Civilizaciones perdidas
10/11/2021 (11:30 CET) Actualizado: 15/11/2021 (16:52 CET)

Somos hijos de las estrellas

Es la tesis más extendida en la actualidad en el campo de la astrobiología: que la vida llegó a la Tierra del espacio exterior a bordo de un meteorito que impactó contra nuestro planeta. Sin embargo, esta teoría ya estaba presente en las tradiciones y el conocimiento ancestral de las antiguas civilizaciones, tal como demuestra Manuel Fernández en su último libro: 'Los viajeros del cosmos'. del que os ofrecemos este extracto.

10/11/2021 (11:30 CET) Actualizado: 15/11/2021 (16:52 CET)
Somos hijos de las estrellas
Somos hijos de las estrellas
Nº 365, Diciembre de 2020
Este artículo pertenece al Nº 365, Diciembre de 2020

En 1865, el científico alemán Hermann Richter propuso que el principio de la vida en la Tierra se debió a algún tipo de migración biológica de origen extraterrestre. Años más tarde, el químico Svante August Arrhenius utilizó el término "panspermia" para explicar el proceso de la llegada a nuestro planeta de partículas biológicas procedentes del espacio exterior. Una hipótesis que cobró fuerza cuando le concedieron el Premio Nobel de Química en 1903 por su aportación en el campo de las propiedades conductoras de las disoluciones electrolíticas.

¿Pudieron los restos de un meteorito o un planeta colapsado fecundar nuestro planeta hace millones de años para dar origen a la vida?

Según dicha suposición, la aproximación de un cometa, o incluso el impacto de algún meteorito durante el eón Hádico o Arcaico terrestre (entre 4.567 millones y 4.000 millones de años), habría conducido hasta nuestra pequeña esfera azul los microorganismos necesarios para que, en simbiosis con las condiciones naturales del medio ambiente, se produjera la reacción idónea para el desarrollo de la vida. Puede que, por aquel entonces, algunos planetas de la galaxia, incluso de nuestro sistema solar, albergaran partículas biológicas en su geosfera. Muchos de ellos contendrían agua, su atmósfera no sería demasiado densa y además podrían haber estado habitados por seres inteligentes. Mientras nuestro astro empezaba a gatear por el vacío sideral, algunos de esos planetas llegarían a colapsar, expulsando a la galaxia trozos de su corteza, los cuales alcanzaron nuestro mundo para fecundarlo. 

Panspermia
el químico Svante August Arrhenius utilizó el término "panspermia" para explicar el proceso de la llegada a nuestro planeta de partículas biológicas procedentes del espacio exterior

Recientemente se ha descubierto que determinadas partículas pueden subsistir en el espacio exterior durante 30.000 años o más. En 1984, una expedición norteamericana halló en la Antártida un meteorito bastante particular. Me estoy refiriendo al Allan Hills 84001 (ALH84001), en cuyo interior se encontraron restos de formaciones bacterianas procedentes de Marte. Lo más probable es que el Planeta Rojo recibiera el impacto de un gran asteroide, lo que a su vez hizo que numerosos restos de su corteza, entre los que se encontraban rocas de distintos tamaños, salieran despedidos de su atmósfera y llegaran hasta nuestro planeta impregnados de microorganismos, por lo que tal vez deberíamos dejar de ver la teoría de la panspermia con suspicacia y empezar a plantearnos seriamente que estemos ante la respuesta definitiva sobre el origen de la vida en nuestro planeta… así como en muchos otros.

Es muy probable que nuestros átomos de hidrógeno hayan formado parte en algún momento de una estrella, de alguna nebulosa o incluso de otro planeta

JARDINES CÓSMICOS

Y es que, contrariamente a lo que nos enseñaron en el colegio, el espacio no está vacío, sino lleno de todo tipo de gases, señales de radio, rayos de luz y elementos químicos, siendo el hidrógeno el que más abunda. Debido a grandes supernovas, a los ya mencionados cuerpos celestes, así como a las corrientes cósmicas, esas partículas primordiales de hidrógeno habrían caído a nuestro planeta y ahora formarían parte de nosotros. 

Sabemos que el cuerpo humano está compuesto por cuatro elementos básicos: oxígeno, carbono, nitrógeno e hidrógeno –además de por otro gran número de partículas que se reparten en menor cantidad–, por lo que lo más probable es que nuestros átomos de hidrógeno hayan formado parte en algún momento de una estrella, de alguna nebulosa o incluso de otro planeta. 

Si realmente el firmamento está plagado de asteroides y cometas que siembran la vida en todos los rincones del universo, los seres humanos no podemos ser los únicos habitantes del cosmos

No obstante, podemos estar seguros de que la mayoría de estos elementos surgieron de la nucleosíntesis primordial, el principio del tiempo. O, lo que es lo mismo, el instante justo después del Big Bang, por lo que al final, nos guste o no, quizás tan solo seamos polvo de estrellas. Y puede que esa sea la razón por la que, de algún modo, cuando miramos al cielo, podemos intuir que nuestro verdadero hogar no está aquí, sino allá arriba, entre las estrellas, puesto que una vez fuimos parte de ellas… y lo volveremos a ser. 

Si realmente el firmamento está plagado de asteroides y cometas que se están dedicando a sembrar la vida en todos los rincones del universo, los seres humanos no podemos ser los únicos habitantes del cosmos, y la Tierra no puede ser el único planeta capaz de hospedar seres vivientes, puesto que en realidad la inmensa mayoría de los cuerpos celestes estarían involucrados en una especie de danza de la creación. La galaxia entonces pasaría a ser semejante a una enorme pradera en la cual miles de planetas, como flores, esperan pacientemente a ser polinizados por meteoritos, cometas o corrientes cósmicas que los conviertan en ese fruto que nosotros llamamos vida y que posiblemente sea la razón de ser del universo. 

HACE 3.800 MILLONES DE AÑOS

Una vez convertidos en frutos, esos mundos a su vez podrían polinizar otros óvulos mediante su desintegración definitiva, por la expansión de sus semillas a través del universo, o por cualquier otra manera dirigida por alguna clase de inteligencia superior que haya asumido la labor de sembrar la galaxia. Dicha contingencia supondría un cambio radical, no solo en el modo que tenemos de vernos a nosotros mismos, sino también en la forma que tenemos de concebir el universo, puesto que el espacio dejaría de parecer un lugar oscuro, frío y desprovisto de todo, para convertirse en un gran campo de sueños donde todo puede pasar, incluso el nacimiento de la vida. 

Las maravillas que nos rodean pueden ser fruto de un supuesto choque entre el principio masculino del universo –representado por los asteroides y cometas– y el principio femenino –encarnado por los planetas–

Que todas las grandes maravillas que nos rodean, incluso las cosas que más amamos, hayan surgido de un supuesto choque entre el principio masculino del universo –representado por los asteroides y cometas– y el principio femenino –encarnado por los planetas–, me parece un milagro aún mayor y más prodigioso que la razón que argumentan las grandes religiones universalistas, puesto que a partir de ese acto de pasión cósmica empezaron a surgir campos de amapolas, árboles frutales, tréboles de cuatro hojas, todo tipo de animales terrestres, marinos y aéreos, incluido el ser humano, quien a su vez fue capaz de componer música, de cantar con el ruiseñor, de pintar obras de arte y de recitar poesía. Toda una cosecha mágica que anteriormente se encontraba condensada en una pequeña semilla galáctica, la cual, gracias al Destino, pudo por fin encontrar un lugar donde florecer.

Muchos astrónomos se han aventurado a proponer que dicho impacto podría haber ocurrido hace unos 3.800 millones de años. Curiosamente, a esa misma conclusión llegó Manfred Eigen, Premio Nobel de Química en 1967, cuando él y su equipo lograron secuenciar a la inversa el ARN de una célula eucariota hasta llegar a los 3.800 millones de años atrás. Aunque actualmente resultaría imposible encontrar las huellas de un impacto tan antiguo en la corteza terrestre, no sucede lo mismo en la Luna, cuyos cráteres pueden datarse en torno a los 4.000 millones de años de antigüedad. Una lluvia de meteoritos, quizás desprendidos de la cola de algún cometa, habrían traído hasta nuestro sistema solar los elementos necesarios para que millones de años más tarde brotasen los primeros seres sintientes en la Tierra.

Nuestros ancestros llegaron a intuir que el planeta que habitamos es algo así como una Gran Diosa generadora de vida

LA CLAVE ESTÁ EN LOS DÓLMENES

Sin embargo, la teoría de panspermia no es nueva. El filósofo griego Anaxágoras, allá por el siglo V a. C., ya sostuvo que la vida en el universo se habría disgregado en forma de semillas, algunas de las cuales habrían caído en nuestro planeta para fecundarlo. Empero, lo más sorprendente es que podemos encontrar reminiscencias de esta creencia en civilizaciones mucho más antiguas, las cuales habrían alcanzado esta sabiduría no por el método científico, sino por una especie de revelación intuitiva al estar en continuo contacto con la naturaleza. Una sabiduría que los seres humanos modernos hemos perdido al poner asfalto bajo nuestros pies, al contaminar el aire para dejar de ver el cielo y al talar casi todos los árboles para intentar detener la primavera.

Nuestros ancestros llegaron a intuir que el planeta que habitamos es algo así como una Gran Diosa generadora de vida, la cual, en algún momento del pasado, habría sido fecundada por el cielo, de manera que todos los seres, desde los árboles hasta los hombres, habríamos surgido de esa unión cósmica. Prueba de ello son las diferentes construcciones y templos megalíticos en los que nuestros antepasados representaron la fecundación de la tierra por el cielo o la luz.  

Dolmen
¿Pueden las construcciones megalíticas representar la fecundación de la tierra por el cielo o la luz?

Sorprendentemente, la inmensa mayoría de los dólmenes que se reparten por Europa presentan esta característica. Datados hace 5.000 años como poco, estas edificaciones se componen de una serie de losas verticales –ortostatos–, las cuales soportan el peso de otra piedra más grande que hace las veces de techo. Debido a la complejidad de su construcción, se cree que fueron tumbas colectivas o incluso sepulcros de personajes de gran importancia para la sociedad de la época. 

Muchos dólmenes dejan un hueco entre sus losas verticales para que coincida con la puesta o salida del sol, intentando que el primer o último rayo del día penetre dentro del receptáculo sagrado e ilumine la oscuridad del vientre de la diosa

Con todo, lo más curioso es que muchos de ellos dejan un hueco entre sus losas verticales para que coincida con la puesta o salida del sol, intentando que el primer o último rayo del día penetre dentro del receptáculo sagrado e ilumine la oscuridad del vientre de la diosa, intentando recrear así esa primera concepción de nuestra madre Tierra por el padre Sol. Aunque los arqueólogos no están de acuerdo, lo más probable es que el dolmen tuviese además otra función –similar a la de las pirámides egipcias y mayas–, la de ser cámaras de regeneración en las que los seres humanos podíamos meternos para nacer de nuevo y volver a ser uno con la Tierra. 

EL ALTAR DE LA DIOSA

Con el paso del tiempo, los dólmenes se convirtieron en Tumbas de Pasaje o corredor a causa de los peregrinos que acudían hasta donde estaban e iban dejando guijarros junto a los ortostatos a modo de ofrendas, por lo que el monumento original fue tomando gradualmente la forma de una semiesfera que se levantaba como un montículo artificial, simbolizando el principio ancestral femenino, cuya capilla interior, al igual que los templos dedicados a Mitra, era considerada la sala del renacimiento. 

La inmensa mayoría de estas construcciones se yerguen sobre líneas de poder que las conectan entre sí, como si fueran las venas de un dragón, formando un mapa de la geometría sagrada del planeta que muchos hombres y mujeres notables de la antigüedad se dedicaron a transitar hasta llegar a Finisterre, el lugar donde la tierra se fundía con el cielo y el mar; el Non Plus Ultra en el que el alma podía descansar por fin de su viaje a través de la eternidad. 

El mismo milagro del sol aparece representado también en las montañas Rhodope, en Bulgaria, más concretamente en la cueva de Nenkovo; una cavidad natural perfilada además por la mano del hombre para que se asemeje todavía más al órgano sexual femenino. La gruta, que representa el útero de la Tierra, al llegar el medio día, es fecundada por el sol, cuyos rayos van penetrándolo lentamente hasta formar la silueta de un falo. Este acto de amor cósmico a pequeña escala alcanza su cénit en los meses de invierno, cuando el astro rey está más bajo y los rayos de luz alcanzan el fondo de la cueva, donde se ubica el altar sagrado de la Diosa, que será encintada para que el nuevo ciclo de renacimiento vuelva a comenzar. 

Cueva diosa
Cueva de Nenkovo, en las montañas Rhodope, en Bulgaria, que se asemeja todavía más al órgano sexual femenino

EL METEORITO SAGRADO DE EGIPTO  

También las Cuevas de Lobera, a escasos dos kilómetros de la localidad de Castellar, así como el oppidum de Puente Tablas, en Jaén, merecen entrar por méritos propios en la lista de santuarios ancestrales que son fecundados por el sol. De las tres cavidades que componen el oratorio de la Lobera, la Caverna del Ídolo, con más de 30 metros cuadrados, pudo haber sido el templete principal de los oretanos, un pueblo prerromano asentado sobre todo en las proximidades de la antigua localidad de Cástulo, muy cerca de Linares, cuyas ruinas todavía se pueden visitar y además son una delicia. El tabernáculo habría estado dedicado al principio ancestral femenino y a la fertilidad. En su interior se han encontrado gran cantidad de figurillas y exvotos, así como los restos de lo que pudo haber sido una mesa de sacrificios. Como viene siendo habitual, tanto aquí como en el asentamiento íbero de Puente Tablas, durante los equinoccios de primavera y de otoño, los primeros rayos del sol pasaban por la entrada, iluminando la otrora efigie de la Diosa que se habría erguido al final del oscuro y lóbrego enclave para colmarlo de la luz celestial que lo llenara de vida.     

La cultura Nuraga, autóctona de la isla de Cerdeña, dejaría también como legado para la posteridad sus fabulosas construcciones megalíticas, las cuales adoptaron el nombre del pueblo que las erigió. De las más de siete mil Nuragas que todavía se conservan, la de Is-Paras es la más descarada en su representación del milagro de la concepción cósmica. No obstante, tal vez una de las civilizaciones más increíbles y misteriosas de nuestra historia sea la que se desarrolló en torno a la cuenca del Nilo. La iconografía egipcia pudo haber utilizado los obeliscos –pilares monolíticos de cuatro caras con forma troncopiramidal– para representar los rayos del dios Ra cayendo a la tierra. Según pude consultar con algunos reputados egiptólogos, de los obeliscos no se sabe ni su significado, ni cuándo fueron erigidos por primera vez. Muchos consideran que los templos solares de la V Dinastía pudieron ser sus precursores. 

Para la cosmogonía egipcia, el espíritu creador habría eyaculado en la tierra, lo que no deja de ser una poética definición de la teoría de la panspermia

Obelisco
 

Desde la IV dinastía ya se venía fraguando un cambio en la mentalidad de la población egipcia. El faraón dejó de considerarse una reencarnación del dios Ra para empezar a verse más bien como uno de sus descendientes. Los templos, en este sentido, empezarán a erigirse al aire libre para dar culto al Sol, articulándose en torno a un gran pilar monolítico de cuatro caras rematado por un piramidión, llamado Benben, que consistía en una pieza pétrea recubierta de oro –o de algún material noble–, donde se suponía que Ra debía posarse en su descenso. 

Lo más probable es que el piramidión original fuese en realidad un meteorito caído cerca de Heliópolis durante el periodo dinástico temprano, allá por el año 3.100 a. C., o incluso antes. En algunos lugares, como en el templo tebano de Jonsu, el piramidión era considerado como una gota de semen del dios Amón, la cual, cayendo en el océano primigenio –Nun–, se solidificó, dando forma así a la colina de Guiza, el lugar donde a partir de ese momento residiría la esencia de Dios, es decir, la vida, y donde el faraón Keops levantaría su gran Pirámide sobre los restos hoy desaparecidos del que posiblemente fuera el templo más antiguo de Egipto junto a la Esfinge. Una pirámide que, curiosamente, también posee una cámara de resurrección en su interior.

La forma del obelisco también nos recuerda a la clásica imagen invertida de una estrella fugaz cayendo a la tierra

Para la cosmogonía egipcia, el cielo era una especie de mar por donde navegaba la semilla del espíritu creador, cuya primera manifestación en nuestro planeta habría surgido a partir de esa gota de esperma sagrado que se derramó en la tierra, lo que no deja de ser una poética definición de la teoría de la panspermia. Contrariamente a los santuarios posteriores, los templos solares de la IV Dinastía –sobre todo Abusir y Abu Gurab– carecían de estatua alguna de la divinidad. El pilar central tenía un doble sentido. Además de representar el descenso del Sol a la Tierra, también simbolizaba la elevación de la Tierra hacia el Sol; de ahí el uso del piramidión al final del bloque, el cual vendría a constituir la ya mencionada colina primordial de la que supuestamente surgió la vida. 

Con todo, no podemos negar que la forma del obelisco también nos recuerda a la clásica imagen invertida de una estrella fugaz cayendo a la tierra, lo que maridaría a la perfección con la veneración a ese extraño Benben de Heliópolis que se desplomó del cielo para fecundar la Tierra y que vuelve a remitirnos a la explicación panspérmica del origen de la vida en nuestro planeta.

LOS EXTRATERRESTRES…SOMOS NOSOTROS

Como acabamos de ver, muchas de las civilizaciones que nos precedieron pensaban que la vida llegó procedente del cielo, y que nuestro planeta fue encintado a partir de la caída a la tierra de la simiente divina, representada por el sol o la luz. Debido a dicha suposición, dejaron en sus edificios religiosos el testamento de esta creencia; una herencia que sin embargo nosotros, los hombres y mujeres de nuestro tiempo, nos hemos empeñado en rechazar. 

Quizás seamos seres híbridos, hijos de la tierra y del cielo

No obstante, si nuestros ancestros llevaban razón, tal vez los auténticos extraterrestres seamos nosotros. Quizás seamos seres híbridos, hijos de la tierra y del cielo, viviendo a medio camino entre uno y otro. Cuando queremos soñar, miramos hacia arriba, hacia las estrellas, donde está nuestro padre. Y cuando queremos conectar con nuestro espíritu miramos hacia abajo, hacia los bosques y praderas, donde está nuestra madre. Quizás seamos cuerpo y alma, mente y corazón, ciencia y magia. Quizás todo esté en nosotros y nosotros estemos en todo. Quizás seamos una parte del cielo que ha bajado a la tierra para contemplar la creación desde aquí abajo. Quizás tan solo seamos polvo de estrellas viviendo una experiencia humana…

Portada Manuel
Portada del libro Los viajeros de las estrellas, de Manuel Fernández Muñoz, del que os hemos ofrecido este artículo

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Comentarios (3)

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