es debido a la exposición de la radiación y a la absorción por parte de sus huesos de estroncio- 90 –un elemento radiactivo que el cuerpo confunde con el calcio, absorbiéndolo en los huesos– y por contaminación de cesio-137, elemento que ingirió al beber agua de los lagos contaminados.

Cada uno de esos elementos viajan por su torrente sanguíneo en muy pequeñas proporciones, lo que aumenta el riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular que finalmente acabe con su vida. Sus problemas intestinales le obligan a tomar una medicación constante, ha teniendo que cambiar su forma de vida por el miedo a que un pequeño golpe provoque la rotura de algún hueso y, por supuesto, en su mente siempre está presente el miedo a que el cáncer aparezca tarde o temprano en su historial clínico. Pero sonríe, y lo hace mientras cierra los puños en señal de victoria y alza tímidamente los brazos: «Hey, sigo vivo, aún sigo vivo». Por desgracia, eso es algo que no pueden decir el resto de sus compañeros del grupo de trabajo. Todos han fallecido a consecuencia de las radiaciones a las que fueron sometidos.

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