Misterios
19/08/2020 (09:43 CET) Actualizado: 19/08/2020 (09:43 CET)

Khiva, la tierra de los descendientes de Noé

Vamos a viajar a una región del planeta donde todos los nombres de los países terminan en «tan». Baste por tanto para que, si no has leído el título de este reportaje, te ubiques geográficamente en el subcontinente asiático. Allí se encuentra el país uzbeco, y en una de sus tierras de frontera, Khiva, la perla de una ruta muy especial…

19/08/2020 (09:43 CET) Actualizado: 19/08/2020 (09:43 CET)
Khiva, la tierra de los descendientes de Noé. Foto Davide Mauro/Wikimedia Commons.
Khiva, la tierra de los descendientes de Noé. Foto Davide Mauro/Wikimedia Commons.

Tanto que se encuentra en esa línea horizontal considerada el mayor monumento jamás creado por el hombre: Sharah-i-Resam, la Ruta de la Seda. Y como no podía ser de otra forma, Khiva pone sus cimientos cientos de años atrás, utilizando la argamasa de la leyenda para fijar sus muros. Por eso, esa misma leyenda asegura que en un tiempo impreciso, Sem, el hijo del afortunado Noé, buscaba agua para saciar la sed después de duras jornadas atravesando el desierto de Karkum, cuando una madrugada, rodeado de su gente, se sumió en un profundo sueño y empezaron las revelaciones. La experiencia onírica surgió rodeada de niebla, y en mitad de ésta, refulgiendo como el cielo estrellado, Sem vio a decenas, quizás miles de hombres que portaban antorchas dirigiéndose hacia ellos, en silencio, como el ave rapaz de cae sobre el roedor sin que éste apenas tenga tiempo para ser consciente de su error. Y Sem, asustado despertó dando un respingo, y rápidamente hizo lo propio con sus acompañantes, que sin saber muy bien por qué, de repente se vieron amontonando tierra sobre la colina en la que hasta segundos antes descansaban.

El objetivo del hijo del creador del Arca era aparentar un fuerte de arena, para de este modo evitar el ataque de ese ejército invisible que sin duda, pues se trataba de una revelación, haría acto de presencia en breve.  Y fue tanto lo que excavaron que no mucho después abrieron una vía de agua en el suelo arenoso.

Esa era la señal, el motivo para asentarse definitivamente. Parece ser, y así lo continúan defendiendo los habitantes de Khiva, que aquellos primigenios fundadores empezaron a gritar alborotados Khei-vakh, Khei-vakh –«agua maravillosa la de este pozo»–, y desde ese instante la futura ciudad fue conocida como Khiva.

Así, rodeada por dos de los desiertos más áridos del planeta surgen las murallas de la vieja urbe, tan ocre que en la lejanía, de nos ser por las techumbres de algunos de sus templos y monumentos, que lucen baldosines de vivos colores, pasaría desapercibida a los ojos del hombre, entre otras cosas porque los calores de la región hacen que las alucinaciones sean habituales. Pero Khiva es real, tanto como para que intramuros, el viejo barrio de Itchan Kala sea considerado, desde 1990, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y motivos o templos –más de cincuenta– no le faltan para ello. Es evidente que desde mediados del siglo XVI hasta 1918 aproximadamente, la riqueza decidió asentarse de manera constante en este paso de caravanas, mercaderes de lejanas tierras que atravesaban estos desiertos tomando fuerzas en Khiva, ante de continuar su ruta hacia Irán. Esa fue la época en la que todo, economía, sociedad y espíritu estaban guiados por la misma persona: el Khan, hombre que unificaba todos los poderes, hasta que una vez terminada la Primera Guerra Mundial ésta y otras regiones de Asia fueron absorbidas por la todopoderosa Unión Soviética. 

Quizás por la lejanía, sus creencias y costumbres no cambiaron demasiado, pero sí lo suficiente para que el ateísmo tan propio de la etapa soviética hiciera que en estas tierras el islamismo sea, pero muy moderado. Sea como fuere, según se acercan las sombras de la noche no es difícil percibir el murmullo del viento antiguo del desierto, ese mismo en el que –aquí se cree– vienen las almas de aquellos que murieron al levantar la ciudad. Porque durante un tiempo la zona este fue lugar de venta de esclavos, y fueron muchos los que perecieron haciendo de este rincón de Uzbekistán el lugar bello que hoy es. Y hay más, porque acompañando a ese mismo vientos, especialmente cuando sopla con silbido de mujer, vienen los djin, los demonios que rodean al caminante nocturno y lo convierten en polvo de arena para no escapar jamás de esta cárcel sin muro ni límites…

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