Civilizaciones perdidas
01/11/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

Don Pelayo, entre la historia y la leyenda

Alrededor de su figura, todo es impreciso.No conocemos con certeza su ascendencia, ni tampoco su oficio, aunque se le ha supuesto al servicio de los reyes visigodos Witiza y Rodrigo. Tampoco sabemos su lugar de enterramiento, si es que hubo tal, como trataremos de explicar. Y, por todo ello, para poder contemplar su figura, debemos auparnos a lomos de la leyenda, que aquí vendrá acompañada de la mejor de las epopeyas. Pero, ¿fue real la batalla de Covadonga?

01/11/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
Don Pelayo, entre la historia y la leyenda
Don Pelayo, entre la historia y la leyenda
Para poder entender lo que vamos a relatarles, se deben tener en cuenta dos cosas: el sentido místico del hombre medieval, y el escenario donde tuvieron lugar todos los hechos que vamos a referir. Y sobre ese marco espectacular nos vamos a demorar brevemente. Estamos en las entrañas de los Picos de Europa, en las vísceras de un mundo que hasta anteayer había sido celta y druídico.

El paso de las legiones romanas siglos atrás, seguramente maltrechas por algunas pedradas lanzadas desde las peñas y con tajos en los cuerpos de los legionarios, obra de las falcatas celtas, se deja sentir en el puente de Cangas de Onís. Las luchas cántabro-astures contra el invasor romano, que obligaron al propio emperador Octavio Augusto a personarse en estas tierras, han dejado su huella. De ese viejo puente tal vez nada quede, y el actual, de tiempos medievales, simplemente es un descendiente suyo que ni siquiera recuerda sus orígenes, pero la cruz que pende de su ojo central sirve para enlazar aquel viejo pasado con el inmediato suceso que vamos a narrar.

Muchas son las pistas mágicas con que topamos por aquí. Por ejemplo, tome el visitante, en Cangas de Onís, la calle Constantino González y González, deje a su izquierda el restaurante El Dolmen y deténgase en la pequeña capilla de la Santa Cruz. Según Xavier Musquera, el obispo Asterno fue quien la erigió por vez primera en 437. Más tarde, Favila, el supuesto hijo del rey Pelayo, la restauró en 737 en conmemoración de la victoria de su padre en Covadonga. Y su nombre, Santa Cruz, hace referencia a la que enarbolara Pelayo, milagro de por medio, en Covadonga. Unos cuentan que contempló la cruz en «visión celestial», y otros que la cogió de un roble tras haber caído sobre el árbol un rayo que tuvo, además de esa puntería, la maña de fabricar el símbolo de marras en la misma operación.

Pero lo que nos llama poderosamente la atención es el lugar elegido para esta construcción –la actual es obra que data de 1936–, pues en los trabajos de restauración se comprobó que había sido erigida sobre un dolmen. Cinco grandes piedras forman la cámara dolménica y aparecen en éste extraños símbolos zigzagueantes. Poco se puede decir de ellos, pero sí del lugar, que debió ser desde tiempos añejos paraje de culto y jaculatorias, mas no cristianas.

Otros muchos dólmenes aparecen por las inmediaciones de Cangas de Onís y de Covadonga. En su exhumación jugó un papel estelar un singular personaje, Roberto Frassinelli Burnitz, quien en la segunda mitad del siglo XIX se instaló en el vecino pueblo de Corao tras llegar de su Alemania natal.
¿Por qué vino hasta aquí este hombre? Hay versiones encontradas sobre el particular, pero sí existe más consenso acerca de lo que hizo una vez en él, que fue mucho y muy raro. Y es que, a su consumado interés por la arqueología y a su pericia de dibujante y amante de la naturaleza, se ha de añadir su práctica ascética en la cueva que en el pueblo conocen como del Cuélebre y que está a las afueras de la localidad. Allí se cuenta que se entregaba a la meditación, pero nadie puede afirmar ni negar con autoridad qué más ocurría en esa gatera, aunque Xavier Musquera se arriesga a relacionar sus actividades con las de los rosacruces.

A Frassinelli se debe también el impulso de la construcción del gran santuario que hoy nos contempla desde el sitio de Covadonga. Más tarde, le dieron santa sepultura en el cementerio de Abamia. Sin embargo, en la actualidad su tumba no está allí, sino dentro de la iglesia de santa Eulalia de Abamia.
¿A qué viene este paseo por la comarca de Covadonga? Si esa pregunta ha brincado de pronto en la mente del lector merece ser respondida. Todo esto, y algo más que ahora diremos, nos lleva al íntimo convencimiento de que esta región es un sitio de poder desde tiempos remotos. Dólmenes, cuevas prehistóricas pintarrajeadas por los chamanes cavernarios –como la gruta vecina del Buxú– o tejos –árbol sagrado celta– como el que está junto a la iglesia de santa Eulalia de Abamia son algunas de esas pistas que tal vez el alemán de Corao supo captar.

Y ya que hemos venido a Santa Eulalia de Abamia, añadiremos que allí nos hicimos amigos de Boni, Bonifacio, un ganadero jubilado.

Boni sabía conversar sobre muchas cosas. Para él estaba claro: «la tumba de don Pelayo que enseñan en Covadonga es falsa y constituye un insulto para la Santina que la Iglesia engañe así a la gente». Y es que para este vecino de Corao, y por lo que se ve para muchos más, no hay más tumba de don Pelayo que la que está en el muro de la derecha del templo por el que deambulábamos. Antes del crucero, unas losas de dudosa procedencia colocadas sin pericia alguna indican, según la tradición, el lugar exacto adonde vino a dormir para siempre el gran héroe de Covadonga. Y en el muro de enfrente, la tumba de su esposa, Gaudiosa, sobre cuyas losas sí hay inscripción, y es ésta que copiamos: HEIC IACET Rª GAUDIOSA UX= -OR R PELAGII
Si tenía o no razón Boni, nunca lo sabremos, pero mirando alrededor sacamos nuestras propias conclusiones: esta iglesia es del siglo XIII, por lo que debió haber otra antes más antigua. La situación del lugar, el árbol mágico, el dolmen que Frassinelli descubrió en las inmediaciones, los supuestos subterráneos que también el alemán exhumó y que conducían a otros centros religiosos celtas… Demasiados detalles para no ser advertidos por quienes, se quiera o no, tenían en aquellos años nada más que un barniz de cristianismo encima, puesto que debajo lo que latía y habían mamado era un sentido religioso pagano ancestral. ¿Puede extrañar que se eligiera ese lugar y no otro para dar sepultura al que nombraron como primer rey de la zona?

La diosa de la cueva

Hay autores, como Guillermo García Pérez, que ofrecen un nivel de lectura de este asunto muy de nuestro agrado. Según él, la etimología aceptada sobre la palabra Covadonga partiría de un error: onga es «el nombre fenicio de la diosa-madre, fundadora de la civilización griega y, por consiguiente, occidental». Esta denominación, ya conocida, afirma la misma fuente, desde el siglo V a.C., llegaría a nosotros por diferentes caminos (toponimia, onomástica personal, literatura…). Y añade que «en la España medieval existen por lo menos entre tres y cinco lugares de origen prerromano llamados Covadonga o Celladonga». En su opinión, la lectura correcta de este nombres sería Cova-d' Onga. Es decir, la Cueva de Onga, o lo que es lo mismo, de Nuestra Señora, pero de la misma Señora representada por Isis, Astarté, Tanit, Pallas, Atenea, Minerva, Afrodita, Venus… y María.

En la misma fuente leemos que la interpretación del asturiano R. M. Pidal (Covadonga, Cova-Donga,Cova Dominica, Cova Domina, Cueva de Santa María) procede, como pronto, del año 900. Y añade que el culto a María en Asturias comienza en la segunda mitad del siglo IX, por lo que concluye que «no es, por tanto, verosímil que existiese culto en Covadonga, a su nombre, antes de esas fechas». Finalmente, sentencia: todo esto no se debió a equivocación casual, sino que es posible «que la etimología oficiosa proceda de una tergiversación interesada: de un episodio más del proceso medieval de sustitución de las deidades antiguas por otras cristianas».

Añádase a eso las reflexiones que tomamos prestadas del infatigable Juan G. Atienza a propósito del nombre del río Deva, cuyo nacimiento se sitúa justo junto a la cueva de los históricos o legendarios acontecimientos. Este investigador relaciona el nombre del río con la palabra sánscrita Deva: la divinidad resplandeciente. ¿Qué era un deva?: «un ser celestial que habita los tres mundos que hay sobre el nuestro». Y añade que, según la mitología arcaica de Oriente, existen 33 grupos de devas, que suman la cifra de 330 millones de seres superiores.

A esa circunstancia se suma el hecho de que en la crónica de Alfonso III el río reciba el sospechoso nombre de Enna, que Atienza considera «una transformación del céltico Anna, Danna, Dannán: la diosa madre de la que se originó santa Ana, la madre-de-la-madre en la mitología cristiana». Por tanto, y para berrenchín de sotanas y tiaras, aquí no hay otra Señora que la que siempre estuvo aquí: Danna. Y el nombre de la cueva sería Cova-Danna. Una diosa ésta celta y de proyección claramente griálica.

Sea Cova-Danna o Cova-d'Onga, lo que está claro es que era una madriguera de paganos, una fresquera para los sacerdotes de la hoz y el muérdago. Y uno de ellos, al que la leyenda denomina ermitaño, nos conduce de nuevo a Pelayo.

Y es que se dice que éste tropezó un día con un eremita justo en dicha oquedad. El druida resultó ser un augur con notable porcentaje de aciertos, por lo que se ve, y anunció al guerrero que instauraría un nuevo reino, tal vez albergando la secreta esperanza de que con aquél se restauraría la religión adoradora de la Madre Tierra.

El pobre druida preferiría el veneno del tejo que ver en lo que se ha convertido el nido de la Gran Madre. Otra diosa ocupa su lugar, es la Santina, que cuenta con estatua y capilla-sagrario al fondo. Al parecer, la vieja imagen de la Virgen fue pasto de las llamas y la actual es donación del Cabildo ovetense otorgada el 17 de julio de 1778. A todo ello se suman relieves y viejos recuerdos de la batalla mítica y, a la derecha, la tumba que dicen es la de Don Pelayo, la misma cuya autenticidad desafía Boni, el vecino de Corao.

Un epopeya polémica

Al parecer, Pelayo tenía una hermana que se llamaba Dosinda. Por otra parte, el Islam tenía en Gijón un gobernador que se llamaba Munuza. Y a Munuza «le hacía tilín» Dosinda y quería hacerla suya como fuera. A Pelayo aquello no le gustó. De modo que Munuza envía a Córdoba a Pelayo. ¿En calidad de qué? ¿De reo? No se puede afirmar a ciencia cierta, lo que sí parece es que Munuza trata de meter la mano, nunca mejor dicho, entre Dosinda y su novio formal, que cuentan que tenía el nombre de Rogundo.

Estando en Córdoba, alguien le cuenta a Pelayo cómo están las cosas en las inmediaciones de la intimidad de su hermana. Pelayo huye de Córdoba y llega a Asturias. Allí rotura ánimos entre los lugareños, les jalea y todos juntos tratan de buscarle las cosquillas a Munuza. Es la primavera del año 717.

Puestos a narrar leyendas, citemos aquella que asegura que Munuza logra apresar a Pelayo; el pueblo se envalentona y asalta el alcázar del moro y libera a Rogundo, que allí estaba encerrado; que Munuza, viendo el panorama, decide matar a Pelayo pero Rogundo lo impide. Y tras esos escarceos y amores imposibles, empieza lo bueno: el gallinero se revuelve, los árabes reciben pedradas y Pelayo se atrinchera con los suyos en el monte Auseva, junto a la Cueva de la Madre Tierra. Mal lo tenían los árabes, a los que, ya fuera por historia de amor o por razón política, les mandaron al peor sitio posible: lugar húmedo y encogido por los montes; y, para más fastidio, hechizado.

Allí estaban ellos, que sumados todos resultaban ser 187.000, bajo el mando de Alqama. Esta cifra, que Eslava Galán tilda de «desaforada hipérbole», es la que maneja el cronista cristiano, pues sólo para él fue batalla lo que ahora mismo vamos a resumir, ya que nada importante ocurrió a los ojos de los cronistas árabes.

La primera incógnita es si hubo o no batalla en Covadonga. Tenemos a Pelayo haciéndose fuerte en el monte Auseva, donde había una cueva. Sánchez Albornoz no lo duda: fue «batalla de trascendentes consecuencias en la historia del mundo». Y hasta da fecha exacta: 28 de mayo de 722. Pirre Vilar habla de «simbólica victoria», sin precisar si ésta fue en batalla o en escaramuza de poca monta, como prefiere Eslava. Otros autores, ni la citan.

Pero lo que sí define esta situación es la división de la península en dos modos de entender el mundo, lo que después se reflejará en la leyenda de Covadonga. García de Cortázar lo dice muy bien: «Andalucía mira a Oriente; sus nuevos dueños añoran Damasco o Bagdad y aman las ciudades, con sus zocos y sus madrasas. ¿Qué hay de interés pues para ellos allá arriba, en la cornisa cantábrica, donde astures, cántabros y vascones no dejan de hacer el ';asno' (así lo escribirá el cronista árabe) en un medio rural y embrutecido?» Y añade Cortázar: «Asturias es el ejemplo más claro del acomodo indígena al estilo de vida de los herederos visigodos». Esa simbiosis entre hombre y tierra; ese mimetismo entre el paisano y el paisaje, despertará a los viejos dioses locales. Ellos serán, y no busque a otro dios el lector, quienes planten cara a esa muchedumbre de árabes que ahora mismo vamos a presentar.

Porque, en efecto, allá abajo, está el tropel de árabes junto a los cuales, dice la crónica cristiana, se hallaba el hijo de Witiza, obispo de Toledo y además traidor de la peor especie: Oppas.

Oppas, que como clérigo sabe tentar los ánimos y zarandear los espíritus, se dirige a Pelayo: «Si todo el ejército de los godos no pudo contra el poder ismaelita, ¿qué pretendes tú con tan menguadas fuerzas?». Pelayo le escucha desde su balcón de rocas y exclama, a decir del cronista: «Cristo es nuestra esperanza; que por esta pequeña montaña que ves sea España salvada y restituido el poder de los godos».

Madre Tierra

No se sabe qué más dijo, si es que dijo más. Pero no hacía falta añadir más letras pues el héroe ya estaba aquí. Pero borren de su mente la idea de un héroe cristiano, y aún incluso rasuren lo que vendrá de connotaciones cristianas. El héroe está en una cueva donde desde tiempo inmemorial se rendía culto a la Madre Tierra, y va a ser ella la que, si nos fijamos bien, esté detrás de todo el inminente follón.

Oppas se vuelve por donde ha venido. Se encoge de hombros ante el árabe. No hay nada que hacer: esta gente, fiel a sí misma y a sus creencias es lo que tiene, que no se deja persuadir. La escena que acabamos de resumir podría tener otra lectura: un hombre del Dios cristiano –aunque colabore con el árabe– es rechazado por un paisano atrincherado en una cueva donde está la Madre Tierra. Una vez más, e iban ya muchas, el cristianismo tenía dificultades en esta región.

Cuando el cielo está nublado, lo más normal es que termine lloviendo. Y allí estaba muy nublado. Así lo cuenta la crónica de Alfonso III: «Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las hondas, brillaron las espadas, se encresparon lanzas y flechas…». Entonces los moros lanzan con sus catapultas las piedras y la Madre Tierra opera el primer milagro: la piedras no llegan a la Cueva Santa, sino que retroceden y caen sobre los árabes: «una vez que las piedras habían salido de las catapultas y llegaban a la iglesia de la Santa María Virgen, que está dentro, en la cueva, recaían sobre los que las lanzaban».

Aquello anima, como se supondrá, a la muchachada asturiana y cántabra, y terminan por matar, si creemos la Crónica de Alfonso III, a 124.000 árabes. 63.000 escapan monte arriba y bajan a Liébana, en la actual Cantabria. Por si no hubieran tenido bastante, de nuevo la Madre Tierra, la vieja diosa local, cae sobre ellos: «cuando marchaban por lo alto del monte que está sobre la ribera del río que se llama Deva, junto a la villa que llaman Cosgaya, ocurrió por sentencia de Dios que ese monte, revolviéndose desde sus fundamentos, lanzó al río a los 63.000 hombres».
¿Exageración? Naturalmente que sí, pero ya hemos concedido que bajo la leyenda hay enseñanza, y nosotros creemos ver a los viejos dioses combatiendo contra uno nuevo e invasor, como lo hicieron contra Roma y contra el cristianismo.

Posteriormente llegará el cronista árabe, matizando. Al-Maqqari, en el siglo X, califica de «asno» a don Pelayo y habla de cuatro gatos parapetados entre las peñas. No representaban problema alguno; de modo que les dejaron estar. Pero luego, subraya Eslava Galán, se le escapa un detalle cuando dice: «el reinado de Pelayo duró diecinueve años y el de su hijo dos. Después de ambos reinó Alfonso, el hijo de Pedro, abuelo de los Banu Alonso, que consiguieron prolongar su reinado hasta hoy y se apoderaron de lo que los musulmanes les habían tomado».

Vaya, vaya con los cuatro gatos… Ya lo dice Fernando García de Cortázar, que el reino lo inaugura Pelayo, que Alfonso I lo ensancha, y que a finales del siglo VIII, «el reino astur está enteramente afianzado». Ya sólo era cosa de esperar setecientos años para que quedaran cuatro gatos devotos de Alá en Granada.
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