Civilizaciones perdidas
01/08/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

Dante esotérico

Vinculado a sociedades secretas y Órdenes de Caballería, perseguido por motivos políticos, el poeta Dante Alighieri fue un místico en busca de la iluminación. Enamorado del amor espiritual, dejó en su Divina Comedia el relato de una revelación que disfrazó de sueño. Su espléndida obra abrió las puertas a los artistas, magos y filósofos del Renacimiento.

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Dante esotérico
Dante esotérico
Oh vosotros, los que tenéis sano entendimiento!, reparad en la doctrina que se oculta bajo el velo de los versos extraños», (Infierno, IX, 61-63). Esta invocación al lector deja claro el propósito de Dante en la Divina Comedia: transmitir un secreto iniciático. Un conocimiento cuyos orígenes, según expertos esoteristas como René Guénon, se pierden en el remoto Egipto y fueron recogidos por la Tradición Hermética. Este saber habría sido custodiado a lo largo de los siglos por una larga cadena de sociedades secretas y órdenes de caballería como la «Fede Santa» o los Fieles de Amor, e incluso el Temple, con las que se vincula a Dante. Él mismo escribió refiriéndose a su Comedia, que los intérpretes llamarían después Divina: «…el sentido de esta obra no es único… el primero procede de la letra… el otro es alegórico…».

El poeta del medievo por excelencia fue florentino de nacimiento (1256-1321) y veronés por adopción, a causa del exilio al que se vio forzado por razones políticas.

Sus obras de juventud, El convite, La lengua vulgar, La vida nueva y Monarquía, nos revelan a un hombre refinado, culto, de espíritu aristocrático y delicada sensibilidad. Pero también a alguien dispuesto a oponerse al poder temporal de la Iglesia y defender que la autoridad imperial deriva directamente de Dios y no del Papa. Además, la letra de sus sonetos sobre el amor delata que bien pudo ser miembro de una sociedad llamada los «Fieles de Amor» o «Fede Santa», compuesta por poetas creadores del denominado «dulce estilo nuevo», movimiento literario que ocultaba una organización iniciática, extendida por Francia y Bélgica durante el siglo XIII.

Sus objetivos, disimulados bajo el «Amor a la Mujer Única», eran denunciar la corrupción eclesiástica de Roma, cuyo poder no reconocían, preconizar una religiosidad más espiritual basada en la caridad y la justicia, así como transmitir la sabiduría de los antiguos ritos mistéricos que despertaban la capacidad de transmutar la conciencia y alcanzar el «conocimiento de Dios». Y todo ello a través del amor espiritual a una mujer idealizada y endiosada, como la Beatriz de Dante.

Existe una medalla, conservada en el Museo de Viena, con el rostro de Dante y la inscripción F.S.K.I.P.F.T. Interpretando las siglas como Fidei Sanctae Kadosh Imperialis Principatus Frater Templarius, podemos considerarla como una prueba histórica de la pertenencia del poeta a las citadas órdenes iniciáticas. Kadosh es una palabra hebrea que significa «santo», y también es el título que ostentaban los dignatarios de la «Fede Santa», conservado en los altos grados de la masonería escocesa. En todo caso, su obra de madurez, la Divina Comedia, habla por sí sola de alguien que conocía bien el camino de la transmutación esencial y alquímica del ser humano.

Iniciada en 1309, la Divina Comedia es un viaje imaginario a los reinos de ultratumba (Infierno, Purgatorio y Paraíso) en cuyos últimos cantos, el poeta, acompañado por san Bernardo –personaje fundamental para la Orden del Temple, pues estableció su Regla–, contempla al fin el misterio inefable de la Santísima Trinidad. Y una pregunta asalta al lector durante todo el texto: ¿es el relato de una experiencia trascendental y verídica, o sólo un producto de su imaginación?

¿Experiencia trascendental?

Declarar haber tenido una experiencia tal habría sido una herejía –por dogma, Dios es incognoscible–. Y tal vez por ello el autor la disfraza en un principio de sueño: «Tanto era mi sueño en aquel instante» (Infierno, I, 11). Pero luego, para que la obra no pierda su sentido doctrinario, revela, justo al final, que se ha tratado más bien de una visión: «Como aquel que en el sueño ha visto algo… así estoy yo, que casi se ha extinguido mi visión, mas destila todavía en mi pecho el dulzor que nace de ella» (Paraíso, XXXIII, 58-63). Otro hecho que parece apuntar a la hipótesis de que no es un viaje imaginario son las casi veinte veces que el poeta interrumpe el relato para pedir entusiasmado al lector que participe en la experiencia, algo inédito en la poesía de la época.

Para historiadores como Ioan P. Couliano no cabe duda de que esta obra es «la máxima expresión de los viajes apocalípticos cristianos». El término apocalypsis significa, en griego, «descubrimiento», «revelación». Se aplica a relatos literarios de viajes ultramundanos, pertenecientes a diversas tradiciones: griega, judía, cristiana, gnóstica, iraní, etcétera, que pululan desde el siglo I a. C., y en los que chamanes, personas normales, santos o profetas realizan un viaje celestial durante el cual alcanzan la iluminación. La diferencia entre todas estas historias se halla en la forma en que el héroe es invitado a tal andadura: por una conmoción cerebral o un estado de cuasi-muerte; mediante técnicas físicas y psicológicas, desde el ayuno al control de la respiración; o por un sueño o decisión divina.

Como hemos visto, Dante define el suyo como un sueño, pero también se describe a sí mismo como lo haría un alquimista: «el vaso de la elección, el recipiente colmado, por decisión divina, de gracia» (Infierno, II, v. 28). Es sabido que en Alquimia no se puede emprender el camino del Arte Real si no se cuenta con el don de la gracia divina. Y el hecho de que también designe a san Pablo –protagonista de otro arrebato místico– como «el vaso preferido del Espíritu Santo» (Paraíso, XXI, vv 127-128), hacen sospechar que el propio Dante cayó en un estado de trance que luego nos reveló a través de su poema.

Numerología mágica

El recorrido de la Comedia se halla plagado de símbolos esotéricos que sitúan al autor como un eslabón en la cadena de la larga tradición hermético-gnóstica. Significativamente, comienza su periplo en primavera, época en que los antiguos iniciados, y más tarde cátaros, masones y rosacruces, celebraban la muerte y renacimiento de la naturaleza y, por ende, del iniciado. Y en la que también se emprende la Obra alquímica. Además, el protagonista se encuentra perdido en un bosque –la tradición dice que para encontrarse a uno mismo primero hay que perderse–, donde intenta hallar la misma rama que Eneas busca en su descenso a los infiernos. Una rama dorada que recuerda a la de los iniciados de Eleusis, así como a la Acacia de la masonería moderna, emblema de resurrección e inmortalidad. Luego, guiado por el poeta Virgilio, símbolo del saber iniciático, atraviesa el Infierno, representación de la ignorancia y los estados inferiores del ser, que han de ser dominados para realizar la Gran Obra alquímica. En las profundidades del Averno ve a Lucifer con tres caras: negra, blanca y roja, colores de las tres fases alquímicas, que aluden a la posibilidad de sublimar la energía luciferina y utilizarla para el «renacimiento espiritual».

El viaje continúa hasta la Montaña del Purgatorio, donde el protagonista pasa del «negro» al «blanco» de la purificación. Todo tras mantener juegos dialécticos con personajes de su época, que le ayudan a transmutar los siete pecados capitales situados en siete peldaños, que recuerdan otros tantos grados de los misterios mitraicos o masónicos.

Curiosamente, al igual que en la tradición hermética, estos peldaños se asocian a los aspectos inferiores de los siete planetas clásicos –Sol, Luna, Marte, Venus, Mercurio, Júpiter y Saturno–, que han de ser transmutados en su esencia más sublime: del inconsciente instintivo a la imaginación pura; de la ira a la voluntad; del amor terrenal a la compasión por toda la creación; de la charla vana al intelecto sano; del poder tirano a la justicia; del egoísmo a la fe; y de la oscuridad de la ignorancia a la la luz de la sabiduría.

Finalmente, junto a Beatriz, bellísima y bondadosa mujer que murió joven y a quien Dante convirtió en su «Dama Mística», el poeta visita las esferas planetarias del Paraíso, que son las moradas de los santos, concepción propia de los primeros gnósticos cristianos, extraída a su vez de las obras atribuidas a Hermes. Asimismo, se inspira en la tradición hermética la luz celestial que se proyecta sobre las jerarquías angélicas y que pasa de unas a otras como reflejada en un espejo. A medida que Beatriz y Dante ascienden en el Paraíso, la luz aumenta de intensidad hasta alcanzar su grado máximo en el Empíreo. Allí, el poeta es conducido por san Bernardo a la iluminación completa, la fase en rojo de la alquimia, simbolizada por la contemplación de la Santísima Trinidad.

Por otra parte, llama la atención la abundante numerología esotérica y mágica de la obra. El poema tiene una estructura calculada en función del número 3, símbolo de la Trinidad, adoptado posteriormente por órdenes masónicas como en el Rito Escocés Trinitario. El cielo está dividido en siete plantas: los siete planetas de la antigüedad y número místico pitagórico por excelencia. Los grupos de santos o de autores clásicos, también van de siete en siete. Y Beatriz, a la que Dante conoció cuando ambos tenían nueve años, es símbolo excelso del dígito nueve, otra clave en la numerología pitagórica, que se repite en la estructura del poema: tres partes, cada una con treinta y tres cantos (el grado más elevado de algunas sociedades masónicas es el 33). La primera parte, con un canto más de introducción, completa el centenar –¿alusión a los cien nombres de Dios, noventa y nueve conocidos y uno secreto de los que hablan la Cábala o el sufismo?–. Por otro lado, en todo el libro está presente la «ley de semejanza, o analogía», clave de toda alquimia y magia que el poeta refleja en estos versos: «Existe un orden entre todas las cosas, y esto es causa de que sea Dios al universo semejante» (Paraíso, I, 103-105). O en estos otros: «mostrando que cualquier naturaleza menor es sólo un corto receptáculo del bien que no se acaba y no se mide» (Paraíso, XIX, 49-51). Esta ley preconiza que la Tierra es una repetición del Cielo, pero para que ese universo intangible y perfecto de las ideas se manifieste, es necesaria una revelación transformada en signos mediante la escritura: he aquí el verdadero objetivo de toda obra esotérica y también de la magistral Divina Comedia.
¿Es una casualidad que la Comedia se publique en 1321, siete años después de la destrucción de la Orden del Temple, en 1314? Según René Guénon, no. Para este experto en simbolismo, durante todo el periodo medieval existieron organizaciones encargadas de custodiar el conjunto de conocimientos esotéricos y cosmogónicos de las culturas egipcia, griega y romana, así como los derivados de la tradición judía y del esoterismo cristiano e islámico.

Misterio iniciático

La influencia de la obra de Dante y sus ideas político-filosóficas abrieron las puertas al Renacimiento, influyendo en hombres como Ficino, Giordano Bruno y, más tarde, Campanella, entre otros. Todos ellos coincidirían en la necesidad de crear una sociedad modelo y autocrática en la que el rey fuera un fiel reflejo de las virtudes celestiales y obtuviera su poder directamente de Dios.

La celebridad actual de Dante Alighieri se debe, sin embargo, a la calidad de su poesía, si bien ésta no hubiera alcanzado un nivel tan alto si no hubiese procedido del espíritu y de una visión trascendente. Una perspectiva que justifica que Dante se dirigiera al lector con la urgencia de un profeta.
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