Ciencia
18/01/2019 (14:34 CET) Actualizado: 09/07/2019 (10:03 CET)

Sacrificios antiguos a los dioses del infierno

En la Antigua Roma creían que podías salvar tu ciudad si sacrificabas tu vida a los dioses del averno. Esta familia romana lo hizo.

18/01/2019 (14:34 CET) Actualizado: 09/07/2019 (10:03 CET)
Sacrificios antiguos a los dioses del infierno
Sacrificios antiguos a los dioses del infierno

Entre los romanos existía cierta costumbre denominada devotio que resulta increíble para nuestra actual cultura, pero no por ello debe ser ignorada. Según esa creencia, se podía lograr la mediación de los dioses infernales a través de un sacrificio que podía tener varias formas, pero en esta ocasión nos vamos a referir a la que relata el historiador romano Tito Livio y que tuvo por protagonistas a tres miembros de la familia Decio, quienes sacrificaron su propia vida a las deidades del infierno para salvar a Roma en tres momentos históricos diferentes.

Entre los años 340 y 270 a.C., durante la República romana, tres hombres de dicha familia no dudaron en entregar su vida, si bien algunas fuentes dudan de la veracidad del relato de Tito Livio y, como señala el historiador José María Blázquez, tal vez sólo uno de aquellos sacrificios fue cierto.

Sin embargo, el historiador romano ofrece un pormenorizado relato de aquellos sucesos increíbles. Según la mencionada fuente, en el 340 a.C. el cónsul Publio Decio Mus encabezaba un ala de ejército romano en la batalla del Vesubio, en el contexto de las guerras latinas. Durante el fragor del combate, sus hombres cedieron ante el empuje enemigo y el cónsul no dudó en sacrificar a los dioses del averno su propia vida con el convencimiento de que así salvaría a sus soldados y a la República.

Si aquel gesto resulta extraordinario, aún lo es más descubrir que años después, en 292 a.C., un hijo suyo que llevaba su mismo nombre, Publio Decio Mus y que fue elegido cónsul en cuatro ocasiones, realizó la misma proeza durante la batalla del Sentino, en la que samnitas, etruscos, senones y umbrios se enfrentaron a la República durante la conocida como tercera guerra samnita. En aquella época, Italia estaba dividida entre diferentes pueblos –picenos, galos, samnitas, etruscos, griegos y romanos–, y el cónsul se inmoló por el bien de los suyos. 

Pero aún hubo un tercer sacrificio humano a cargo de un miembro de la misma familia. Sucedió en Ausculum, durante la guerra que enfrentó a Roma y las huestes de Pirro de Epiro, un estado helénico. El nombre del héroe es el mismo, Publio Decio Mus, y era hijo del segundo sacrificado y nieto del primero.

Decio compartía el consulado entonces con Publio Sulpicio Saverrión. Durante la batalla, todo parecía estar a favor de los romanos, pero Pirrio maniobró con astucia hasta conducir a sus enemigos a un llano, donde los derrotó. Se cuenta que murieron 6.000 romanos, pero Pirro perdió más de 3.500 hombres, razón por la cual aquella pírrica victoria le hizo exclamar: "¡Otra victoria como ésta y estaré vencido!". Según cuenta Tito Livio, el primero de los Decio siguió un ritual que luego imitaron sus descendientes. 

El pontífice M. Valerio auspició la ceremonia, en la cual el cónsul, ataviado con la toga pretexta orlada de púrpura que delataba su rango, y con la cabeza cubierta por un velo de la misma toga, dispuso una lanza en el suelo e invocó a los dioses Jano, Júpiter y Marte, además de al resto de las deidades inferiores y manes, solicitando la victoria de Roma a cambio de su propia vida.

A continuación, relata Blázquez, "envió a los lectores a su colega para comunicarle que se había inmolado, luego, con la toga colocada al modo de los habitantes de Gabi, remangada, con su extremo pasando sobre el hombro izquierdo y recogida bajo el brazo derecho hasta el pecho, pues esa forma de llevarla era considerada de buen augurio, montó a caballo y se lanzó contra los enemigos".

Existe una leyenda que asegura que alrededor del 359 a.C. apareció en el Foro un enorme pozo que parecía imposible sellar, a pesar de que se intentó en repetidas ocasiones. Un oráculo afirmó que el único modo de taparlo sería que Roma arrojara a su interior lo más valioso que tuviera, y se cuenta que M. Curcio interpretó que lo más valioso de la República eran sus jóvenes, de modo que se atavió con sus mejores ropas y, montando su caballo, se arrojó al pozo, del cual únicamente quedó como resto una pequeña laguna –lacus curtius–. José María Blázquez asegura que se descubrió en el Foro una placa del siglo IV a.C. que recordaba esa efeméride y una pequeña construcción que rodeaba la laguna.

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