Lugares mágicos
01/11/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

Siwa y el oráculo de Amón

Egipto siempre ha llamado la atención de arqueólogos, investigadores e historiadores, esos mismos que han pisado su ardiente tierra en busca de hallazgos que ayudaran a descifrar los secretos de esta misteriosa civilización. Sin embargo hay lugares que quedan fuera de ruta… Hacia el Oeste, en la inmensidad del desierto, existe un lugar que guarda celosamente múltiples enigmas: el oasis de Siwa. Allí vamos…

01/11/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
Siwa y el oráculo de Amón
Siwa y el oráculo de Amón
Me encuentro en Alejandría y tras varias jornadas en esta ciudad, tumbado en el viejo camastro del hotel, observo cómo los primeros rayos de Sol se filtran por las rendijas de la ventana. Me despierto con inquietud, la que siempre aparece ante el inicio del camino. Tras más de dos meses recorriendo el país de los faraones, me propongo llegar a un mítico lugar, desconocido para el gran público: el oasis de Siwa. Mientras guardo mis pertenencias en la mochila, camino hacia la cornisa que se asoma a las aguas del mar Mediterráneo, y a mi memoria vienen las palabras de Plutarco; cuenta que Alejandro Magno conoció el emplazamiento de la ciudad por medio de Homero, que se le apareció en sueños y pronunció estos versos: "Una isla hay en el mar profundo, enfrente del Egipto fecundo, que por el nombre de Faros es conocida", e imagino a Alejandro en el mismo lugar hace más de 2.000 años preparándose para emprender el mismo camino…
A través de la ventanilla del autocar que me lleva hacia el oasis, vislumbro las azules aguas del Mediterráneo; paso por enclaves que hoy en día han perdido el encanto que antaño guardaban, como la ciudad de Al-Alamein, famosa por la batalla del mismo nombre que tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial. También mi periplo me lleva a Marhsa Mastruh, antiguamente llamada Paretonion, donde Alejandro Magno se detuvo en su camino hacia Siwa. Éste era el lugar preferido por Cleopatra VII para descansar de su agitada vida en Alejandría, y fue también fondeadero de la flota egipcia durante la guerra que Octavio mantuvo contra Marco Antonio y Cleopatra. De eso hoy sólo quedan en pie las ruinas de un muelle de la antigua laguna sobre la que se alza la urbe. Más adelante a unos seis kilómetros al oeste está el baño de Cleopatra, una piscina natural excavada en la roca concebida para que la reina se refrescara.

Pero aún quedan mucho por recorrer, y la única visión que me acompaña es el intenso azul del cielo y las doradas arenas del desierto. Sentado cómodamente, no sufro las penurias que padecieron Alejandro y su ejército, que tardaron varias jornadas en atravesar estas inhóspitas tierras, enfrentándose al calor y al desfallecimiento, pero una vez más una extraña energía guiaba los pasos del conquistador macedonio.

Shali, un pueblo anclado en el pasado
Cuando llego a mi destino la luna me proporciona una maravillosa imagen de las ruinas de la antigua ciudad de Shali. Sus derruidas construcciones de adobe crean una imagen fantasmagórica recortándose contra el cielo.

La vida se organiza alrededor de la plaza; allí los comerciantes venden sus mercancías, y los pequeños hoteles y posadas ofrecen sus servicios. Espero a que los lugareños me aborden con mil y una ofertas, pero no es así; solo alguno que otro se acerca y con gran amabilidad me ofrece su ayuda. Este lugar es diferente al resto de Egipto.

El aislamiento ha preservado al oasis de la marabunta de turistas que ha invadido el país, y gracias a ello se descubre una forma de vida muy difícil de encontrar hoy en día.

Las tradiciones y costumbres se han mantenido generación tras generación de forma firme logrando que sus habitantes no hayan sido contaminados por las costumbres que los extranjeros exportan, situación que en tantos lugares ha hecho perder la identidad de muchos pueblos.

La mezcolanza es palpable en la fisionomía de los lugareños, confirmando con ello el trasiego de los pueblos que por allí pasaron; beduinos, beréberes e inclusos gentes del norte de Europa pisaron estas tierras. Dada su estratégica situación, durante décadas fue un punto de referencia en la ruta de los mercaderes que, camino de Libia o Sudán, se detenían en el oasis. Por ello no es extraño ver habitantes con rasgos árabes, ojos claros, y rubios cabellos, mostrando claramente la herencia de sus antepasados. La presencia del albinismo confirma claramente que éste fue lugar de encuentro y mestizaje.

Pero sobre todo Siwa es un compendio de influencias libias, griegas y egipcias. En un momento en el que la civilización helena se estableció en el delta del Nilo, la interconexión de culturas facilitó el emerger de una rica civilización plena de elementos que conjugados dieron forma a la singularidad del oasis.

En la actualidad la población del enclave está compuesta por unos 10.000 habitantes, repartidos en nueve tribus descendientes de los beréberes Sanata, practicantes del islam más ortodoxo y oculto.

La ley extrema limita a las mujeres a ir ataviadas como fantasmas, cubiertas de la cabeza a los pies con chales distintivos del oasis. Sólo puedo ver sus manos, que sujetando el chal, permiten atisbar los tatuajes de henna que las decoran. Condicionadas por la tradición jamás salen de su hogar solas, siempre unidas a la figura masculina, sea adulto, joven o niño, convertidos en guardianes que no permiten que ningún otro varón que no sea de la familia vea a sus mujeres. Y es que viven por y para el islam.

Por todo esto, no me resulta tan sorprendente que en el mercado semanal, igual a cualquier otro de Egipto, repleto de puestos de frutas y verduras, donde las especias llenan de olores el ambiente, y los comerciantes vociferan el estado de sus mercancías, no vea a ninguna mujer, ni vendiendo ni comprando; únicamente los hombres trabajan en él.

Charlando con Ahmed, –que poco después se prestaría a servirme de guía– descubro que hasta hace relativamente poco tiempo eran comunes los matrimonios entre hombres, que los jóvenes eran incitados a mantener relaciones sexuales entre hermanos, o que los campesinos que se ocupan de la recolección de dátiles y aceitunas debían mantener el celibato hasta los 40 años.

La visita de Alejandro Magno
Pero lo que verdaderamente me atrae hasta aquí es la historia. Especialmente la visita de Alejandro Magno. Corría el invierno del año 332 a. de C. El conquistador había liberado al pueblo egipcio de la opresión persa. Siendo proclamado faraón en Menfis, ordenó al arquitecto Dinócrates la construcción de Alejandría, y tras ello reunió a su cohorte y se encaminó hacia las estériles arenas del desierto en busca de su destino. En esta ocasión ningún cometido militar abrigaba su corazón, que susceptible como nunca a supersticiones y augurios esperaba encontrar la respuesta que anhelaba su alma; según relataba Arriano, Alejandro tenía el presentimiento de que era descendiente del dios Amón.

Su visita era esperada en el oasis, y fue recibido como hijo de Amón-Ra. Con avidez extrema se dirigió al templo del oráculo de Zeus-Amón para formular la pregunta que habría de apaciguar su espíritu. Parece que la respuesta fue de su gusto, pese a que jamás se supo la contestación que ofreció el oráculo.

Tras mil y un triunfos en los campos de batalla, fraguando el mayor imperio hasta entonces conocido, Alejandro, con tan sólo 25 años, confirmó su rango divino y como tal fue venerado por uno de los pueblos más importantes de la historia. Antes de morir ordenó ser enterrado con su padre, y es en ese instante cuando comienza otro misterio. ¿Era su padre Filipo II o tras la visita al oráculo sus creencias se fortalecieron sintiéndose realmente hijo de Amón? Su tumba no ha sido hallada, y se cree que tal vez Siwa fue el lugar elegido para su emplazamiento.

La arqueóloga Helena Sauttvazi asegura haber encontrado vestigios de la misma, pero por el momento el gobierno egipcio le ha denegado inexplicablemente los permisos para seguir excavando en busca de más elementos que autentifiquen el hallazgo.

El oráculo
Recordando la figura del conquistador, enfilo el camino que me llevará desde el centro del pueblo hacia el templo. Durante el camino pienso en la historia del macedonio. Dejo volar la imaginación sintiéndome partícipe de aquel glorioso momento y sin darme cuenta, la recortada figura del citado templo aparece ante mis ojos.

El pueblo de Arghumi se encuentra a sus pies, y el enclave sagrado está situado en lo alto de un peñasco. La ascensión es fácil pues una rampa me conduce hasta la puerta de entrada. Camino hacia el interior dando cuenta del lamentable estado del lugar. Gracias a la estela de Amasis su construcción fue datada hacia la XXVI Dinastía, en el siglo VI a. de C. Pese a su antigüedad y apariencia, el recorrido por el recinto merece la pena. Una sosegada calma me rodea, me permite disfrutar del emplazamiento. A la luz del atardecer las piedras adquieren una espléndida tonalidad rojiza, dando un aspecto grandilocuente y misterioso al mágico enclave. Camino entre sus viejos muros dirigiéndome hacia lo que queda de la fachada del templo, donde se pueden observar las columnas del más puro estilo egipcio helenizado que bordean la entrada al santuario. A continuación un estrecho pasillo conduce hasta el lugar donde el sacerdote del templo realizaba sus predicciones.

Tras visitar este maravilloso y onírico lugar me adentro en el palmeral y allí me espera una grata sorpresa, Ain al Hamman, la fuente más famosa del oasis, conocida también como los baños de Cleopatra. Sus cristalinas aguas son una tentación para darme un chapuzón, sintiéndome participe de la lujosa vida de la más famosa reina de Egipto. Es un buen momento para reflexionar, para comprender que en este lugar el oráculo habló –y puede que lo siga haciendo–, para pensar que quizá bajo mis pies se halle la tumba del semidios, el emperador más místico y grande de todos los tiempos… Es hora de poner las ideas en orden, y de pensar en la siguiente parada… Pero será otra historia.
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