Parapsicología
01/06/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

La conciencia de Gaia

¿Existe una conciencia colectiva incipiente que conecta el psiquismo de todos los individuos? ¿Incluye esta red psicoespiritual al resto de los seres vivos? ¿O lo que en realidad estamos detectando es el nacimiento de una mente planetaria que se corresponde con ese superorganismo que sería la Tierra?

01/06/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
La conciencia de Gaia
La conciencia de Gaia
Carl G. Jung lo propuso como teoría científica de lo que llamó «psicología profunda»: más allá de la conciencia y del inconsciente individual, todos compartiríamos una misma mente, el inconsciente colectivo. Esta hipótesis nació de la interpretación de un sueño que, en una cultura precientífica, hubiese sido percibido como revelación. En ese sueño, Jung exploraba una casa (mente personal), descendiendo desde la planta alta (conciencia), hasta el sótano (inconsciente individual), donde descubría una trampilla. Debajo había un subterráneo de aspecto muy arcaico que se extendía más allá de los límites de la casa: un subsuelo compartido por todos los individuos.

El idioma a través del cual ese psiquismo haría llegar sus mensajes a la conciencia serían los símbolos, sustentados por formas autónomas y universales de representación, que Jung denominó arquetipos. Según él, éstos no cambian con las épocas y las culturas. A diferencia de la conciencia individual, el inconsciente colectivo sería inmortal y atesoraría toda la experiencia viviente.

Esta teoría es la forma en que nuestra cultura científica describe una entidad, captada intuitivamente por los hombres de las culturas anteriores, a la cual se han dado los más diversos nombres. Registro akásico, anima mundi o éter reflectante, entre otros, sólo son distintas maneras de denominar lo mismo: una memoria planetaria o cósmica que registraría la experiencia del colectivo viviente.

Pero, ¿sólo la memoria? Evidentemente, no. Dicha entidad responde a las preguntas y nos hace llegar mensajes inesperados. No sólo opera como un sustento básico del psiquismo personal, sino que también incluye una dimensión superconsciente. En tanto origen, equivale a Alfa, pero como ente que también conoce el futuro también es Omega.

Si Jung advirtió este hecho –e incluso se preguntó si lo que él, como científico, llamaba inconsciente colectivo no sería lo mismo que desde la experiencia mística otros llamaban Dios–, el jesuita Teilhard de Chardin lo convirtió en una teoría creacionista de la evolución. Según su propuesta, a lo largo del tiempo el mundo pasaría por tres grandes fases: litosfera (formación del soporte mineral), biosfera (el fenómeno de la vida) y noosfera (progresiva evolución de las conciencias hasta articular una única mente planetaria).

Por lo tanto, la aventura del Cosmos consistiría en un viaje que va desde el Alfa hasta el Omega. La telepatía y otras facultades paranormales serían manifestaciones incipientes de la progresiva formación de esa supermente, recientemente vislumbrada por los investigadores del Proyecto Conciencia Global (PCG), antes citado.

Más que humana

Sin embargo, cabe preguntarse si no estamos atribuyendo al psiquismo humano un protagonismo desmesurado. En último término, esa supuesta conciencia global incipiente, que parece expresarse induciendo la aparición de un patrón en la serie aleatoria de números generada por el ordenador del PCG, también podría obedecer a la incidencia del psiquismo animal, o incluso al de la propia Gaia.

Peter Westbroek (Universidad de Leiden, Holanda) piensa que nuestro planeta podría estar dotado de conciencia. Ésta interconectaría a todos los seres vivos y permitiría el acceso a la información compartida, que también podría estar almacenada en el estrato mineral de la Tierra (litosfera).

No cabe duda de que existe alguna base para esta presunción. Las alteraciones producidas en la serie aleatoria del PCG por el tsunami asiático del 26 de diciembre de 2004 –y que los animales advirtieron antes que los humanos– se iniciaron con un día de antelación al cataclismo, bastante antes que las generadas por los atentados del 11-S (con cuatro horas de antelación) y que las detectadas en ocasión de la muerte de Lady Di, que sólo comenzaron al difundirse las imágenes del funeral. Estos datos son coherentes con la «lógica» de una mente «más que humana», puesto que el tsunami afectó a todas las formas de vida en una amplia región, los atentados del 11-S únicamente conmocionaron a la sociedad humana y la muerte de Lady Di produjo un impacto emocional mucho más limitado, sin consecuencias relevantes.

Todo es información. No existe forma animada o inanimada que no responda a un patrón y no posea un código. Lo mismo que sucede con la fotografía digital de un paisaje –traducible a un código numérico que permite reconstruirla–, ocurre con los seres vivos (ADN) y, seguramente, también con los diversos ecosistemas que configuran el gran entorno terrestre.

El propio nombre Uni-verso significa «un curso», «una versión» o «un surco labrado en la tierra para sembrar» (etimología de la palabra verso). En último término, ignoramos a qué nivel o escala se encuentra el plano iniciador que, por irradiación y resonancia, transmite una información que al final emerge como un patrón reconocible en la serie aleatoria de números del PCG.

La unidad del mundo

En su novela Gaia, Isaac Asimov imaginó un escenario que recrea una fase avanzada de esta evolución. El planeta Gaia habría llegado a tomar conciencia plena de sí a través de la interconexión de las mentes individuales en una sola psique planetaria. Cualquier habitante de dicho planeta podía acceder a toda la información compartida por el resto de los seres vivos y a la almacenada en sus aguas, rocas y arenas. Sus habitantes también podían emplear esa gran red del psiquismo colectivo para regular el ecosistema planetario. El resultado era un clima ideal, un medio perfecto para unos seres más que humanos que vivían en plena comunión, cada uno de ellos dotado de idéntica sabiduría potencial, mediante el simple recurso de conectarse telepáticamente con la mente de Gaia.
¿Ciencia ficción? Los místicos de todas las épocas expresaron idéntica convicción, tanto en Oriente como en Occidente. Para las antiguas cosmogonías no sólo Gea o Gaia (la Tierra) era un ente animado, sino que existía una verdadera jerarquía cósmica de seres planetarios y estelares, dotados de conciencia y espíritu. La tradición esotérica recogió y transmitió esta convicción a través de las más variadas corrientes.

El punto de partida de la Creación (Alfa) es la Unidad plena. La aventura del Universo consiste en la desintegración de este Uno en partes autónomas (variedad) que atesoran la memoria inconsciente de su origen y que evolucionan, dando lugar a formas integradas cada vez más complejas: galaxias, sistemas estelares y planetas, concebidos como organismos superiores.

El sentido de la Creación se expresa mediante un mito recurrente. La Caída equivale a la desintegración de la unidad. El ser cósmico –el Adan Kadmon de la Cábala hebraica, «el Hombre Universal» de Rabindranath Tagore, o el propio Lucifer–, culminan así su aventura, tomando conciencia de sí mismo. Gaia, Noosfera, Omega, son distintos nombres para designar la Unidad superior del planeta y, en el límite, la del Cosmos entero. Así, por ejemplo, el Hombre Zodiacal tiene su cabeza en el último signo astrológico (Aries) y los pies en el primero (Piscis). No es una teoría nueva. La hallamos ya en la cosmogonía del antiguo Egipto. En el principio es Atum (Uno), que al tomar conciencia de sí se desdobla en sujeto y objeto (Atum-Ra). Por un proceso de creciente división da lugar a los nueve dioses de la Enéada, las deidades supremas de la ciudad santa de Heliópolis. En suma: la Creación consiste en la desintegración del Uno y el objetivo de todo lo que vive es reintegrarse y fundirse nuevamente con el Uno, al cabo de un proceso que reitera el mismo modelo mediate sucesivas reencarnaciones. Una visión análoga la encontramos en el Hinduísmo y en el Budismo.

Los antiguos egipcios formalizaron la idea en el simbolismo de la pirámide: cuatro caras triangulares que ascienden desde la base y convergen en el vértice (Sol, fuente de luz, umbral entre nuestro mundo y el de las deidades, Alfa y Omega de la existencia humana). La pirámide expresaba este sentido: la base cuadrada (cuatro es el número del mundo creado), evoluciona en el triángulo ascensional (tres es el número de la idea), hasta una síntesis final en el vértice de la cumbre (Uno, símbolo del Dios supremo). Milenios más tarde, analizando el idioma del inconsciente colectivo en los sueños, Jung llegó a la conclusión de que esta «trinidad cuádruple» es «el arquetipo de la plenitud» en el simbolismo de dicho inconsciente colectivo.

El cosmólogo y astrofísico Fred Hoyle lo expresó con valentía a mediados del siglo XX: existiría una «supermente controladora del Cosmos, que dirigiría la evolución, actuando mediante señales cuánticas desde el infinito futuro» (el punto Omega de Teilhard de Chardin). Sus colegas rechazaron de plano su «teoría cósmica». Si no se atrevieron a ridiculizarlo en público fue porque nadie podía discutir que Hoyle era uno de los gigantes de la ciencia moderna.

Ahora, los resultados del Proyecto Conciencia Global (PCG) han puesto a estos científicos reduccionistas al borde del ataque de nervios. ¿Por qué se muestran tan desorientados los «protagonistas» y gestores de la ciencia actual ante los resultados experimentales de este proyecto? La respuesta la dio el Dr. Roger Nelson, investigador emérito de la Universidad de Princeton y el verdadero impulsor del PCG: «Es algo que todo lo hace añicos».

Sin embargo, como hemos visto, estamos ante un descubrimiento coherente con una cosmovisión milenaria, común a todas las culturas anteriores. De modo que, en realidad, lo único que hacen «añicos» estos resultados es el concepto de mundo que sustenta la mayoría de los científicos actuales, empecinados en sostener que la evolución del Cosmos y de la vida, como la historia humana, carecen de sentido y significado.

Si como empiezan a sospechar los investigadores implicados en el PCG, los resultados obtenidos mediante registro informático sugieren la existencia de «una única mente subconsciente que actúa sin que nos demos cuenta», es evidente que «al darnos cuenta» nos hallamos inmersos en el proceso de tomar plena conciencia. Esto no sólo resulta decisivo para corroborar la teoría, sino también para acelerar el proceso y generar un salto cualitativo que produzca una forma superior de vida, capaz de culminar en el modelo paradisíaco de la Gaia imaginada por Isaac Asimov.

La Humanidad podría abandonar la historia de la necesidad para inaugurar la historia de la libertad; enterraría la dinámica autodestructiva de la confrontación para ingresar en una nueva era de cooperación solidaria, incluyendo un nuevo pacto con la naturaleza y el resto de los seres vivos; en términos tradicionales, «despertaría» al amanecer soñado por los espíritus más evolucionados de todos los tiempos.
¿Qué se haría añicos entonces? Naturalmente, esta cultura superpredadora en la cual «el hombre es un lobo para el hombre»: los sistemas de poder y control de unos sobre otros, el placer de someter, humillar y derrotar que alimenta los conflictos, la necia presunción de que la Creación y sus criaturas son simplemente «cosas» y «recursos» al servicio del ser humano.

Sólo tendrían motivos para lamentar semejante pérdida aquellos que, en el Apocalipsis de San Juan, lloran sobre las ruinas de la Gran Babilonia destruida, no por las bombas –que pertenecen al viejo mundo de la confrontación–, sino por la luz del conocimiento y el espíritu de cooperación: la nueva Gnosis de un mundo nuevo.

La supermente integrada nos uniría progresivamente en una red psíquica. Y este vínculo daría pleno sentido al término religión, que viene de re-ligio: reunir o unificar lo que hoy está separado, pero que en el Génesis estaba unido, viviendo en armonía con el medio paradisíaco de la primera inocencia.

Desintegración y reintegración a un nivel superior. No cabe duda de que esta sería asimismo la dinámica de la ciencia. Todo «se haría añicos» para construir con esas piezas un nuevo modelo que nos permitiese reconocer y disfrutar la perfección de esa primera inocencia desde nuestra última sabiduría, al cabo de la prodigiosa aventura de la evolución.

Cooperación y equilibrio

La clave del cambio reside en la expansión de esta nueva conciencia. La misma que despunta desde el inconsciente y deja constancia de su enorme poder para modelar la realidad, hasta el extremo de forzar un nuevo orden en el caos de la serie aleatoria de números emitidos por el ordenador del PCG. Si sucesos como el tsunami asiático, los atentados del 11-S y otros acontecimientos de impacto mundial son presentidos por esa nueva conciencia global y generan un patrón, entonces el experimento también avala la eficacia de instrumentos como la oración, la voluntad de generar energías benéficas o el rechazo de la violencia.

Si existe una interconexión psíquica global, todos los organismos son parte del superorganismo que sustenta esa mente colectiva. Los tres reinos –animal, vegetal y mineral– supondrían una jerarquía que no puede evolucionar adecuadamente con una actitud predadora. Así como no es sensato sacrificar el hígado o los pulmones en beneficio del cerebro –que mal puede sobrevivir y funcionar sin un organismo sano–, tampoco puede serlo masacrar a las otras criaturas y al planeta con el pretexto de un «progreso» que nos ha conducido al borde del abismo. No hay bienestar posible del «cerebro humano» de Gaia a costa de sus pulmones (deforestación salvaje), o de la temperatura de su cuerpo (disparada por el efecto invernadero) o del equilibrio de su flora microbiana (destrucción de la biodiversidad).

Sobre este punto, algunos científicos han formulado una advertencia que debe tomarse en serio. Incluso sin aceptar que posea conciencia, como piensa Westbroek, si Gaia es un superorganismo autorregulable y el hombre pone en peligro su supervivencia, podría defenderse de la «infección humana», como hace nuestro cuerpo con los microorganismos que devienen patógenos, y aniquilar a nuestra especie para garantizar así la supervivencia de esa biodiversidad cooperativa que constituye la biosfera terrestre.

Por lo pronto, detectamos que la Tierra padece fiebre, escalofríos repentinos, convulsiones y peligrosos desequilibrios. Calcular cuándo acabará el hombre con los árboles o con el agua potable al ritmo de destrucción actual –una estimación rutinaria del tiempo que nos queda para reaccionar, en la cual a veces incurren hasta los ecologistas– es un despropósito suicida. Mucho antes de que desaparezcan los últimos árboles habrá desaparecido la Humanidad. Es ésta la que se juega su futuro, no la vida. ¿Seremos capaces de entenderlo a tiempo?
Lo más leído

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Nos interesa tu opinión

Revista

Año cero 403

Nº 403, marzo de 2024