Civilizaciones perdidas
01/10/2004 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

La batalla de Stirling

La vida de los héroes siempre se nos ofrece cubierta por la niebla de leyendas y cuentos populares. Es el caso de William Wallace, el mítico paladín por la libertad de Escocia. No obstante, su momento más brillante en la historia sí está perfectamente documentado. Me refiero a la decisiva batalla de Stirling…

01/10/2004 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
La batalla de Stirling
La batalla de Stirling
William Wallace nació el 31 de enero de 1272 en Elderslie (Escocia). Cuando tenía catorce años, el país perdió inesperadamente a su rey Alejandro III, con la consiguiente convulsión social y política. La falta de un heredero claro que asumiera el trono hizo que los nobles más destacados adoptaran la regencia del reino a la espera de Margaret, nieta del monarca y su única descendiente viva. El fallecimiento prematuro de la pequeña dejó vía libre para que el rey inglés Eduardo I, conocido como long-shanks –piernas largas–, reclamara sus derechos dinásticos sobre el trono de Escocia, lo que desembocó en una sanguinaria guerra entre las dos naciones.

En el año 1296 se celebró la batalla de Dunbar, en la que los escoceses se dejaron 10.000 muertos y perdieron su independencia a manos del despótico e implacable rey británico, sobre el que acuñó un nuevo sobrenombre: "El martillo de los escoceses".

Tras el desastre, los clanes y buena parte de la aristocracia volvieron sus miradas sobre William Wallace, ya convertido en héroe popular por su carisma, valentía y brillantez militar. Su apariencia física era la de un rotundo guerrero con el pelo rojizo y aleonado, vivaces ojos azules y dos metros de altura, suficientes para blandir su claymore, típica espada escocesa de 1,64 metros de longitud.

En menos de un año organizó un nuevo ejército en compañía de nobles patriotas como Sir Andrew de Moray, y en 1297 las tropas escocesas, en inferioridad de cuatro a uno, derrotaron a los ingleses en la épica batalla de Stirling Bridge.

¡Alba go bratht!
El ejército expedicionario inglés estaba integrado por unos 25.000 efectivos, cifra que algunos historiadores elevan hasta 40.000 soldados, entre los que se encontraban 300 jinetes pertenecientes a la famosa e imbatible caballería acorazada.

Por su parte, los escoceses, comandados por Sir Andrew de Moray y William Wallace, unieron sus ejércitos para intentar repeler la ofensiva inglesa. Con todo, las tropas escocesas se encontraban en clara inferioridad numérica, al disponer tan sólo de unos 10.000 guerreros mal entrenados y, a todas luces, insuficientes frente el disciplinado ejército enemigo. De ese modo, llegamos a septiembre de 1297, año en el que las dos formaciones se acercaron a las inmediaciones de Stirling, localidad estratégica cuya posesión abría las puertas de Escocia. Cerca de la abadía de Cambuskenneth, muy próxima al río Forth, se situaron las tropas de Wallace, dominando las colinas próximas a un estrecho puente de madera que cruzaba el cauce fluvial. A escasa distancia se encontraba el castillo de Stirling, pieza clave en aquel conflicto por la libertad de Escocia.

El 11 de septiembre de 1297, las embajadas de uno y otro ejército intercambiaron toda suerte de mensajes con distintos propósitos. Por un lado, James Stewart, lugarteniente de Wallace, dijo al conde Surrey que depusiera su actitud beligerante frente a Escocia; que sin más, abandonara esa posición.

Sir John de Warrene recibió con una carcajada la petición escocesa; la consideró una ofensa. Él mismo envío a dos monjes dominicos con un texto en el que se ordenaba a ese asilvestrado ejército rebelde que se rindiera y aceptara la sumisión ante el poder de Eduardo I. Famosa fue la réplica de William Wallace: "Volved con vuestros amigos y decidles que no hemos venido aquí sino a luchar, determinados a tomar venganza y liberar a nuestra patria. Decidles que vengan aquí y nos ataquen; estamos esperando para enfrentarnos a ellos cara a cara".

Cuando los dominicos llegaron al campamento ingles con esta respuesta, Sir John de Warrene ordenó, de forma tajante, un ataque total de su caballería pesada que –con galope atronador– comenzó a cruzar el debilitado puente de madera que unía las dos orillas del río Forth.

Wallace esperó pacientemente a que los primeros caballos llegaran al extremo opuesto de la pasarela. Tras los jinetes avanzaba la infantería; fueron unos minutos muy tensos en los que los escoceses mostraban su ímpetu por entrar en combate, pero Wallace seguía sin dar la orden de atacar… ¿A qué esperaba?
Los ingleses, confiados, situaban cada vez más tropas en línea de batalla. Por fin, el líder escocés divisó algo que le hizo dar la orden de ataque generalizado. En el horizonte se adivinaba la polvareda levantada por la caballería de Sir Andrew de Moray quien, en una genial maniobra, situó su parte de ejército en el flanco de los ingleses. Wallace se dirigió entonces a sus hombres, consciente de que la oportunidad que se presentaba era definitiva…
Al grito de ¡Alba go brath! –"Escocia para siempre", en gaélico– ordenó a sus vanguardias bajar de las colinas para lanzarse contra el odiado enemigo. El clamor en el campo escocés fue único e irrepetible. Wallace dio instrucciones a sus arqueros para que apuntaran a la caballería inglesa. En segundos, una nube de flechas surcó los cielos de Stirling Bridge para impactar en los cuerpos de los jinetes y sus monturas. El estrépito ocasionado fue ensordecedor. Al mismo tiempo, los caballeros de Sir Andrew contactaban con la delgada línea central inglesa. La carga fue tan bestial como efectiva y partió en dos al ejército inglés, que quedó sumido en un desconcierto total; 5.000 infantes y jinetes quedaron aislados de su cuerpo principal.

Los furiosos escoceses se abalanzaron sobre ellos con sus claymores, hachas y martillos. Los golpes y tajos de las armas diezmaron los restos de aquel orgulloso ejército; muchos guerreros a caballo fueron desmontados y empujados al río, donde inexorablemente se hundían por el peso de sus armaduras. Un desesperado Sir John de Warrane envío refuerzos para paliar el desastre, pero todo fue inútil. Por si fuera poco, el puente cedió y se llevó con él a cientos de soldados ingleses que murieron ahogados en el cauce del Forth.

La jornada terminó con una vergonzosa retirada de los ingleses, perseguidos muy de cerca por la caballería ligera escocesa. Fue una victoria brillante para Wallace y los suyos. Escocia quedó libre, por el momento, de tropas extranjeras.

La batalla de Stirling Bridge supuso el momento álgido en la vida de William Wallace. Los nobles reconocieron de grado o por fuerza la importancia del héroe escocés. El propio Robert de Bruce le ungió como caballero en una ceremonia que además sirvió para reconocerlo como Lord protector de Escocia. Empero, la adversidad cubrió el destino del flamante héroe nacional: desconfianza, conjura y la derrota escocesa en la batalla de Falkirk, convirtieron a Wallace en un proscrito y, aunque intentó levantar nuevos ejércitos contra Inglaterra, todo fue inútil. En agosto de 1305 sería vílmente traicionado por supuestos amigos que lo delataron ante los ingleses. Una vez capturado, fue conducido a Londres para ser internado como delincuente común en la Bloody Tower. El juicio sumarísimo tuvo lugar el 23 de ese mismo mes; el fiscal lo acusó de alta traición al soberano y le recriminó múltiples asesinatos y su paganismo. William escuchó sereno todas las acusaciones y, conocedor del final que le esperaba, dijo con voz firme: "Si me acusáis de asesino por matar a los enemigos de mi patria, entonces soy cien veces culpable, pero no me podéis llamar traidor, cuando siempre he servido a mi país, el cual es Escocia, y no Inglaterra, a cuyo rey nunca he jurado lealtad".

El prisionero fue condenado a morir arrastrado, colgado y descuartizado, torturas que soportó hasta el fin sin pronunciar un sólo lamento. Eduardo I ordenó que los miembros mutilados de Wallace fueran repartidos por las cuatro esquinas de Gran Bretaña. Lejos de su propósito de escarmiento, lo que consiguió long-shanks fue que el espectro de Wallace lo acompañara hasta su muerte dos años más tarde. Había nacido una leyenda de libertad para las futuras generaciones, que rindieron homenaje a Wallace inmortalizando el grito gaélico: ¡Alba go braht! Es decir: "¡Escocia para siempre!".
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