Ocultismo
01/05/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

Libros prohibidos

España, donde la Inquisición se alió con la corona en su labor de control, sufrió durante siglos la quema de libros y las prohibiciones sobre lecturas molestas a ojos de los poderosos. Graves penas podían caer sobre el que se atreviera a contravenir las rígidas normas del Santo Oficio. Hoy, las prohibiciones sobre qué informaciones llegan al público, no han desaparecido del todo.

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Libros prohibidos
Libros prohibidos
El tema de los libros prohibidos ha excitado la imaginación de la gente durante centurias. Hoy es motivo de cultura popular el tema de los índices, las listas con lo que no se podía leer, pero casi nadie sabe exactamente qué temas estaban directamente proscritos. Antonio Sierra Corella, en su obra de 1947 Índices y Catálogos de Libros Prohibidos, no deja dudas acerca de lo que caía en el saco negro de la censura: "Objeto de corrección y de expurgo, serían las proposiciones heréticas, erróneas, próximas a la herejía, escandalosas, ofensivas a los piadosos oídos, temerarias, cismáticas, sediciosas, blasfemas, contrarias a los ritos y ceremonias de los sacramentos, opuestas a los usos y costumbres establecidos en la Iglesia; las innovaciones profanas que introducen en el lenguaje palabras escogitadas intencionadamente por los herejes, para engañar; vocablos dudosos y ambiguos, que mueven los ánimos de los lectores a pensar mal o torcidamente; palabras infielmente tomadas o traducidas de la Sagrada Escritura, a no ser para combatir a los herejes que a ellas se aferran; la aplicación de términos de la Sagrada Escritura a usos profanos, aplicación diferente de cómo las entienden los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia; los epítetos honoríficos en tono de propaganda, aplicados a los herejes; las supersticiones, los sortilegios, las adivinaciones, el hado, la suerte, la fortuna o el infortunio y cosas contrarias al libre albedrío; las palabras que suenan a paganismo, las que van contra la fama del prójimo, sea éste eclesiástico, príncipe o aún particular, o contra las buenas costumbres, como también las que fomentan la política gentil y tiránica, contraria a la doctrina del Evangelio, aunque sea so color de razón de Estado; los cuentos y anécdotas que ofenden la dignidad eclesiástica o ritos y ceremonias; los chistes y gracias aliñados en perjuicio de la fama a quien siempre tiene derecho el prójimo; las palabras lascivas y los grabados obscenos y mal intencionados".

Como puede leerse en la obra de Sierra Corella, las autoridades religiosas católicas guardaron durante siglos para sí una variada temática sobre la que aplicar su poder de prohibición. La Inquisición española mantuvo un férreo control sobre cualquier libro o papel que apareciera, sobre todo si llegaba de la "desviada" Europa.

Una costumbre muy antigua
Los libros, el vehículo tradicional para transmitir ideas, han sido perseguidos desde tiempos inmemoriales. En la mayoría de las culturas del pasado, las autoridades, ya fueran religiosas o civiles, se reservaban generalmente el derecho de decisión final sobre cualquier obra. Si el libro no dañaba, según el criterio de los censores, ninguno de los preceptos por ellos dispuestos, podría ser difundido sin problemas, eso sí, tras el pago del preceptivo impuesto. Si el escrito era encontrado válido, pero en su interior anidaban "malas semillas" en algunas de sus estrofas, era expurgado, limpiado de todo mal. Se trataba del "corta y remienda", la censura filtradora que permitía la venta de obras mutiladas, por el "bien público" claro está. En estos casos el impuesto pagado para permitir la difusión del libro solía ser bastante alto. Por último, se encontraban los condenados sin remedio, aquellos libros, papeles o cualquier otra obra que, por mucho que se lo depurara, siempre sería inaceptable. Su prohibición estaba asegurada, así como la persecución de su autor y la de todos los que poseyeran copias del libro maldito. En tiempos del Imperio Romano ya se conocían estas prácticas. Los godos hicieron grandes quemas de libros escritos por partidarios de la herejía arriana, fiestas de destrucción en las que, muchas veces, también eran eliminados los propios autores. Tras un breve período de convivencia, más o menos pacífica, entre las comunidades de las tres grandes religiones monoteístas, con ejemplos tan sobresalientes como la Escuela de Traductores de Toledo, las cosas se pusieron muy negras. Los reinos cristianos de la península Ibérica iniciaron una cruel persecución contra judíos y musulmanes. Fruto de aquellos odios, gran cantidad de hogueras iluminaron las madrugadas, en las que se destruía todo lo que estuviera relacionado con el Talmud o el Corán, los libros sagrados de las minorías perseguidas. La quema de libros levantó tales pasiones con el paso de los años, que se llegaron a celebrar auténticos festivales en los que participaba todo el pueblo. Según algunas fuentes del siglo XVI, el cardenal Cisneros, que llegaría a ser inquisidor real, ordenó en 1500, cuando era arzobispo de Toledo, la celebración de un gran auto de fe. En presencia de una fanática muchedumbre, se quemaron más de un millón de volúmenes, la mayoría de un valor incalculable. Las cosas empezaron a ponerse mal para los censores en aquel mismo siglo, pues un invento considerado como diabólico por muchos prelados inició su difusión a gran escala en la escena cultural europea: la Imprenta de Gütenberg. Para luchar contra la proliferación de obras prohibidas, que ahora ya podían ser producidas a escala "industrial", la Inquisición atacó aumentando sus miembros, confidentes y redadas preventivas contra cualquier biblioteca, tanto pública como privada.

El papel de la Iglesia
Pronto la Iglesia decidió pasar a la acción. En 1501 el Papa español Alejandro VI, informado de que se publicaban libros erróneos con doctrinas contrarias a las de la Iglesia Romana en varios lugares de Europa Central, ordenó a los arzobispos de las ciudades "infectadas" que ningún libro se podría imprimir sin la licencia eclesial. Por si esto fuera poco, dio orden a sus obispos para que "...requiriesen a todos los impresores y a todos los particulares de cualquier dignidad, grado y condición, que fuesen que les presentasen en un espacio determinado de tiempo todos los libros e impresos que contuviesen proposiciones impías, contrarias a la fe católica, escandalosas y malsonantes, bajo pena de excomunión mayor u de multa pecuniaria, que quemasen estas obras y cuantas les fuesen denunciadas, que prohibiesen su lectura y su posesión y que investigasen en fin quiénes eran sus autores u verificasen si eran sospechosos de herejía, apelando en caso de necesidad al brazo secular al que correspondería la mitad de la multa prevista".

Estas normas de "higiene religiosa" fueron aplicadas a toda la cristiandad a partir del Concilio de Letrán, en 1515. Los obispos e inquisidores se encargaron de cuidar la censura y de no permitir la difusión de ningún libro sospechoso, además de ser los responsables del cobro de las licencias necesarias en cualquier publicación. Aunque la norma alcanzó todo el orbe cristiano, la cuestión venía de lejos. Los Reyes Católicos reservaron la autoridad real para conceder licencias de impresión. Según la pragmática del 8 de julio de 1502, se prohibió a los libreros, impresores y mercaderes la impresión de ningún libro sin la licencia oficial del reino. Sin duda fue una buena forma de controlar ideas peligrosas y a la vez obtener un gran beneficio económico. Con la insurrección luterana y el auge del protestantismo, gran parte de Alemania y de los países nórdicos pasaron a quedar fuera del control del poder católico, con lo que se convirtieron en lugares de creación y distribución de libros heterodoxos. Desde entonces, el catolicismo se dedicó a filtrar, prohibir y expurgar todas las obras procedentes del exterior. Se establecieron los catálogos de libros prohibidos, para poner en guardia a los fieles en contra de su lectura. Si se deseaba ser un buen católico, había que mantenerse alejado de la diabólica influencia de los libros marcados en rojo. El primer índice romano fue publicado en la época del Papa Pablo IV, quien ordenó también en 1564 la redacción del Catálogo de Libros Condenados por el Concilio de Trento. Dos años más tarde, la comisión que se había encargado del trabajo fue convertida por Pío V en la famosa Sagrada Congregación del Índice, un organismo permanente de la Iglesia destinado a luchar contra la propagación de libros heréticos. Esta organización religiosa ya había sido adelantada en Francia, Flandes y España por el poder público, quien había organizado años antes oficinas censoras similares. En España la tarea de controlar libros heréticos fue encomendada a la Inquisición, el célebre órgano religioso creado en el siglo XV para velar por la pureza de la fe, sobre todo la de los conversos. A partir de 1530, el Consejo Supremo de la Inquisición Española añadió a las tareas de censura y prohibición, la de ordenar visitas sorpresa a las bibliotecas públicas o privadas, buscando en ellas obras sospechosas. Incluso los grandes escritores del Siglo de Oro español sufrieron las limitaciones en su libertad expresiva; cierto es que tampoco tuvieron una gran presión, pues lo que más se vigilaba eran los libros foráneos, pero se dieron casos tan curiosos como la censura de una frase del Quijote cervantino. La impresión de libros en Europa alcanzó tales niveles, que la Inquisición española no podía revisar todo lo que llegaba a sus manos. Por esto, la censura casi nunca fue a priori; se esperaban las denuncias de los ciudadanos y de los comisarios del Santo Oficio acerca de las obras que circulaban. Recibida la acusación, el mecanismo de limpieza se ponía en marcha. Generalmente un libro era condenado por su número de lectores. Si un volumen sospechoso no lograba mucha difusión, no era condenado. La Inquisición se ahorraba así costosos procedimientos y, a la vez, impedía centrar la atención sobre obras peligrosas pero poco conocidas, no fuera que a muchos les entraran ganas de probar aquellos "frutos prohibidos" y se terminaran haciendo publicidad de lo que se quería desterrar. Las cosas empezaron a cambiar en el siglo XVIII. La llegada de los Borbones al trono español y la primacía de los jesuitas en la Inquisición, hicieron que el panorama de la censura variara de forma rápida. Durante el reinado de Carlos III la preocupación principal del gobierno se centró en la modernización del país. De Francia se hicieron venir a técnicos, científicos, sabios y artistas. Con ellos llegaron libros y filosofías. Las frescas ideas de Europa comenzaron a filtrarse en la mentalidad tradicional española. A todo esto la Inquisición, aunque ya moderada, reaccionó prohibiendo cientos de libros franceses por contener propuestas contrarias a la moral católica. La condena de libros llegó en España hasta bien entrado en siglo XIX, aunque la censura todavía tendría por delante una larga vida.

El cordón sanitario
A partir de 1770 se multiplicaron en España las sociedades científicas y sobre todo las "Sociedades de Amigos del País". Aquellos grupos, formados por ciudadanos de las clases más altas, se hallaban inspirados en los pensamientos de la Ilustración. Su meta era conseguir mejorar el desarrollo del país, conocer las nuevas filosofías y ciencias, dejar atrás las épocas oscuras de la opresión religiosa. El Santo Oficio respondió a este desafío dando orden a todos los grupos ilustrados con respecto a sus bibliotecas, intentando crear un cordón "sanitario" contra todo lo europeo. La posesión y lectura de obras prohibidas, dada la imposibilidad de limitar su impetuosa difusión, se autorizó a condición de que se las guardara en estanterías apartadas del resto de los libros. Sólo el bibliotecario y el director del centro de reuniones podían disponer de la llave para acceder a los volúmenes prohibidos. Bajo la responsabilidad del director recaía la decisión de prestar los libros ocultos para su lectura, que sólo debían cederse a las "mentes preparadas". Una norma estricta y muy tranquilizadora para los inquisidores, pero que casi nadie respetaba pues por lo general todos los miembros de las sociedades se saltaban alegremente las licencias de lectura. Claro que, confiar en aquellas licencias era poco menos que cosa de ingenuos. Una vez que un libro prohibido llegaba a España, el Santo Oficio poco podía hacer para evitar su lectura. El mismo hecho de ser objeto de prohibición hacía que fuera objeto de deseo. Incluso cuando el volumen fuera realmente pésimo y hubiera sido proscrito por unas simples frases eróticas, era leído con pasión. Las bibliotecas de las sociedades eran disfrutadas por todos los socios; los libros eran prestados, los amigos se lo pasaban a la familia, y los censores también prestaban libros ocultos a sus conocidos. Las licencias de lectura se destinaban a una sola persona, que era la única capacitada para acercarse a las obras encerradas en las estanterías clausuradas. Pero las gentes mueren, y las herencias permanecen, así que pese a lo que opinara la Inquisición, los descendientes no tenían el menor escrúpulo en leer las obras prohibidas heredadas, como si la licencia hubiera sido transmitida también a la muerte de su titular. Llegados a los albores del siglo XIX ya casi nadie delataba a los poseedores ilegales de libros prohibidos. Además, los castigos espirituales, que eran los más comunes, no asustaban; la gente seguía leyendo sus libros proscritos a pesar de que el inquisidor de turno les hubiera condenado a rezar mil oraciones. El comportamiento se había relajado, pero con todo seguía siendo muy difícil editar en España un libro que figurara en el "Índice de Libros Prohibidos", incluso para los poseedores de licencias de lectura e impresión. En general, la tolerancia de la Inquisición tenía sus límites. Los agentes del Santo Oficio conocían lo populares que eran los libros prohibidos entre la alta sociedad. Mientras aquellas lecturas se hicieran en la intimidad o en grupos reducidos, fuera del escándalo, las autoridades no actuarían. Pero ante denuncias muy fundadas o hechos conocidos por un amplio público, la Inquisición atacaba, a veces de forma brutal, con el objetivo de atajar la extensión de la infección moral. Desde el siglo XVIII las sentencias del tribunal inquisitorial fueron cada vez más suaves y, en general, casi nunca implicaron penas severas. Aun así, el mero hecho de ser llamado ante la Inquisición, constituía un motivo de inquietud y se convertía en una mancha negra en la vida del acusado y su familia. Por otra parte, los delatores estaban a la orden del día; cualquiera podía ser acusado de la tenencia o lectura de libros prohibidos, con lo que la interferencia del Santo Oficio y el mal trago de un proceso podía tocarle a cualquiera, con las consecuencias que ello podría acarrearle al inculpado. o
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