Ocultismo
01/05/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

Los fantasmas de Père-Lachaise

Cuando tenía veintisiete años, Jim Morrison visitaba este cementerio por primera vez. Cautivado por su encanto, comentó al amigo que le acompañaba su deseo de ser enterrado allí. Tres semanas más tarde recibiría sepultura en uno de sus nichos… Sin aconsejar a nuestros lectores que visiten tan siniestro camposanto, les contamos algunas historias sobre los atormentados espíritus que habitan en sus tumbas. Atrévanse a seguir leyendo…

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Los fantasmas de Père-Lachaise
Los fantasmas de Père-Lachaise
Las cuarenta y cuatro hectáreas y pico que hoy ocupa el cementerio parisino de Père-Lachaise fueron adquiridas por los jesuitas en el año 1626. Por haber sido escenario de las primeras correrías infantiles de Luis XIV, los terrenos recibieron el nombre de Mont-Louis y servirían de hospicio, a la vez que, años más tarde, fueron casa de retiro para el padre François de La Chaise d'Aix, jesuita confesor del monarca. Muerto el sacerdote en 1709 a los 85 años de edad, la finca continuó siendo propiedad de dicha congregación hasta 1765, cuando fue vendida y traspasada a varios propietarios.

Hubo que esperar algunos años hasta que, en 1801, el deseo de mejorar la salubridad pública evitando que continuaran los enterramientos en iglesias y sus alrededores, impulsara el proyecto de crear cementerios en las afueras de la ciudad. Fue entonces cuando, bajo el mandato de Napoleón, Nicolas Frochot, jefe de la Prefectura del Sena, ordenó la readquisición de los terrenos para que fuesen destinados a convertirse en la necrópolis del Este, más tarde conocida como Père-Lachaise. Antes de que el arquitecto Alexandre Brogniart terminase su obra, el camposanto abrió sus puertas un 21 de mayo de 1804.

Entre sus primeros huéspedes, el recién inaugurado cementerio nutrió sus tumbas con los huesos de La Fontaine, Molière y los amantes Abelardo y Eloísa. Cuentan que el traslado de estos restos respondió a una hábil estrategia publicitaria: captar clientes entre las clases más adineradas convenciéndolas de que, siendo enterradas junto a dichas celebridades, sus cuerpos nunca terminarían siendo desmembrados por estudiantes novatos de medicina en ninguna sala de anatomía…

Espíritus atormentados
Última morada para los que logran la eternidad convirtiéndose en celebridades, las tumbas de Père-Lachaise abrazan los huesos de quienes en vida fueron auténticos espíritus atormentados, como si hubieran estado predestinados a recibir sepultura en un cementerio encantado como éste. Y es que, detrás de cada epitafio, encontramos episodios sugerentes y auténticas historias de tragicomedia.

Es el caso, por ejemplo, de la actriz Sara Bernhardt (1844-1923), que durante años vivió obsesionada con el tema de la muerte. Cuentan sus allegados que, para mitigar la angustia que le generaba la proximidad del ocaso, durante un tiempo tuvo la costumbre de dormir en un ataúd arropándose con las cartas que recibía de sus rendidos admiradores. En cuanto a Marcel Proust (1871-1922) pocos conocen que financió un burdel "de ambiente" y que era aficionado a las prácticas sadomasoquistas más extravagantes. Del escritor Balzac (1799-1850) se cuenta que sólo encontraba inspiración a partir de la medianoche, hora en la que se despertaba y, vistiéndose con fantasmales hábitos de color blanco, se ponía a escribir.

En cuanto al célebre Molière (1622-1673), es de sobra conocida su repentina e inexplicable muerte tras la representación de la obra El enfermo imaginario. La tradición quiere atribuir la nefasta influencia al color de la bata con la que estaba ataviado –verde en Francia, morado en Inglaterra, y amarillo en España–. Sin pretenderlo, su fallecimiento inauguró una de las supersticiones más extendidas en el mundo del teatro. Quizás por ello mereció que sus restos fueran traídos hasta Père-Lachaise, convirtiéndole en uno de sus primeros inquilinos.

Una de las sepulturas a las que se tributa mayor veneración, es aquella donde descansan los restos del irlandés Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde (1854-1909), conocido mundialmente como Oscar Wilde. La estatua que se erige sobre su nicho, obra de Jacob Epstein, es la de una especie de ángel faraónico que recuerda a los toros alados asirios. Sobre la base de esta asexuada escultura –después de que, en los sesenta, alguien a quien debió desagradar el tamaño de su virilidad decidiera "castrarla" de un martillazo– se destacan las numerosas manchas de carmín dejadas por los labios de sus incondicionales. Reflexionando sobre los últimos días en una de sus obras, el célebre dramaturgo dejó escrito: "La muerte es un precio muy alto por una rosa roja".

Si, como aseguran los espiritistas, es cierto que tras la muerte perduran las excentricidades, en Père-Lachaise encontramos el mayor número de espíritus difuntos dispuestos a salir de sus tumbas en cualquier momento para manifestarse al visitante que se atreva a perderse en el intricado laberinto de sus alamedas.

Fantasmas enamorados
Abelardo y Eloísa fueron los primeros inquilinos que se acomodaron en Père-Lachaise. Sus cuerpos descansan en un bello mausoleo, situado en una de las numerosas plazoletas en la que desembocan los serpenteantes senderos que atraviesan el camposanto. La historia maldita de este amor imposible nos traslada hasta el siglo XII, y comienza en el mismo instante que Abelardo, pseudónimo del religioso Pierre Berenguer –¿1080?-1142–, catedrático de teología en la Universidad de París, recibe el encargo del obispo Fulberto para educar a su sobrina Eloísa (1101-1164), una hermosa adolescente de apenas dieciséis años.

Incapaz de resistirse a los encantos de la joven y vivaz doncella, a quien dobla en edad, el teólogo termina enamorándose perdidamente de su belleza. La pasión surge entre ambos y, muy pronto, la muchacha quedará embarazada. Enamorados en la clandestinidad y casados en secreto para evitar el disgusto de su tío Fulberto, su amor no tardará en ser descubierto. Procurando ocultar el escándalo, Abelardo decide entonces enviar a su enamorada a un convento de Bretaña. Descubiertos por el obispo, quien pretende purgar el ilícito romance a cualquier precio, Abelardo es perseguido y castrado por cortejar a su sobrina.

Triste y desolada, enamorada eternamente de su amado, Eloísa permanecerá el resto de sus días recluida en el convento, dedicándose al estudio y la vida contemplativa. Tan sólo la muerte volverá a unir a estos dos amantes, cuyos huesos descansan, juntos, en uno de los más románticos panteones de Père-Lachaise.

Otra de las historias malditas que pueblan este cementerio encantado es la que nos sugiere una de las sepulturas que más sobrecogen al visitante y que inmortaliza en piedra al fantasma de Madame Raspail. Su panteón familiar parece identificarse con el calabozo en el que, estando preso el político y revolucionario François Raspail (1794-1878), recibe la dramática noticia de la muerte de su amada esposa. Aquella misma noche, el cautivo estadista se despertará sobresaltado ante la estremecedora aparición de su difunta mujer quien, antes de emprender su viaje hacia el otro mundo, tendrá tiempo de hacerle una última y fantasmal visita…

Calaveras aladas en el cementerio
Mucho antes de que películas como El Exorcista (1973) provocaran reacciones histéricas entre el público, las primeras proyecciones de una pionera "linterna mágica" lograron aterrorizar a la audiencia, incapaz de distinguir si lo que estaba viendo era real o no. En este sentido, uno de los espectáculos más terroríficamente asombrosos era el proyectado en los teatros parisinos de la década de 1830 por el belga Etienne Robertson (1763-1837), bautizado como Phantasmagoria, un montaje visual que constituyó entonces el más fiel precedente de lo que hoy conocemos como cine de terror. Su espectáculo consistía en la proyección de imágenes infernales de calaveras y demonios alados que, como auténticos fantasmas del averno, sobrevolaban las cabezas de los indefensos espectadores. Mientras, el sonido de un coro de voces siniestras se encargaba de ponerles el vello de punta. Hoy, aquellas calaveras aladas que amenizaron tan terroríficas veladas en las tardes de domingo parisinas, descansan en compañía de su artífice coronando su sepultura. De noche hay quien asegura haber visto alguna de ellas, agitando sus alas para confundirse con el vuelo de algún murciélago…

La tumba de Mefistófeles
Varias tumbas más allá descansa el cuerpo del célebre mago y cineasta George Méliès (1861-1938). Hijo de un zapatero que frustra su carrera artística como dibujante –quien rodara la iconográfica imagen del obús estrellándose en el ojo de la Luna en Le voyage dans la Lune (1906)–, comenzaría a sentirse cautivado por el teatro ilusionista durante su estancia en Londres, cuando se convierte en un asiduo visitante de la sala Egyptian Hall. Seducido por la magia y el espectáculo circense, de regreso a París, Mèliés iniciaría su andadura en el mundo de la farándula cediendo su parte en el negocio familiar para adquirir el célebre teatro "Robert-Houdin".

Después de asistir a la famosa exhibición ofrecida por los hermanos Lumière, alumbraría la idea de mezclar el género fantástico con las posibilidades que permitían el hallazgo de un nuevo e incipiente medio para relatar historias. Es así como, entre 1896 y 1897, el mítico cineasta rueda la que puede considerarse como la primera película "satánica" de la historia del cine: Le cabinet de Mephistopheles. El film, de poco más de tres minutos y pionero en el uso de efectos especiales, nos muestra al propio Mèliés caracterizado como "señor del averno", quien desaparece dejando una estela de humo cuando alguien realiza la señal de la cruz. El cortometraje sería el primero en toda una serie de películas inspiradas en el mito de Fausto, y en el que al propio Mèliés se le antojaría el oscuro capricho de reservarse el papel de Mefistófeles. Quién sabe, quizás como el mítico Bela Lugosi, amortajado con su túnica de vampiro, la sombra fantasmal de Méliès, ataviado con su mefistofélica capa, se deslice fugazmente cada noche por entre las tumbas…

¿Presagio de muerte?
Cuando, aquella tarde del mes de junio, Jim Morrison (1943-1971) paseaba entre los nichos de este cementerio en compañía de su amigo Alain Ronay, no pudo evitar comentarle su deseo de ser enterrado aquí. Como si de una premonición se tratara, aquel joven que todavía no había cumplido los veintiocho años vería cumplida su voluntad apenas tres semanas más tarde…
Su repentina muerte, rodeada de extrañas circunstancias, continúa siendo un auténtico enigma. Si hemos de creer el testimonio de la que entonces fuera su novia, Pamela Courson, su cuerpo fue hallado sin vida tendido en la bañera y con el rostro empapado en un vómito de sangre la mañana del 3 de julio. Aquella misma noche habían cenado juntos en un restaurante chino. Antes de que acudiera la policía, ella y un amigo de ambos, Jean de Breteuil, se encargarían de ocultar cualquier rastro de heroína, droga a la que el artista era adicto junto a la cerveza, causa de su obesidad en los últimos meses. También se encargaron de hacer desaparecer las últimas anotaciones de su diario y varias cartas privadas cuyo contenido es todavía un misterio.

Antes de ser enterrado, y mientras la policía realizaba sus investigaciones, Pamela insistió en dormir dos noches con el cuerpo sin vida del que había sido su pareja. En un auténtico alarde de necrofilia, aseguraba que esta sensación le reconfortaba y que no le importaría vivir así con él el resto de su vida. Sólo cuando el estado de descomposición del cadáver le impidió conciliar el sueño, consintió en que recibiera sepultura. Para que no olvidara su amor en el otro lado, Pamela metió en su ataúd todas las fotos de ella misma que encontró. La mañana del 7 de julio se celebró el funeral.

Más de treinta años después, su modesto nicho es hoy uno de los más venerados. El emblemático busto que lo coronaba –auténtico icono de la perpetuidad del artista– desaparecería misteriosamente en 1990, quien sabe si expoliado por alguna de sus más incondicionales fans. Al caer la noche hay quien asegura que del interior de su tumba se escapa un sonido melodioso: son los últimos acordes de Moonlight Drive, una de las composiciones más emblemáticas de su grupo, The Doors.

El panteón de los espíritus
Pero si hay un auténtico "punto de encuentro" para los espíritus que rondan Père-Lachaise, ése debe ser el nicho que ocupa Allan Kardec (1804-1869), fundador del espiritismo. Ubicada en un cruce de alamedas, se dice que esta sepultura, visita obligada para todos los amantes de lo oculto, está rodeada de misteriosas energías. Probablemente es el tributo que se merece quien en vida se interesó por las manifestaciones de ese otro plano invisible, hasta el extremo de sistematizar en un cuerpo teórico las doctrinas del espiritismo moderno surgido en la mitad del siglo XIX.

Tras finalizar sus estudios en la Facultad de Medicina, y antes de ser conocido como Allan Kardec, Leon Hipólito Dénizard Rivail experimentaba en el campo del mesmerismo, que postulaba la existencia de fluidos magnéticos que permiten la sanación de ciertas enfermedades. Es entonces cuando tuvo conocimiento de los fenómenos protagonizados por las hermanas Fox, dos adolescentes de Hydesville, pequeña localidad del Estado de Nueva York, que aseguraban comunicarse con los espíritus difuntos. La historia, ampliamente divulgada, habría comenzado la noche del 31 de marzo de 1948, cuando las dos mozuelas no se atrevían a dormir solas en su habitación como consecuencia de unos extraños golpes que retumbaban sobre las paredes. En voz alta, inquirieron: "Si eres un hombre da un golpe; si eres un espíritu, da dos golpes". Y se escucharon dos golpes…
A partir de aquella fecha, el espiritismo se convirtió en una auténtica moda que entretuvo a la clase acomodada de la época. Para muchos, fue un mero pretexto para celebrar reuniones sociales, cuyas veladas permitirían escarceos amorosos entre unos convidados que abrazaban una válvula que les permitía evadirse del severo puritanismo victoriano. Pero hubo quien, como Allan Kardec, se lo tomaron en serio, contribuyendo a convertir esta "moda social" en una corriente filosófica. Hoy día, el espiritismo cuenta con millones de seguidores en todo el mundo que, periódicamente, se reúnen sin temor para invocar a esas entidades que habitan en el plano invisible y entre los que se cuentan los fantasmas de este cementerio.

Espectros con billete de ida y vuelta
Pero no es necesario viajar hasta Père-Lachaise para encontrarse con alguno de sus espectrales inquilinos. El supuesto don de la ubicuidad y la capacidad para trasladarse en el espacio y el tiempo que tienen los fantasmas permite que cualquiera de nosotros pueda tener un encuentro con alguno de ellos…
En su libro Extraños fenómenos sobrenaturales (2000), Sylvie Simon menciona el caso de una sensitiva, Alexandra Cazorla, a cuya consulta acudió en cierta ocasión una misteriosa mujer. "Era muy pálida, frágil, casi diáfana, con largos cabellos negros que le caían por la espalda. Me dio la impresión de que era plana, que no tenía espesor… No sé cómo expresarlo, pero era como si estuviese en dos dimensiones y no en tres". La mujer le comentó que había sido estrangulada y que vivía en Père-Lachaise. Preguntada si se refería a un lugar cercano al célebre cementerio, la mujer insistió en que se trataba de Père-Lachaise, e incluso reveló el número de la alameda en el que pretendidamente se hallaría su sepultura. Cuando la estupefacta sensitiva acompañó a la misteriosa chica hasta la puerta, ésta se volatilizó en el aire. o
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