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01/10/2007 (00:00 CET) Actualizado: 23/05/2022 (17:44 CET)

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01/10/2007 (00:00 CET) Actualizado: 23/05/2022 (17:44 CET)

Si hay un lugar en la Península que evoca los misterios más oscuros, aquellos que permanecen anclados a garfio y fuego en el inconsciente colectivo, qué duda cabe que como las Hurdes hay pocos. Pateando sus senderos, recorriendo sus pueblos de pizarra, atendiendo a las conversaciones de los ancianos, comprendiendo en suma que aquí la realidad es otra, podemos llegar a entender que esta tierra sumida entre profundas montañas muestra el catálogo más absurdo y asombroso de lo extraño de cuantos podamos recopilar en nuestro país. Su bestiario, centenario y temido, es único; los encuentros con el misterio que acabaron en tragedia, demasiados; los testigos, muchos más… Entrar en esta sociedad cerrada y celosa de sus tradiciones es francamente difícil, pero una vez roto el cerco inicial, cuando a la luz de la Luna los viejos patriarcas de las arquerías que siembran sus pizarrosas cumbres encienden el fuego, asan con esmero las carnes, riegan sus gaznates con caldos añejos, y dejan escapar melodías prohibidas que salen de instrumentos antaño prohibidos, es entonces cuando su rudeza –ese escudo que los maltratos de los siglos les ha obligado a ponerse– se rompe, y surge el humano, frágil, asido a sus temores atávicos y con ganas de hablar, de contar aquello que un día pasado le cambió la vida; a él y a los suyos; a veces a pueblos enteros, porque en el viajero curioso ven ese clavo último al que aferrarse, buscando respuestas que en ocasiones llegaron en forma de cruel sorna, y en las más de las ocasiones de rechazo… El testigo es el fin último del trabajo que este mes traemos a nuestra portada, porque cuando uno se "patea" las carreteras para toparse frente a frente con eso que llamamos enigma, a la conclusión del viaje ese hombre, mujer o niño que te narra su experiencia es consciente de que su existencia ha cambiado; que la vida jamás podrá volver a ser igual. Ha ocurrido en incontables ocasiones en las Hurdes, pero también en la sierra del Saúco, cuando caen los fríos de noviembre, con su luz de difuntos, o en instalaciones militares en las que surgen extrañas luminosidades, o con las desapariciones de niñas a manos de seres de blanco.El fenómeno no hace distingos de razas, estamentos sociales, sexo o edad, pues se manifiesta cómo, cuándo y dónde le viene en gana. Pero el final siempre es el mismo: una persona, presa del miedo, con expresión lacónica incapaz de dar respuestas a lo ocurrido, consciente de que ha sido marcada por algo o alguien; sabedora en definitiva de que esos que un día se aparecieron a la vera de la carretera, o en mitad del bosque, o tras la ventana de su habitación, en cualquier momento pueden regresar…Lorenzo Fernández Bueno

 

 

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Nº 404, mayo de 2024