Ciencia
01/09/2004 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

Ciencia y alquimia

Una sorda batalla se libra en los laboratorios. Los resultados de algunos experimentos científicos avalan un antiguo conocimiento que se apoyaba en una cosmovisión incompatible con el modelo materialista y que había sido descalificado por la ciencia ortodoxa como superstición mística. Una conjura de silencio intenta cerrar el paso a la verdad

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Ciencia y alquimia
Ciencia y alquimia
El físico Eugene Mallove –ex-profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT)– fue asesinado el 14 de mayo en extrañas circunstancias. Le mataron pocos días antes de que presentara un Informe sobre la viabilidad de la fusión fría como fuente de energía limpia ante una comisión del Congreso de EE UU. Igual que muchos otros científicos, Mallove estaba convencido de que ésta podía ser viable en una década. Pero también era pionero de una idea demasiado peligrosa para ciertos intereses: el desarrollo de pequeños generadores autónomos que dotaran a cada unidad de consumo de su propia fuente de electricidad.

Aunque a regañadientes, el sistema tecnoindustrial empieza a asumir la necesidad de apostar por la fusión fría, después de haber intentado boicotear por todos los medios a quienes propusieron su viabilidad, desacreditando y persiguiendo a los científicos que buscan hacerla realidad, o ridiculizando a quienes se atreven a mantener que la transmutación de unos elementos químicos en otros a baja temperatura es un hecho comprobado en el laboratorio.

Sin embargo, la evidencia de que así es ha abierto una brecha en el muro de silencio levantado por la ciencia oficial y ortodoxa. Algunas empresas empiezan a patrocinar esta investigación. Pero quieren que todo se haga de forma que conserven su monopolio. Y la propuesta de Mallove, con sus generadores autónomos, ponía en peligro este objetivo estratégico.

Intriga en el laboratorio

Para no ser descalificados como partidarios de una superchería mística, los investigadores en fusión fría han tenido que desmarcarse de la sospecha de defender la alquimia. Los científicos ortodoxos no pueden reconocer que ésta tenía razón al sostener que las transmutaciones son posibles y que el dogma de la inmutabilidad de los elementos químicos se viene abajo. Por eso, el concepto de «transmutación de la materia», básico en el arte tradicional de «la Gran Obra, ha sido sustituido por una jerga normalizada y asumible por la ortodoxia científica: «ciencia nuclear de la materia condensada (CMNS)», «reacciones nucleares a baja energía (LENR)», o «reacciones nucleares químicamente asistidas (CANR)».

Bajo estas denominaciones, la ciencia oficial domestica el fenómeno e intenta digerirlo, apropiándose de la idea sin abandonar sus dogmas. Con esta terminología, algunos investigadores han logrado que sus trabajos sean publicados por revistas como Physical review letters, Fusion technology o Japanese Journal of apliedd physics letters. Incluso pueden aspirar a que la superortodoxa Nature les abra sus puertas en el futuro, si se avienen a no cuestionar los dogmas vigentes.

Pero cuando Stanley Pons y Martin Fleischmann hicieron públicos sus resultados sobre fusión fría en 1989, el sistema ciencia-tecnología-comunicación se movilizó en bloque: fueron descalificados, acusados de fraude y sometidos a una campaña de desprestigio, con la complicidad de los medios y de los divulgadores afines a la ciencia oficial. Dos décadas después, esos mismos resultados son confirmados por numerosos científicos independientes.

La física Antonella Da Nimmo, del instituto italiano de la energía (ENEA), ha concluido sus experimentos en 2002, siguiendo la estela pionera de Pons y Fleischmann. Al cabo de dos años de trabajo, el físico de la Universidad de Milán Giuliano Preparata puso a punto un sistema que demuestra que esos resultados son incontestables. La ciencia oficial se defiende poniendo en duda «la calidad de sus medidas» y las revistas rechazan publicar sus resultados.

El ingeniero Jacques Du Four, del Conservatorio Nacional de Artes y Oficios de París (CNAN), pretende obtener en dos años las pruebas irrefutables que convenzan a todos de la viabilidad de la fusión fría, mientras otros investigadores demuestran que la dificultad de replicar los experimentos de Pons y Fleischmann no se debió a un fraude, sino a la naturaleza del material empleado (paladio).

Sin embargo, esta batalla es sólo un aspecto de la gran cuestión. En el fondo, lo que estos científicos están estableciendo es que el postulado fundamental de la antigua alquimia es verdadero: es posible la transmutación química de la materia a baja temperatura. No se trataba de un sueño de místicos, sino de una realidad incontestable que pone en tela de juicio las bases teóricas de la ciencia moderna.

Convertir plomo en oro

El profesor Leonid Ourontskoiev, del Instituto Kourtchatov de Moscú, ha conseguido crear aluminio, silicio, calcio, hierro y sodio, haciendo estallar dos hojas de titanio sumergidas en agua mediante una descarga eléctrica. Por encima del recipiente aparece un extraño rayo. Los resultados de su experimento han sido confirmados por otros físicos del Instituto de Investigaciones Nucleares de Doubna (Rusia).

Durante mucho tiempo se consideró que la transformación del plomo en oro era una utopía. Sin embargo, según la revista francesa Science et vie en el Instituto Kourtchatov se ha logrado transmutar plomo en oro. La importancia crucial de este trabajo ha sido ignorada por su falta de interés comercial: el coste de dicha transformación supera el precio del metal precioso en el mercado. Pero éste no es el único centro de investigación que ha conseguido este resultado que evoca la imagen más difundida que la sociedad tiene de la alquimia.

Incluso los defensores de la Gran Obra habían cedido ante los embates de la ciencia oficial. Muchos abandonaron el trabajo de laboratorio para dedicar sus esfuerzos exclusivamente a la transformación espiritual. Pero semejante opción «especializada» –tan sospechosamente afín al modelo de la ciencia actual– desnaturaliza los fundamentos originales de la alquimia y su tradición milenaria, para la cual la transformación de la materia y la del operador son inseparables.

Sólo unos pocos talentos lúcidos –entre quienes destacan algunos científicos– se han atrevido a sostener con estudios serios y rigurosos la viabilidad de la transformación química de unos elementos en otros y a defender la validez científica de sus axiomas, descalificados por la ciencia materialista del siglo XIX.

Sin embargo, el hidrógeno se puede convertir en helio, el titanio en aluminio y el plomo en oro. Pons y Fleischmann demostraron que la conversión del hidrógeno en helio a baja temperatura genera energía limpia e inagotable. Pero revistas como Nature y Science no admiten publicar ni una línea sobre este tema. Son herejías de la ciencia. Según ésta, lograr esos resultados sólo es posible con altas energías, en aceleradores de partículas o en centrales nucleares.

Sólo así sería factible traspasar «la barrera culombiana», que aísla el núcleo del átomo (protones y neutrones) del resto. Este es el ámbito de la llamada «fuerza nuclear fuerte», separada por la mencionada barrera del dominio electromagnético. La tecnología actual lo consigue provocando violentos choques entre núcleos atómicos en el vacío para fundirlos en los aceleradores, o mediante las altas temperaturas generadas en el corazón de las centrales atómicas.

Estos ingenios no operan por fusión, sino por fisión, rompiendo el núcleo de elementos radiactivos como el uranio. Pero no se admite que pueda lograrse traspasar la barrera culombiana en una probeta y a temperatura ambiente para conseguir la fusión. El químico alemán Friedrich Paneth lo consiguió en 1930, adelantándose a Pons y Fleischmann en la conversión del hidrógeno en helio a partir del deuterio (un isótopo del primero). Pero la presión de «la comunidad científica» lo forzó a retractarse, atribuyendo sus resultados a la porosidad de los tubos de ensayo, que habría permitido una intromisión del helio exterior en su experimento. El «pecado» de Pons y Fleischmann consistió en sostener la corrección de sus medidas y resultados, afirmando una verdad que no puede ser explicada por la teoría vigente.

Pero la ciencia moderna se encuentra en un callejón sin salida. Sus propios descubrimientos cuestionan sus fundamentos. Hasta el desarrollo de la física cuántica, su teoría clásica se apoyaba en la independencia del observador respecto de lo observado. Para la alquimia este concepto era inaceptable: fenómeno y observador constituían una unidad inseparable, del mismo modo que no se podía prescindir de los elementos morales y espirituales al operar con la materia. De hecho, sustentaba la convicción de que, al transformar la materia, el operador también se transformaba a sí mismo.

El éxito industrial de la química en el siglo XIX hizo que se abandonaran estas ideas como simples supercherías. Sin embargo, la mecánica cuántica confirmó el axioma de la alquimia. Werner Heisenberg y Erwin Shrödinger probaron que el observador y el fenómeno constituyen un sistema único y son elementos inseparables en los experimentos realizados a niveles subatómicos.

La mecánica cuántica de Max Plank y la relatividad de Albert Einstein marcaron el final de la física clásica. Pero el problema es que –a pesar de haber sido confirmadas experimentalmente– la ciencia no ha desarrollado una nueva teoría para hacerlas compatibles. Ambas son verdaderas, pero al mismo tiempo incompatibles. La física actual está escindida en dos teorías válidas, pero contradictorias e irreconciliables.

Otros dogmas de la ciencia del siglo XIX eran la inmutabilidad de los elementos químicos y la indivisibilidad del átomo.

No obstante, en 1896 Henri Becquerel descubrió la radiactividad del uranio y, poco después, Pierre y Marie Curie la del torio. En 1899, los Curie demostraron que el radio da lugar a otro elemento (el radón). En 1919, Rutherford obtuvo átomos de hidrógeno bombardeando los del nitrógeno.

El dogma oficial se defendió argumentando que se trataba de fenómenos espontáneos producidos en la naturaleza con ciertas sustancias y que no cuestionaban el principio de inmutabilidad de los elementos químicos. Con el descubrimiento de Einstein de la equivalencia de masa y energía, y con el de la divisibilidad del átomo, cayó el último dogma. Fruto de estos hallazgos fueron las armas nucleares y, más tarde, la energía nuclear por fisión.

Pero la fusión del núcleo atómico a temperatura ambiente cuestionaba profundamente las bases del modelo vigente (éste no puede explicarla). Con todo, hoy puede considerarse como un hecho establecido en el laboratorio. George Ranque, en su libro La piedra filosofal (Ed. Plaza y Janés) se dedicó a probar prolijamente que muchas transmutaciones de la materia proclamadas por los alquimistas son posibles químicamente empleando los medios rudimentarios y las bajas temperaturas al alcance de sus laboratorios. Helmut Gebelein –catedrático alemán de didáctica de la química– también revisó las afirmaciones de los adeptos de la Gran Obra en su libro Alquimia (Ed. Robinbook), añadiendo una crítica del paradigma de la ciencia actual y una defensa del concepto en que se basaba la ciencia antigua.

La antigua sabiduría

La alquimia es un antiguo conocimiento que surge del arte de los herreros, pero que también se extiende a la fabricación de colorantes y de fármacos extraídos de plantas, animales y minerales. Su axioma básico es la transmutación de los elementos, actuando sobre uno para obtener otro, o sobre dos para generar un tercero, siempre en función de la transformación interior del ser humano.

A diferencia de la ciencia moderna, empeñada en conquistar, vencer y dominar la naturaleza, arrancándole sus secretos, la alquimia pretendía colaborar con ésta, llevándola a la perfección, en la convicción de que la divinidad había creado un mundo inacabado, asignando al ser humano esta tarea.

El método era circular o cíclico y se basaba en el principio de sucesivas destilaciones: solve e coagula. Esta fórmula suponía un trabajo de laboratorio, pero en correspondencia con los ritmos cósmicos y naturales: la posición de los planetas, los signos zodiacales, las estaciones, etc.

El objetivo final era obtener la piedra filosofal, que convertía al operador en un inmortal, así como un remedio universal capaz de curar todas las enfermedades (la panacea). La transmutación de unos elementos en otros era parte de este proceso, pero no su finalidad última. Ésta se orientaba a la transformación interior del alquimista, mediante la iluminación y el acceso a un nivel de conciencia superior, que lo convertía en un dios. En efecto, como advirtió el físico Fred Hoyle, ¿qué otro nombre daríamos a unos seres inteligentes que tuvieran la capacidad de superar las limitaciones de la materia, el espacio y el tiempo?
Aunque sus orígenes se pierden en épocas antiquísimas –ya hay indicios de alquimia milenios antes de Cristo, en Egipto y en Sumer–, sabemos que este arte florecía en Lejano Oriente y Oriente Próximo hace algo más de 2.000 años. Y llama la atención que sus bases teóricas sean prácticamente idénticas en todas las culturas, algo que ha llevado a algunos estudiosos a preguntarse si pudo derivarse de una fuente común desconocida: el legado de una civilización madre, desaparecida por efecto de un cataclismo natural.

En la antigua China, la alquimia se desarrolló como una rama del taoísmo. Al igual que la alquimia hindú, coincide con la egipcia, la sumerocaldea y la occidental. Esta última nació del sincretismo entre filosofía griega, judía, persa, egipcia, siria, y más tarde romana, cristiana y gnóstica, que tuvo lugar en Alejandría entre los siglos II a.C. y IV d.C. Su postulado fundamental es que toda la variedad de la Creación surge del Uno y que todo se encuentra vinculado por una ley universal de correspondencias.

En Alejandría apareció como una rama de la filosofía hermética. Su Biblia es la famosa Tabla Esmeralda atribuida a Hermes Trismegisto, e integra pitagorismo y neoplatonismo. De esta matriz alejandrina, enriquecida por la alquimia árabe, nacerá la alquimia europea, desarrollada en el mismo medio hermético, impregnado de gnosticismo precristiano y cristiano.

Esta «química divina» (Al-Quimia) comprende varias disciplinas. La arquimia, por ejemplo, se ocupa de la transmutación de los metales y se deriva de los conocimientos de los antiguos herreros. Sus logros antiguos no deben ser subestimados. Así, en 1978 se descubrieron en el lago Victoria (África) unos altos hornos que tenían un nivel tecnológico parecido al de sus homólogos europeos en el siglo XIX.

Muchos desarrollos metalúrgicos de la antigüedad nos producen asombro, como una columna de hierro situada cerca de Nueva Delhi, que tiene 2.000 años de antigüedad, 16 m de altura (7 sobre el nivel del suelo) y 17 Tn de peso. Lo más notable es que no se aprecian soldaduras y que el metal no se oxida. Pero no es una excepción. También en Oriente Próximo se han hallado clavos de hierro de hace 2.000 años que no se oxidan.

Entre los logros de la arquimia –que aparte de numerosas aleaciones incluye la cerámica, la fabricación de vidrio y colorantes–, destaca el conocimiento de sustancias anticorrosivas para proteger metales. En Roma, por ejemplo, dicha fórmula era una combinación de fosfato de hierro, minio, albayalde, yeso, brea y betún.

Otro descubrimiento notable fue el de un recipìente de arcilla de la época de Jesús capaz de generar electricidad, hallado cerca de Bagdad en 1936. En 1978, se probó este ingenio en el Museo de Hidesheim (Alemania), consiguiendo el dorado de una pequeña estatuilla de plata mediante electrolisis (una técnica que nuestra ciencia descubrió hace sólo un siglo). Todo el proceso sólo llevó dos horas y media.

El recipiente de arcilla de 18 cm de altura contenía una barra de hierro y un cilindro de cobre, aislados entre sí con alquitrán. Al añadir jugo de frutas ácidas se produce una reacción que genera electricidad. La estatuilla, sumergida previamente en oro, se expuso a la batería, que por conducción produjo la adhesión de la capa aurífera.

Durante la obtención de pan de oro, tras la laminación –que se realizaba golpeando el metal entre capas de cuero de novillo hasta obtener hojas de mínimo espesor–, quedaba polvo de oro. Éste se reducía parcialmente en cianuros por efecto del contacto con los aminoácidos de las proteínas animales del cuero. Enjuagando la piel se obtiene una solución de oro y cianuro que también puede emplearse con éxito en el proceso de dorado por electrolisis.

Una tecnología milenaria

Pero el ingenio de estos antiguos alquimistas para extraer sustancias a partir de elementos simples era mucho más amplio. Ásí, por ejemplo, conseguían ácido cianhídrico a partir de las flores y el hueso de los melocotones. En Egipto se descubrieron perlas artificiales fabricadas con metal de antimonio y bronces de arsénico. Y sólo mencionamos unos pocos logros entre muchos otros: colorantes como la púrpura, aleaciones de plata y oro (electrum), etc.

El Papiro Leyden, proveniente del antiguo Egipto, contiene un auténtico recetario para iniciados. Sin duda atesora numerosos secretos. Pero el lenguaje críptico, utilizado deliberadamente para transmitir los conocimientos conservando el secreto, hace muy problemática su traducción. Para los alquimistas, su ciencia suponía una iniciación y el saber era poder. Por tanto, debía evitarse que personas poco escrupulosas o perversas se hicieran con dichos conocimientos.

La otra gran rama de la alquimia es la espagiria. Un término inventado por Paracelso en el siglo XVI para designar la técnica de fabricar remedios extraídos de plantas, animales y minerales. Paracelso fue el precursor de la farmacia moderna, el primero en buscar el principio activo de los medicamentos y el descubridor del valor terapéutico del reposo clínico. No obstante, el concepto de alquimia medicinal es mucho más antiguo y lo encontramos en China y Occidente hace 2.000 años.

Los alquimistas europeos desarrollaron calmantes –el principio del ácido acetil salicílico o aspirina se obtenía de la corteza del sauce–, e incluso anestesias para intervenir quirúrgicamente, como la transmitida por Arnaud de Vilanova en la Edad Media. También conocieron la musicoterapia –las vibraciones del sonido se empleaban igualmente para activar reacciones químicas– y la acción bactericida de metales como la plata. Sus logros médicos podrían llenar libros.

Un brusco cambio de rumbo

Hasta el siglo XVIII, la alquimia fue considerada una ciencia. Pero en esa época se produce una división: el trabajo de laboratorio se convirtió en disciplina independiente, abandonando la filosofía hermética –el aspecto espiritual y moral, así como la visión holística del universo considerado como una unidad–, y dando lugar a la química y física modernas. Gebelein cree que este brusco viraje de timón del que surgió la ciencia actual constituyó un camino equivocado y condujo a una acelerada destrucción de la naturaleza, percibida como un simple objeto inanimado y un obstáculo a vencer.

De todos modos, la alquimia siguió siendo cultivada hasta nuestros días, presentando su momento más bajo en el siglo XIX, pero recuperándose en el siglo XX. Muchos de sus postulados básicos han sido confirmados por la ciencia de nuestros días. Entre éstos, el que hoy nos ocupa: la transmutación de los elementos químicos. Pero también la visión holística (todo parte del Uno y ese Uno está presente en todo).

En cambio, otros siguen considerándose legendarios e inalcanzables. Por ejemplo, la obtención de una panacea universal capaz de curar todos las enfermedades, o de la piedra filosofal, que incluso permitiría acceder a la inmortalidad, así como el valor asignado a la astrología. Dado que somos hijos de una cultura materialista, nuestra tendencia inmediata es rechazar que estos logros sean posibles. Pero deberíamos considerarlos con un espíritu más abierto e investigar sin prejuicios. Al fin y al cabo, la transmutación que buscaba la alquimia es posible. ¿Por qué no lo serían también sus otros objetivos?
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