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24/05/2022 (12:00 CET) Actualizado: 24/05/2022 (13:16 CET)

Los vampiros asesinos de los Andes

En la parte boliviana de los Andes se les conoce como Abchanchus, criaturas que se dedican a matar a los habitantes del lugar para absorberles la sangre. El reportero Juan Antonio Sanz ha viajado a esta zona para investigar el asunto, que recopila en su nuevo libro, titulado "Vampiros, príncipes del abismo" (Almuzara, 2020)

24/05/2022 (12:00 CET) Actualizado: 24/05/2022 (13:16 CET)
Los vampiros asesinos de los Andes
Los vampiros asesinos de los Andes

La señora Julia tomó un poco más del charque y la quínoa que le habíamos ofrecido. Le faltaban algunos dientes, pero no fue problema alguno para mascar con fruición la carne mechada, un tanto más seca por el camino largo que habíamos recorrido hasta esa aldea perdida en un escarpado rincón de los Andes. Acompañábamos la magra cena con té y charla, mucha charla. El poblacho de Takesi, una docena de casas pequeñas con algunos techos de paja, está encajonado en un estrecho valle, con altos y abruptos farallones a los lados. Íbamos a pasar la noche en un chamizo de ladrillos cubiertos por una capa de cemento. La puerta estaba destrozada y hacía frío, mucho frío en ese junio austral y a casi 3.800 metros de altura, pero estaba limpio.

Los abchanchus se aparecían en las veredas de los caminos y, cuando el viajero menos se lo esperaba, le cortaban el cuello

Allí, Gabriel y yo tendimos nuestros sacos de dormir y sacamos nuestras pequeñas provisiones para cenar. Doña Julia cobraba diez pesos (poquito más de un euro) por pasar la noche en el cobertizo. Cada cierto tiempo, esa titularidad para acoger a los peregrinos del Camino del Inca pasaba a otro vecino de Takesi. Siempre había un loco o un grupo de locos que atravesaba a pie la cordillera hasta los 4.500 metros de altura de Mina San Francisco y comenzaba la bajada hasta los desfiladeros de ceja de selva de los Yungas, muy cerca de la carretera más peligrosa del planeta. «Saben, acá siempre hubo viajeros, incluso en los tiempos en que había mucho miedo para pasar por el valle. Mucho miedo. Un terror más viejo que las montañas», decía la señora Julia que, a sus sesenta años, aunque aparentara setenta y su piel fuera de cuero repujado, tenía muy buena memoria del pasado y muy poca esperanza para el presente.

Lago Titicaca
Vista del lagoTiticaca. En este mágico enclave de América, el autor de este reportaje ha recopilado historias sobre apariciones de entidades sobrenaturales que matan a los lugareños absorbiéndoles la sangre.

«NO ERAN HOMBRES NI FANTASMAS»

«Esas montañas estaban llenas de demonios y bajaban cuando se acercaban las caravanas con destino a los Yungas. Siempre desaparecía una persona, pero eso lo daban ya por cierto y hecho, como algo que no podía evitarse. Eran abchanchus y se llevaban a la gente para sacarles la grasita y la sangre. No eran hombres ni eran fantasmas. Eran abchanchus feos y paseaban todo el altiplano desde sus guaridas en estas montañas y otras. Ya verán uno de esos valles estrechitos y llenos de cuevas. Allá andaban viviendo. Y en las encrucijadas esperaban a los caminantes y les sacaban la sangre y a veces se los comían también. Eran tiempos de miedo. Eso contaba mi abuelita». La señora Julia nos había preguntado de dónde veníamos. Le dijimos que de La Paz, donde vivíamos Gabriel Barceló y yo en ese año de 2014. Ambos trabajábamos por entonces para los españoles, él en el Centro Cultural de España y yo con diversas consultorías para la cooperación. «Los abchanchus siempre estuvieron en las montañas y el altiplano, con los españoles, con los incas y antes», nos contó la buena señora. «¿Y cómo eran los abchanchus?», le pregunté. «Calvos, muy gordos y pálidos. Bueno, eso es lo que se decía. Solo se decía eso. Pero siempre tenían hambre», terminó la señora Julia, mientras comía un poco más de charque.

El señor Lucano era mayor que la señora Julia y tenía más memoria sobre los caminantes chupadores de sangre. Vivía en Pampa Belén, un pequeño pueblito del municipio de Achacachi, territorio de los irredentos ponchos rojos, como se denomina por su vestimenta a estos pueblos aymaras del norte de Bolivia, al este del lago Titicaca y en pleno altiplano. Los Andes se alzaban a varios kilómetros hacia el este y el cielo era un auténtico tapiz andino de tonos azules sobre verde y siena en esa mañana de fines de noviembre de 2015. Yo formaba parte de una delegación de la cooperación española que asistía a la inauguración del nuevo sistema de agua potable y saneamiento básico para esa comunidad aymara. Ya habíamos participado en la ceremonia, junto a las autoridades municipales, los mallkus, los yatiris y la totalidad de los habitantes del pueblo, y nos disponíamos a presenciar los festejos, con danzas y canciones, con los que los parroquianos de Pampa Belén nos agasajaban antes del tradicional banquete a base de patatas cocidas, pollo asado, huevos cocidos, arroz y otras viandas.

Me fijé en el señor Lucano desde un primer momento. Estaba cerca de un tipo que podría ser un yatiri, un sabio curandero aymara, y no lejos de las autoridades del lugar. Era posiblemente el más viejo de los presentes. Parecía tener cataratas o glaucoma en los ojos, casi blancos y sin apenas visión seguramente, pero me llamó la atención la vivacidad con la que escuchaba todo lo que allí se contaba y decía. Efectivamente tenía 91 años de edad, aunque conservaba cierta gallardía en su figura, ataviado con una chaqueta de paño gastado y un sombrero borsalino, amén de un bastón en el que apoyaba las dos manos.

Los cuerpos de las víctimas se encontraban secos y fríos, sin sangre y sin ánima

CUERPOS SIN UNA GOTA DE SANGRE

Me acerqué a él y le pregunté: «Tío, dígame, ¿se conocen aquí en Pampa Belén las historias sobre los abchanchus?». Me contestó lo siguiente: «Mi abuelo sí sabía de ellos y nos contaba a los papitos y a las niñas. Eran engañosos los abchanchus. Vestían bien, con paño caro y ropas de otros tiempos, de cuando los españoles, con sombrero y a veces capas. Eran gruesos. Más gruesos que los ricos de El Alto hoy día. Y siempre sonreían. Eran falsos, pero parecían agradables. Menos cuando sonreían mucho y se les veían los dientes. Esos dientes. Eso lo decía mi abuelo. Los podían encontrar en las veredas de los caminos. Daban lástima, pero eran como arañas. La lástima era su telaraña. Y cuando menos se lo esperaba el amable viajero, ris, ras, le cortaba el cuello el viejo malvado y bebía la sangre. Toda la sangre. Así se encontraban los cuerpos en la primavera. Secos y fríos, sin sangre y sin ánima. Porque el abchanchu se llevaba también el ánima a su cueva en las montañas. Unas cuevas muy profundas, por eso se le llama también el tío de la mina».

Seño Lucano
El señor Lucano, conocedor de numerosas historias sobre las actividades vampíricas de los abchanchus

«Y dígame, señor Lucano, ¿los abchanchus están vivos, son muertos retornados?». Mi interlocutor no dudó: «Claro que están vivos, ¿no ve que comen de las carnes de los caminantes? Pero están vivos de otra forma. Son los yatiris los que saben de ellos, porque hacen la magia y aparecen los abchanchu. Cuando los españoles había más, porque había muchos brujos entre los españoles que venían a las montañas y hacían sus hechicerías en las cercanías del lago. Tiwanaku (Tiahuanaco) es un lugar poderoso y sus piedras lo son aún. Por eso venían los brujos y yatiris españoles. Gente mala eran ellos».

La tradición muestra a los abchanchus como seres gordos y rebosantes de la sangre de sus presas

La vieja tradición mitológica andina sitúa a los abchanchus o anchanchus en grutas y caminos perdidos de la montaña. Los muestra gordos y rebosantes de la sangre de sus presas. De la sangre y la grasa, por eso a veces se les confunde con los pishtacos de los quechuas, especialmente del lado peruano del Titicaca, los cortadores de carne humana y extractores de la grasa de sus víctimas. Los pishtacos son también blancos de piel, pero no tan gruesos como los abchanchus. Prefieren que sus víctimas sean mujeres para abusar de ellas antes de asesinarlas y después recogen la grasa para venderla. No parecen seres sobrenaturales como pudieran serlo los abchanchus, pero son igualmente temibles y su memoria ha perdurado hasta nuestros días en las zonas de Puno y Junin, por ejemplo. «Los abchanchus ya desaparecieron de Achacachi, pero sus historias siguen vivas, aquí y al sur de La Paz. Ya no se las contamos a los niños, salvo que sean muy traviesos y haya que meterles el miedo en el cuerpo. Aunque es mucho miedo, mucho, el de los abchanchus», aseveró el señor Lucano.

EL VAMPIRO DE LAS TORMENTAS

En marzo de 2014 viajé por el sur del lago Titicaca, en la orilla boliviana, y acabé en una isla despistada de ese mar interior que baña Perú y Bolivia y que constituye uno de los mayores crisoles de leyendas y mitos de Sudamérica. Viajaba con mi buen amigo Alex Ayala, periodista vasco y gran conocedor de un país, Bolivia, del que había hecho su hogar. Fue en Pariti donde escuché hablar por primera vez del antawalla, el vampiro de las tormentas del Titicaca, una entidad mitológica y extraña que inmediatamente me recordó al kitsune de Japón y a aquel gato también nipón, el bakeneko, devorador de personas y con cualidades nigromantes que le permiten controlar cadáveres humanos. El antawalla solo aparece con las tormentas y su cola, como la del kitsune, se agita con relámpagos y rayos. Esa es una de las visiones de este ser sobrenatural. La otra es más terrible, porque no le concede tales poderes mágicos y convierte a esta criatura en un reviviente como otros de la madre Europa; tal visión dibuja a esta entidad con el aspecto de un hombre hirsuto y desnudo que porta mechas encendidas para guiarse por los marjales que habita, siempre en aguas someras que nunca fluyen, como los strigoi de Rumanía o los kappa de Japón. La esencia se repite siempre, desde un extremo a otro del planeta. La esencia está en la sangre y en la habilidad para robársela a otros.

Gerardo Limachi
Gerardo Limachi, uno de los escasos habitantes de la isla Pariti, quien acompañó al autor en su viaje por la zona

A la isla de Pariti solo se puede llegar en chalupa a remo, navegando por un mar de juncos de totora que forman a su vez pequeñas ínsulas en un laberinto extraño e inquietante de aguas calmas. En la orilla de Quewaya, que baja al barrizal del lago, nos recogió Don Armando en su barca, de tamaño considerable y manejada por él mismo. Además de alguno de los habitantes de Pariti asentados ahora en la Paz, viajábamos Alex y yo, y el licenciado Donato Corani, ambientalista y experto en la contaminación del Titicaca. Donato había trabajado para la Alcaldía paceña y otras instituciones, y venía denunciando desde hacía muchos años la contaminación que producían en el lago los ríos procedentes de El Alto, la población surgida en las alturas de La Paz de una manera descontrolada y que ahora vertía toda su basura en esos cauces que morían, nunca mejor dicho, en el Titicaca. Donato era un tipo de unos cincuenta años con formación científica y muy centrado, de ahí que me dejara de piedra al ser él quien me contara su experiencia con un antawalla allí mismo, en Pariti, años atrás.

Pariti es una isla santuario y desde las orillas llegaban barcas de totora con ofrendas para los dioses que vivían aquí

LA ISLA SANTUARIO

Tras un ágape a base de sopa de pescados del lago, esmirriados y sospechosamente brillantes, fuimos a dar un paseo con Donato, Armando Callizaya y Gerardo Limachi, otro de los pocos habitantes que aún quedaban en el pueblito. La plaza del pueblo no era tal, sino una explanada de hierba en la que, a ras de suelo y con trazos de hierba más suaves y regulares, se podían intuir las ruinas de un espléndido templo tiahuanacota o tal vez de una civilización anterior que debió antaño alzarse ahí, mucho antes de que llegaran los incas. Pariti es una isla santuario y desde las orillas hoy peruanas llegaban barcas de totora con ofrendas para los dioses que vivían aquí. También desde Bolivia, cuya costa cercana está llena de chullpas o torres ceremoniales, no de adobe como las que se ven por buena parte del norte del país y que aún contienen los huesos de las decenas de personas allí abandonados, sino de grandes bloques de piedra. En varias de ellas se encontraron momias en el pasado y su origen es atribuido en algunas comunidades a los gigantes que vivieron en el sur del Titicaca, anteriores a Tiahuanaco, de esos tiempos en que el lago no era lago sino parte de un mar.

'Corría yo a refugiarme de la tormenta hacia la aldea, cuando muy cerca de aquí me tropecé con un antawalla que me mordió', nos dijo enseñándonos una cicatriz en su  pierna

ATACADO POR UN CHUPASANGRE

Hay también en la ínsula dos cerros de una respetable elevación y desde donde se puede observar la multitud de islotes que siembran esta parte meridional del Titicaca. Fue al subir a uno de estos cerros cuando Donato contó su tropiezo con el antawalla. «Fue en una noche de tormenta. El antawalla aparece cuando hay rayos en el lago. Como si fuera una criatura eléctrica. Corría yo a refugiarme de la tormenta hacia la aldea cuando muy cerca de aquí tropecé y él me mordió». Sorprendido, le dije: «¿Cómo que te mordió?». Entonces Donato se levantó la pernera del pantalón y mostró una hermosa cicatriz, vieja señal de una herida profunda que, efectivamente, parecía el resultado de un mordisco de buena envergadura. «No es broma, yo tampoco lo entiendo, pero no fue ni un perro ni una llama loca. Tenía los ojos como el fuego y no era ni humano ni animal, ahí agazapado. Era el antawalla», afirmó el hombre.

Lo peor no son los ataques, sino el mal que causa a quienes tienen la mala suerte de cruzarse con él: provoca enfermedades, puede apoderarse de tu espíritu o secuestrar bebés

Autor
Juan Antonio Sanz junto a unas ruinas de Pariti

El antawalla es uno de los mitos más extraños de los Andes. Don Armando me contó esa noche que efectivamente es un ser malvado con cola de fuego, o al menos con algo que parece un apéndice ígneo. Lo peor no son los ataques, sino el mal que causa al ganado y a las personas que tienen la mala suerte de tropezarse con él, pues les provoca enfermedades respiratorias que pueden llevarles a la muerte. También es posible que el inaudito ser entre por la noche en alguna casa y se apodere del espíritu de uno de sus habitantes. Las mujeres han de tener especial cuidado con el antawalla, sobre todo si acaban de dar a luz, pues tratará de arrebatarles el bebé, como si fuera una de esas criaturas de tiempos de los griegos y los romanos que robaban a los recién nacidos para beber su sangre. Todas las descripciones abundan en el mismo sentido. El antawalla tiene cara de gato o de zorro, a veces de búho, con los ojos rasgados y pómulos muy marcados.

LADRONES DE ENERGÍA VITAL

Las narraciones más fantásticas hablan de un fuerte relámpago de luz en el cielo cuando se manifiesta uno de estos seres. Las vacas mugen, las ovejas balan de terror y los perros se desgañitan ladrando aunque no se vea nada más después de ese fogonazo. También se dice del antawalla que tiene una luz entre los ojos, muy brillante, aunque se desconoce su naturaleza, pues tal ser jamás fue atrapado. Y eso que pueden verse sus huellas cuando escampa la tormenta e incluso sus deposiciones, manchadas de sangre, que indican el contenido principal de su dieta.

Esta criatura puede penetrar en el cuerpo de otra persona, poseyéndola y llevándola a hacer cosas extrañas

Otras leyendas sobre el antawalla, no solo bolivianas sino también del lado peruano del lago, donde se le conoce como wari, precisan que esta criatura puede penetrar, como si de un espíritu se tratara, en el cuerpo de otra persona, poseyéndola y llevándola a hacer cosas extrañas. La persona poseída por el antawalla sueña con gatos, como ocurre con los japoneses que sobreviven a un ataque del bakeneko. A veces se relaciona al antawalla con el choquechinchay, una especie de dragón andino, y también con un ser de la mitología pucara, anterior a los incas, con cabeza y cuerpo de gato, pero con las patas de atrás de águila o cóndor. Tiene la lengua bífida para sorber mejor la sangre y lleva un cuchillo en una de sus manos.

Al otro lado del cerro está la isla plana de Sicuya. Tuve la oportunidad de viajar a Sicuya en enero de 2016, para la inauguración de unas obras de agua de la Cooperación española y europea. Allí hablé con algunos de los habitantes de esa isla, plana como una almadia sobre el Titicaca. Al principio no quisieron comentar nada sobre el antawalla, pero finalmente pude sacarles algunas impresiones al cabo de un rato de insistencia y después de que se desviara su golosa atención hacia las bebidas gaseosas ofrecidas en el curso de la ceremonia de la inauguración.

Los vecinos de la zona recomiendan no caminar de noche solos por los cerros. Puede aparecer el antawalla con su candela en la cola y asustarnos

Según me contó Don Javier, un hombretón de unos cincuenta y pico años, el antawalla viene del lado de Pariti, isla que se alza a apenas unos kilómetros hacia oriente como el lomo de una ballena. «A veces se enferma aquí la gente por el antawalla. Pero tenemos yatiris y doctorcitos. Ellos (los habitantes de Pariti) no», concluyó Don Javier, escupiendo tres veces a un lado y dejando claro que ya había dicho demasiado respecto a tan inquietante tema. Solo agregó que el que hubiera un antawalla en Pariti era debido a que en esa isla había «muchas cosas antiguas bajo tierra», y me contó de ciertos recintos subterráneos de los que se hablaba que existían en la península de las construcciones megalíticas por la que habíamos merodeado Alex y yo casi un par de años atrás.

Investigando sobre los antawalla, acerca de los que no hay mucha literatura escrita, encontré esta entrada del Journal de la Sociéte des Americanistes, de 1998, y que creo que puede ser interesante: «Los campesinos de las comunidades aymaras que se encuentran próximas al lago Titicaca, entre las poblaciones de Achacachi y Santiago de Wata (Huata), en la provincia de Omasuyos, Departamento de La Paz, recomiendan no caminar de noche solos por los cerros. Puede aparecer el antawalla con su candela en la cola y asustarnos, arrastrando con él muy lejos nuestro ajayu (el espíritu, la energía interior, el Ki japonés). En tales circunstancias hay que estar precavidos para escupir inmediatamente».

EN BUSCA DE LOS PRÍNCIPES DEL ABISMO

El libro del que extractamos el presente reportaje, titulado Vampiros, príncipes del abismo (Almuzara, 2020), no es un tratado más sobre vampirismo escrito después de leer otros libros sobre el tema, sino la crónica de una búsqueda personal de varias décadas en torno a un fenómeno, un mito o una leyenda que ha acompañado al ser humano desde el principio de los tiempos. Un fenómeno plagado de mentiras y fábulas, pero también de inquietantes realidades. Una de las tesis más fascinantes de este volumen es que el vampirismo está íntimamente relacionado con la magia negra y con la búsqueda de la inmortalidad a cualquier precio. En este sentido, la sangre es la esencia fundamental que asegura esa inmortalidad y, por lo tanto, no solo debe contemplarse como un alimento de los «no-muertos», sino como la piedra filosofal de su transformación. Como buen periodista, el autor no habla de oídas, sino que se calza las botas de explorador para viajar a esos lugares del planeta donde todavía perviven las historias sobre vampiros y entidades sobrenaturales chupadoras de sangre, para hablar con los habitantes de esas zonas y con los protagonistas de esos encuentros con dichas criaturas.

Portada Vampiros
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