Ciencia
24/03/2017 (11:22 CET) Actualizado: 24/03/2017 (13:57 CET)

Homenaje a Fernando Jiménez del Oso

El 27 de marzo de 2005 fallecía Fernando Jiménez del Oso, fundador de la revista Enigmas. Hoy lo recordamos con su texto "De este y otros hombres".

24/03/2017 (11:22 CET) Actualizado: 24/03/2017 (13:57 CET)
Homenaje a Jiménez del Oso
Homenaje a Jiménez del Oso

Ya se cumplen más de dos décadas desde que un hombre de carácter sobrio y robusta tez pariera, proyectando los esfuerzos de toda una vida, la culminación de sus andanzas por lo ignoto: la Revista Enigmas. Otra década estuvo a su mando para impregnar en ella la sólida huella del investigador incansable, del lector inagotable y del ambicioso comunicador y escritor que era. Luego, partió definitivamente. Hablamos de Fernando Jiménez del Oso.

El que escribe estas líneas nunca te pudo conocer en persona y apenas harán pocos años que habré oído su nombre por primera vez. Sin embargo, no se pierde la sensación de que el mundo que dejaste atrás, todavía nostálgico, ensalza tu legado: un vasto abismo de conocimiento e inquietud por el universo y los seres que lo habitamos fraguando en él toda suerte de secretos que tú seguramente correrías a descubrir. Pero más aún. Tú y tu legado habéis sido, en cada libro, en cada documental, el motivo de vida del misterio como tal, como herramienta que no se corta en cuestionar lo establecido y mira siempre más lejos de lo que se puede ver. Por eso nunca te habrás ido realmente, Fernando. 

Con motivo de esta sentida efeméride, en Enigmas os ofrecemos la lectura del primer capítulo completo "De este y otros hombres", del libro que el propio Jiménez del Oso tituló El síndrome OVNI, demostrando ser perfecto sabedor de que el fenómeno de los no identificados es, para el investigador, mucho más que un fenómeno.

 

Jiménez del Oso con J. J. Benítez en la Isla de Pascua con un MoaiJiménez del Oso con J. J. Benítez en la Isla de Pascua con un Moai
 

EL SÍNDROME OVNI, Fernando Jiménez del Oso

Biblioteca Jiménez del Oso. Ediciones Luciérnaga

"De este y otros hombres"

Desde aquel cielo poe?tico, cuajado de luceros resplandecientes por el capricho de un dios despilfarrador, hasta este actual, medido en parsecs y explotando eternamente, ha pasado mucho tiempo. El camino recorrido no ha sido fa?cil, como no lo sera? el que au?n queda por recorrer. Es inevitable en una humanidad que establece continua pugna entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo racional y lo afectivo. En su lento avance, el conocimiento ha tenido que vencer la resistencia ofrecida por la Ciencia, esa ciencia establecida y acartonada, cuyos arterioesclero?ticos representantes tiemblan ante cualquier innovacio?n que obligue a modificar los esquemas tan trabajosamente construidos. Pero, sobre todo, ha tenido que batallar con el lado oscuro del hombre, con esa angustia cristaliza- da en dogmas que es el germen de cualquier religio?n. El conocimiento conduce a una realidad distinta a la que el hombre necesita e imagina, a una realidad opuesta a lo mezquino. Todo el falso escenario construido para proteger al hombre de su inseguridad va siendo desmantelado pieza a pieza, hasta que so?lo quede el paisaje desnudo como u?nico decorado. Y asi?, por conocer, hemos dejado de ser el ombligo del Universo y nuestros dioses se han convertido en caciques sin prestigio. Tal cambio de conceptos no ha podido producirse sin heridas.

Cuando Aristarco de Samos dedujo que la Tierra giraba en torno al Sol, y no al reve?s, los sacerdotes pusieron el grito en el Olimpo. Teni?an sus razones. Zeus, el supremo dios, era hijo de Cronos y Rea, la diosa de la Tierra. Si e?sta perdi?a su lugar privilegiado como centro del Todo, su hijo, padre de los dioses y de los hombres, se converti?a en algo asi? como un dios de segunda. Por esa causa, espiritualmente poderosa y racionalmente absurda, Aristarco, que ya habi?a calculado con aceptable precisio?n la distancia Tierra-Sol y Tierra-Luna, fue declarado impi?o y su hipo?tesis relegada al olvido.

Como ha sucedido tantas veces en la historia no escrita de este mundo, una religio?n dejo? paso a otra y un dios verdadero sustituyo? a otro no menos aute?ntico. Pero no por ello se abrio? paso con facilidad el conocimiento.

Habi?an pasado diecisiete siglos desde la muerte de Aristarco de Samos, cuando en Toru?n (Polonia) nacio? Niklas Koppernigk. Aquel nin?o habri?a de proporcionar ma?s de un disgusto a su ti?o Lucas Watzefrodo, obispo de Ermeland y, consecuentemente, muy interesado en que la Tierra siguiese donde estaba. Primero en Cracovia y despue?s en Italia, donde cambio? su nombre por el de Nicola?s Cope?rnico, estudio? Astronomi?a, adema?s de Derecho y Medicina. Y, al igual que Aristarco, dedujo que era el Sol el centro en torno al cual giraba la Tierra, so?lo que, a diferencia de aque?l, se guardo? mucho de conta?rselo a sus contempora?neos. Probablemente influyo? en tan prudente decisio?n el que fuese cano?nigo de Fravenburg y conociese bien el entusiasmo que la Santa Iglesia poni?a en premiar ideas como e?sa. No estaba equivocado. Su obra De revolutionibus orbium caelestium, en la que exponi?a su teori?a helioce?ntrica, fue confiada a su amigo Rheticus con el encargo de no publicarla hasta despue?s de su muerte (1543). Bien hizo Cope?rnico en ponerse fuera del alcance del Santo Oficio porque inmediatamente despue?s de su publicacio?n el libro fue considerado here?tico. ¿Razones? Ma?s o menos, las mismas que en el caso de Aristarco: como justamente argumento? Lutero, Josue? ordeno? al Sol que se detuviese, no a la Tierra; de donde se deduce que era el Sol el que se movi?a. No podi?a admitirse que un polaco cualquiera, por muy sobrino de obispo que fuese, enmendase la plana a las Sagradas Escrituras.

 

El negarse a aceptar la realidad, si e?sta entra en conflicto con lo afectivo, parece ser una constante del comportamiento humano. Hoy sabemos bastante ma?s respecto al Universo. Nuestro actual conocimiento de las distancias estelares deberi?a haber significado una aute?ntica revolucio?n espiritual. Pero lo cierto es que las vacas siguen siendo sagradas en la India, el Papa cato?lico moviliza a las masas con el mismo mensaje de hace siglos y los irani?es se lanzan alegremente a una guerra santa. Mientras algunos hombres disen?an naves espaciales, otros matan y mueren defendiendo cualquier estu?pido si?mbolo.

 

 

Sin embargo, el conocimiento termina por abrirse paso entre la estulticia. En 1610, Galileo descubre con su nuevo telescopio las fases de Venus, que ya habi?a descrito Cope?rnico, y nuevamente la Tierra es desalojada del centro del sistema. Ese an?o, cienti?ficamente memorable, no lo era tanto a nivel social y espiritual. En Logron?o teni?a lugar un auto de fe que llevaba a la hoguera a seis personas acusadas de brujeri?a, mientras que en el resto de Europa centenares de plazas pu?blicas se iluminaban con las mismas purificadoras llamas. El negarse a aceptar la realidad, si e?sta entra en conflicto con lo afectivo, parece ser una constante del comportamiento humano. Hoy sabemos bastante ma?s respecto al Universo. Nuestro actual conocimiento de las distancias estelares deberi?a haber significado una aute?ntica revolucio?n espiritual. Pero lo cierto es que las vacas siguen siendo sagradas en la India, el Papa cato?lico moviliza a las masas con el mismo mensaje de hace siglos y los irani?es se lanzan alegremente a una guerra santa. Mientras algunos hombres disen?an naves espaciales, otros matan y mueren defendiendo cualquier estu?pido si?mbolo.

Contemplando sin pasio?n la historia, lo extran?o es que la realidad se haya ido imponiendo al sentimiento. Aristarco, Cope?rnico o Galileo son so?lo algunos ejemplos de co?mo cada vez que el conocimiento se encendi?a, miles de irracionales soplidos se apresuraban a apagarlo. No puede atribuirse exclusivamente a la religio?n; la misma Ciencia, en su cara?cter de institucio?n, ha contribuido a frenar cualquier idea innovadora. Al mismo tiempo que existi?a la versio?n oficial de la Tierra plana, los anarquistas de la Ciencia sabi?an que e?sta es esfe?rica. Y lo sabi?an, cuando menos, desde los tiempos de Erato?stenes (276-196 a. C.), quien ya habi?a calculado con bastante exactitud sus dimensiones.

A pesar de todo, el paso del geocentrismo al heliocentrismo no fue un excesivo quebranto para el orgullo humano. La Tierra habi?a cedido su preeminente posicio?n al Sol, lo que en cierto modo reivindicaba al viejo dios Samash de los sumerios o al Ra del antiguo Egipto. No importaba demasiado que fuese el Sol el centro de Todo; al fin y al cabo se trataba de Nuestro Sol. El paso aute?nticamente importante es el que estamos dando en las u?ltimas de?cadas.

Aquel Sol magni?fico, fuente de vida de la que el hombre depende, ha pasado a ser una mediocre estrella de categori?a G. Y el sistema de planetas que gira en torno a e?l, a pesar de sus doce mil millones de kilo?metros de dia?metro, es apenas nada a nivel co?smico.

De aquel narcisista centro del Universo hemos pasado a los suburbios de la galaxia, un conjunto de doscientos o doscientos cincuenta mil millones de estrellas, con un dia?metro mayor de cuatrocientos mil an?os luz. Por si au?n no fuera suficiente descalabro para nuestro orgullo, esa galaxia de la que formamos parte, tan inmensa a escala humana, es apenas una tenue mancha de luz entre los cientos de miles de millones de galaxias que forman el Universo.

Al abrir los ojos a esa gigantesca realidad que nos rodea, hemos tratado de concretarla en cifras, en medidas, en conceptos abstractos que nos defiendan de tal desproporcio?n. Pero si intentamos tomar conciencia de lo que significa cualquiera de esas cifras, cualquiera de esas distancias, nuestra capacidad de comprensio?n se ve desbordada y so?lo queda lugar para la angustia. Carece de importancia el que en unos textos se diga que la galaxia esta? formada por cien mil millones de estrellas, mientras que en otros se habla de doscientos mil o doscientos cincuenta mil millones. En cuanto salimos del sistema las cifras tienen un cara?cter ma?s aleatorio que real. En el fondo da igual: un error del cincuenta por ciento o del doscientos por ciento no modifica el concepto de lo inmenso. Los astro?nomos actuales calculan que el Universo esta? formado por mil millones de billones de estrellas. Se equivocan, y ellos lo saben, pero no pueden resistirse a dar cifras, en un intento de racionalizar lo que esta? ma?s alla? de la razo?n.

Situados en un Universo que escapa a cualquier adjetivo, parece pueril especular sobre las posibilidades de que existan otros planetas habitados. Probablemente, adema?s de pueril es estu?pido, pero resulta inevitable en un libro que trata del feno?meno ovni.

Las reflexiones de astro?nomos y exobio?logos se limitan a las posibilidades de vida similar a la nuestra; algo asi? como un intento de razonar la presencia de parientes humanos en el Universo. Con ese limitado presupuesto, la bu?squeda se reduce a sistemas solares en los que la estrella central sea comparable a nuestro Sol, es decir, estrellas situadas entre la clase F-2 y la K-1, lo que es tanto como decir que no son muy grandes ni muy pequen?as y esta?n en una edad media de su ciclo. En esta galaxia de la que formamos parte, puede calcularse un nu?mero de veinte mil millones de estrellas similares, con su correspondiente sistema planetario girando alrededor. Dentro de esos sistemas, habri?a que buscar planetas compatibles con formas de vida similar a la nuestra: con una gravedad menor de 1,5, una rotacio?n inferior a 96 horas, y una edad de 2.000 a 5.000 millones de an?os.

A pesar de un criterio tan selectivo, el nu?mero de planetas aptos para el desarrollo de vida inteligente (refirie?ndonos so?lo a esta galaxia) puede estimarse entre seiscientos y mil millones. Este ca?lculo se refiere u?nicamente a las posibilidades biolo?gicas de que existan ma?s miembros de la especie humana. Pero este piojo co?smico llamado hombre ha necesitado de una serie de circunstancias para alcanzar el presente nivel intelectual. Haciendo ma?s equilibrios con los nu?meros puede afirmarse, con todas las posibilidades de no acertar en absoluto, que en la galaxia hay trescientos mil planetas habitados por seres inteligentes, por potenciales viajeros del espacio.

Aunque evidentemente criticable, tal ca?lculo es el u?nico que esta? a nuestro alcance. Inevitablemente hay que partir de unos hechos, y e?stos vienen a decir que, en la parcela de la realidad que conocemos, los hombres somos la u?nica forma de vida inteligente. Por otra parte, la experiencia proporcionada por el feno?meno ovni nos permite deducir que los que esta?n por ahi? fuera son, al menos en su mayori?a, bastante similares a los que estamos dentro. E?ste es uno de los muchos inconvenientes que los esce?pticos barajan en el momento de juzgar la realidad de los ovnis. Ampara?ndose en el «evolucionismo», u?nica hipo?tesis que en la actualidad se considera va?lida para entender lo sucedido a nivel biolo?gico en este planeta, los hombres somos como somos a consecuencia de una serie de circunstancias accidentales, lo que hace muy improbable que en otros lugares se haya llegado al mismo resultado.

Lo u?nico cierto es que en nuestras hipo?tesis hay mucha presuncio?n y pocos conocimientos. Ni siquiera hemos resuelto el problema fundamental: el origen de la vida. Incluso tenemos grandes dificultades para sen?alar la frontera entre lo vivo y lo que no lo es. En el momento de definir la vida hemos de recurrir a la experiencia, a la observacio?n, porque desconocemos el mecanismo i?ntimo de lo vital. Asi?, decimos: «Un ser vivo es una entidad separada, de cierta dimensio?n, que utiliza la qui?mica del carbono para efectuar determinado nu?mero de funciones, en general agrupadas bajo las tres denominaciones siguientes: autoconservacio?n, autorreproduccio?n y autorregulacio?n».

 

El que utilice la qui?mica del carbono no es una exigencia gratuita; la Naturaleza no juega a la loteri?a, y el carbono, con su valencia 4 y una masa ato?mica 12, es el elemento que permite mayor nu?mero de combinaciones. Ni el silicio ni ningu?n otro pueden suplir al carbono en cuanto a su capacidad para formar las variadi?simas estructuras qui?micas que son imprescindibles en un organismo complejo.

 

Deducimos que todo ello es necesario para la vida, porque asi? son los seres vivos que conocemos. Es imprescindible que sea una entidad separada, que tenga una membrana, un li?mite que separe su medio interno del medio externo. Tambie?n debe tener un cierto taman?o, ya que satisfacer las funciones vitales requiere un nu?mero elevado de a?tomos. El que utilice la qui?mica del carbono no es una exigencia gratuita; la Naturaleza no juega a la loteri?a, y el carbono, con su valencia 4 y una masa ato?mica 12, es el elemento que permite mayor nu?mero de combinaciones. Ni el silicio ni ningu?n otro pueden suplir al carbono en cuanto a su capacidad para formar las variadi?simas estructuras qui?micas que son imprescindibles en un organismo complejo.

Trasladar estos conceptos a la totalidad del Universo es ma?s que aventurado, pero carecemos de diferentes elementos de juicio que los que se derivan de la observacio?n de nuestro propio entorno. Por otra parte, es absurdo pensar que lo sucedido en este planeta es excepcional. Con toda seguridad, existe un plan general tendente a la vida, a la organizacio?n de la materia en estructuras complejas capaces de asumir esas funciones antes mencionadas. En la Tierra ha surgido la vida no por casualidad, sino porque e?sta surge en cuanto las condiciones ambientales lo permiten. La te?cnica utilizada aqui? por la Naturaleza no tiene por que? ser especi?fica; no hay razo?n para ello. En otros planetas de caracteri?sticas similares, el camino recorrido ha sido o sera? muy similar. Al fin y al cabo, los ladrillos con los que construir el enorme edificio biolo?gico, los aminoa?cidos, esta?n pro?digamente repartidos.

En 1952, Stanley Lloyd Miller llevo? a cabo un experimento que ya es cla?sico. Reconstruyo? lo que habi?a sido la atmo?sfera primigenia de este planeta: agua, amoni?aco, metano e hidro?geno. En las condiciones originales, esa mezcla estuvo sometida a frecuentes e intensas tormentas, por lo que Miller sometio? a la suya a descargas ele?ctricas. Una semana despue?s de iniciado el experimento, el ana?lisis cromatogra?fico demostraba la presencia de glicina y alanina, los dos aminoa?cidos ma?s simples, pero, en definitiva, aute?nticas mole?culas orga?nicas.

Esta experiencia fue despue?s ampliada por distintos investigadores, an?adiendo otras sustancias que tambie?n estaban presentes en aquel caldo primitivo del planeta. La adicio?n de a?cido cianhi?drico permitio? obtener ma?s aminoa?cidos y algunos pe?ptidos cortos. Incluso se consiguio? la creacio?n de adenina, elemento imprescindible para la formacio?n de a?cidos nucleicos.

Asi? pues, los materiales precisos para construir la vida fueron proporcionados abundantemente en la etapa inicial de la Tierra. A determinada profundidad de aquellos oce?anos continuamente agitados por tormentas, a salvo de las morti?feras radiaciones ultravioletas, sin organismos que las consumiesen ni oxi?geno que las degradase, las mole?culas de aminoa?cidos se agruparon en cadenas formando pe?ptidos; de e?stos se paso? a los nucleo?tidos y, al cabo de milenios, aparecieron las protei?nas y los a?cidos nucleicos. Y un di?a, el di?a ma?s importante de este planeta, una mole?cula de a?cido nucleico fue capaz de replicarse a si? misma, poniendo en marcha la vida con toda su compleja variedad. Ignoramos que? fue lo que determino? ese «chispazo» de lo vital, so?lo sabemos de sus consecuencias. En estos 3.500 o 4.000 millones de an?os transcurridos, los organismos ma?s simples han ido evolucionando hasta las complejas formas actuales. En muchos sentidos puede hablarse del hombre como la culminacio?n de un proceso evolutivo, aunque llegar a esa conclusio?n haya significado, una vez ma?s, el enfrentamiento entre la razo?n y el sentimiento.

En el Ge?nesis se especifica claramente que los seres vivos fueron creados «segu?n su especie», lo que para los exegetas era tanto como decir que las especies son inmodificables, creadas en forma definitiva y, por lo tanto, ajenas a evolucio?n o cambio de cualquier tipo. Oponerse a este tipo de afirmaciones fundamentadas en las Sagradas Escrituras era tanto como negar la Palabra de Dios, algo moralmente impi?o y socialmente perseguido. Pese a todo, la evidencia acaba silenciando el grito de los fana?ticos, y el descubrimiento de los fo?siles echo? por tierra aquello de las especies inmutables. La observacio?n razonada demostro? que cuanto ma?s profundo era el estrato donde se encontraba un fo?sil, ma?s primitivo en su estructura era e?ste. William Smith y luego Cuvier iniciaron un estudio ordenado del pasado de la Tierra basa?ndose precisamente en los fo?siles, y siguiendo a trave?s de ellos las diferentes fases evolutivas de las especies. La recie?n nacida Paleontologi?a permiti?a demostrar que muchas de las criaturas actuales habi?an sufrido cambios en el pasado antes de llegar a su forma y estructura que nos son familiares. La evolucio?n dejo? asi? de ser una hereji?a, para convertirse en una verdad indiscutible.

El problema siguiente era el de determinar que? razones habi?an obligado a los seres vivos a ir evolucionando. Problema que, como es obvio, permitio? a los cienti?ficos de la e?poca hacer gala de intolerancia y soberbia en el momento de exponer y defender sus teori?as.

Una de las figuras clave en la pole?mica evolucionista fue Lamarck, impulsor de la «adaptacio?n» al medio como hipo?tesis capaz de justificar los cambios experimentados por las especies a lo largo del tiempo. En 1809 publico? su Filosofi?a zoolo?gica, en la que de una forma brillante exponi?a co?mo las variaciones en el ambiente obligaban a los animales a sufrir pequen?as modificaciones que luego transmitiri?an a sus descendientes. La filosofi?a de su obra se puede resumir en una frase: «la necesidad crea al o?rgano».

Como la de otros muchos grandes investigadores, la vida de Lamarck (1744-1820) fue una hermosa vida premiada con un oscuro final. Era el menor de once hermanos, lo que, unido a la precaria situacio?n de la familia, le obligo? a preocuparse primero del sustento y despue?s del estudio. Lo del sustento lo resolvio? como militar y luego como empleado de banca. Lo del estudio fue satisfecho con la observacio?n tenaz de la Naturaleza y la asiduidad a los cursos que se imparti?an en el Museo de Pari?s. En esa e?poca invento? una clave para la clasificacio?n de la fauna y de la flora que au?n continu?a utiliza?ndose. Por fin, cuando contaba cuarenta y nueve an?os, le fue ofrecida una ca?tedra que nadie queri?a, la de animales invertebrados. Ya dentro del ambiente cienti?fico, su nombre empieza a ser conocido entre los detractores del evolucionismo, hasta que toma conciencia de su error y se pasa a las filas de aquellos a quienes combati?a. Aunque hoy interpretemos sus ideas como equivocadas, la Filosofi?a zoolo?gica es el primer intento serio y razonado de explicar la teori?a evolucionista. Sin embargo, no era el momento adecuado, sus disci?pulos y colegas estaban au?n demasiado condicionados por las viejas ideas y pocos o ninguno le hicieron caso. Ya no se quemaba a los herejes en la hoguera, pero la so- ciedad teni?a otras formas de vengarse de aquellos que atentaban contra el orden establecido. Lamarck conocio? la soledad y el descre?dito. Cuando murio? en 1820, y por razones que no esta?n demasiado claras, su cada?ver fue arrojado a una fosa comu?n.

La tesis de Lamarck puede resumirse con un ejemplo que e?l mismo utilizo?: el de la jirafa. Segu?n el evolucionismo por adaptacio?n al medio, la jirafa pudo ser en principio una especie de anti?lope que se alimentaba con hojas de a?rbol. Al escasear las hojas en las ramas bajas, el anti?lope precursor de la jirafa se vio obligado a ir alargando cuello, lengua y patas, para tener acceso a las hojas de las ramas altas. Los pequen?os cambios se fueron transmitiendo gene?ticamente a sus descendientes y e?stos adquirieron cuello, lengua y patas cada vez ma?s largos, hasta llegar a las medidas actuales. Esta explicacio?n significa una herencia de los caracteres adquiridos; una idea sugestiva, pero incompatible con los conocimientos actuales sobre gene?tica.

El paso definitivo para hacer del evolucionismo una teori?a cienti?ficamente aceptable fue dado por un ingle?s de familia acomodada llamado Charles Darwin, cuya biografi?a ocupa lugar destacado en los libros de escuela. En 1831 embarco? en el Beagle como parte de una expedicio?n cienti?fica que durante cinco an?os recorrio? parte del mundo. En las islas Gala?pagos surgio? el germen de su teori?a, al observar la tremenda variedad de pa?jaros pinzones y deducir que e?sta era consecuencia del aislamiento y la especializacio?n en distintas fuentes de alimento. Ese problema ocupo? su mente durante muchos an?os, hasta que termino? por formular su hipo?tesis de que la lucha por conseguir alimentos era un mecanismo de seleccio?n que permiti?a sobrevivir a los ma?s fuertes o ma?s ha?biles.

Supongamos que una manada de anti?lopes es atacada por un numeroso grupo de fieras. So?lo se salvari?an aquellos que corriesen ma?s: los anti?lopes dotados de patas ma?s largas. E?stos debera?n su salvacio?n a mutaciones gene?ticas, que son inevitables en cualquier especie y que traen como consecuencia el que, aunque en pequen?a medida, todos los individuos sean diferentes. La peculiaridad, hasta ese momento anecdo?tica, de tener las patas ma?s largas les ha permitido salvar la vida. Siguiendo las leyes de la herencia, parte de sus descendientes llevara?n tambie?n genes «patas largas». Si la presio?n de las fieras se mantiene, tambie?n se mantendra? el mismo criterio de seleccio?n, sobreviviendo so?lo los portadores de ese tipo de genes. Al cabo de un largo peri?odo de tiempo en esas condiciones, la colonia de anti?lopes estara? constituida so?lo por individuos de patas largas. A este proceso evolutivo lo llamo? Darwin «seleccio?n natural».

Si volvemos al ejemplo de la jirafa, se puede ver bien la diferencia entre la «adaptacio?n al medio» y la «seleccio?n natural». Segu?n esta u?ltima teori?a, la jirafa posee su largui?simo cuello no por un proceso de alargamiento consecutivo a la escasez de hojas bajas, sino por una mutacio?n gene?tica inespeci?fica que permite que existan jirafas con un cuello ma?s largo, como hay otras que poseen el rabo ma?s corto o las orejas ma?s grandes. Las jirafas que tienen el cuello ma?s largo pueden sobrevivir cuando empiezan a faltar las hojas en las ramas bajas de los a?rboles y tambie?n escapar ma?s ra?pidamente de los depredadores, ya que su cabeza esta? en una posicio?n ma?s ventajosa para advertir la presencia de e?stos. Consecuentemente, sera?n las jirafas portadoras de genes «cuello largo» las que ira?n sobreviviendo.

Si no existieran razones para la «seleccio?n natural», las mutaciones gene?ticas permitiri?an que coexistieran jirafas de cuello largo y de cuello corto o anti?lopes de patas largas y patas cortas. Y era eso lo que Darwin observo? en las islas Gala?pagos, donde convivi?an hasta catorce especies diferentes de pinzones. La ausencia de modificaciones en el ambiente no habi?a hecho necesaria seleccio?n alguna, lo que habi?a permitido el libre desarrollo de las diferentes tendencias gene?ticas.

El planteamiento era correcto y la hipo?tesis darwiniana termino? por imponerse, pero no sin el consabido enfrentamiento entre la razo?n y el sentimiento. El evolucionismo se oponi?a a los principios bi?blicos, tal como entonces eran entendidos. Para muchos, la creacio?n del hombre habi?a tenido lugar en el an?o 4004 antes de Cristo, como sabiamente dedujo el arzobispo irlande?s James Ussher en el siglo xvii. Admitir que el hombre era consecuencia de un largo proceso evolutivo y que teni?a un antepasado comu?n con los monos era demasiado admitir.

Los fo?siles estaban ahi?, como una muda confirmacio?n de que las criaturas de este planeta no habi?an sido creadas con su forma actual, sino que habi?an llegado a ella tras lentos y progresivos cambios. Asi? pues, ante la desesperacio?n de algunos (como el bio?logo ingle?s P. H. Gosse, quien afirmaba que los fo?siles eran una trampa puesta por Dios para comprobar la fe de los hombres), el planteamiento evolucionista fue aceptado. Lo de que compartimos nuestro remoto origen con los simios no se acepto? tan fa?cilmente y dio origen a sabrosos choques diale?cticos. En los cafe?s fue tema de tertulia y en los perio?dicos dio motivo para apasionados arti?culos. Cuando menos, Darwin proporciono? tardes muy animadas a nuestros tatarabuelos.

 

Nuestro origen esta? au?n por resolver. La hipo?tesis de un tronco comu?n del que luego derivaron los hombres por un lado y los simios por otro, es so?lo eso: una hipo?tesis. Razonable, lo?gica, necesaria incluso, pero indemostrada en tanto no se encuentren los restos de lo que se ha dado en llamar el «eslabo?n perdido».

 

De las cro?nicas de aquella e?poca, merece destacarse un encuentro especialmente notable, el que tuvo lugar entre el bio?logo Thomas Henry Huxley, defensor de la teori?a de Darwin, y Samuel Wilberforce, un obispo anglicano con merecida reputacio?n en el campo de las Matema?ticas. Es de suponer que el debate, estuvo rodeado de la ma?xima expectacio?n, dado el prestigio de ambos contendientes. Huxley era conocido por el apodo de el bulldog de Darwin, por el apasionamiento que poni?a al de- fender las ideas de su colega, y Wilberforce respondi?a al sobrenombre de Sam el adulador, por la mordacidad de sus palabras, siempre adornadas con los te?rminos ma?s corteses. Lo ma?s interesante de aquel combate diale?ctico fue el final. La batalla pareci?a perdida para Huxley cuando el obispo, agotados ya los argumentos de ambos, le pregunto? amable- mente si era gracias a su abuelo o a su abuela como e?l pretendi?a descender del mono. Tras la carcajada general, se hizo un silencio expectante; le correspondi?a al bio?logo dar una adecuada respuesta a tan hirientes palabras, o abandonar la sala con el recie?n adjudicado rabo entre las piernas. Despue?s de meditar unos instantes, se puso en pie y respondio?: «Ante la pregunta de si prefiero tener como abuelo a un despreciable mono en lugar de un hombre generosamente dotado por la Naturaleza, duen?o de grandes recursos, y que, sin embargo, utiliza esas influencias y recursos con el fin de introducir el ridi?culo en una discusio?n cienti?fica pretendidamente seria, indudablemente afirmo mi preferencia por el mono».

En alguna medida, la respuesta de Huxley simbolizaba el triunfo de Darwin. Los hechos tienen ma?s fuerza que las palabras, aunque e?stas este?n cargadas de ingenio. La «seleccio?n natural» termino? por ser aceptada como una hipo?tesis plausible, confirmada por los hallazgos paleontolo?gicos. Su arti?fice paso? a ser una figura indiscutida de la Ciencia, y a su muerte, en 1882, fue enterrado con todos los honores en la abadi?a de Westminster. Lo que no deja de ser un contraste doloroso con la «fosa comu?n» que acogio? los restos de Lamarck, el otro gran defensor del evolucionismo.

A pesar de todo, nuestro origen esta? au?n por resolver. La hipo?tesis de un tronco comu?n del que luego derivaron los hombres por un lado y los simios por otro, es so?lo eso: una hipo?tesis. Razonable, lo?gica, necesaria incluso, pero indemostrada en tanto no se encuentren los restos de lo que se ha dado en llamar el «eslabo?n perdido». Su bu?squeda puede considerarse como una de las ma?s uto?picas empresas; apenas una probabilidad entre un cuatrillo?n. Tambie?n resulta ejemplar, porque ilustra sobre la fragilidad con que esta?n construidos los esquemas de la Paleontologi?a. En esa marcha hacia atra?s en el tiempo, tras las huellas de «nuestros primeros padres», vamos a encontrar tales lagunas e incoherencias, que hace falta ser muy ingenuo, o muy tendencioso, para afirmar que el origen del hombre es un tema resuelto o siquiera esbozado.

Los hallazgos paleontolo?gicos son fruto ma?s de la casualidad que de la bu?squeda. Canteras, derrumbamientos, obras comunales... son la fuente casi exclusiva de restos humanos o prehumanos. No podri?a ser de otra manera; porque no es viable excavar sistema?ticamente el suelo; antes de haberlo hecho en una mile?sima parte de la superficie terrestre, ya seri?an vetustos fo?siles los que iniciaran tal empresa.

A esas razones de la casualidad, y no a otras, se debe nuestro conocimiento de que existio? un «hombre de Cro-Magnon», cuyos restos fueron descubiertos en 1868, durante unas obras para el ferrocarril en el sur de Francia. Restos similares se encontraron por aquellos an?os en otros lugares. Se trataba de un hombre apuesto, de frente despejada y capacidad craneal similar a la de cualquier poli?tico actual. Aunque antepasado nuestro, ya que vivio? hace 35.000 o 40.000 an?os, por su aspecto podri?a pasar inadvertido en cualquier reunio?n social de nuestros di?as.

Bastante ma?s tosco y grosero debio? de ser el «hombre de Neanderthal», contempora?neo del anterior, pero con ma?s dilatada historia, puesto que vivio? entre los 30.000 y 200.000 an?os anteriores a esta e?poca. Su nombre procede del valle alema?n de Neanderthal, donde se encontraron sus restos en 1857, pero tambie?n se hallaron huesos similares en A?frica del Norte, en Rusia, en Palestina y en Irak. Debio? de estar muy extendido por el planeta, porque incluso en lugares tan distantes como Rhodesia o Java han quedado huellas de su presencia. Su imagen no era precisamente la de un intelectual: teni?a corta estatura y estructura o?sea maciza, adema?s de gruesos arcos superciliares y frente inclinada hacia atra?s. A pesar de todo, era un hombre con todas las consecuencias, ni ma?s tonto ni ma?s feo que muchos de los especi?menes actuales.

A partir de estos dos cercanos antepasados el terreno se hace mucho ma?s inseguro; las piezas del rompecabezas son escasas y, consecuentemente, ma?s arriesgadas las deducciones. Por ejemplo, al hablar del «hombre de Heidelberg» se esta? haciendo referencia a una mandi?bula encontrada en esa localidad en 1907. Tampoco es mucho ma?s completo el «hombre de Swanscombe», apenas unos fragmentos de cra?neo; lo suficiente, no obstante, para deducir que se trataba de un Homo sapiens bastante ma?s antiguo que el de Neanderthal. Todavi?a ma?s viejo, aunque dentro de la categori?a Homo sapiens, puede considerarse al duen?o de los restos encontrados en Budapest en 1966 y cuya antigu?edad se calcula en medio millo?n de an?os.

Antes de estos restos mencionados, el te?rmino sapiens es sustituido por otros menos gratificantes, pero haciendo siempre referencia a individuos radicalmente diferentes a los monos. De esta manera, el llamado Pithecanthropus erectus que se encontro? en Java a finales del siglo pasado posei?a un cra?neo menor que el del hombre actual, pero decididamente mayor que el de cualquier mono. Tampoco esta? de ma?s sen?alar que esas deducciones se han hecho sobre un trozo de cra?neo y un fe?mur, resultando correctas a pesar de tan precario material, ya que han sido hallados restos del mismo individuo en otros lugares y en e?pocas posteriores, como los dientes, mandi?bulas y cra?neos encontrados en Peki?n (incluido el cra?neo completo descubierto en 1929). En esta ocasio?n se le dio, por razones geogra?ficas, el nombre de Sinanthropus pekinensis. A pesar de lo reducido de su cra?neo, fue capaz de utilizar el fuego y construir herramientas de hueso y de piedra.

Lo que ya plantea algunos problemas es que Sinanthropus y Pithecanthropus vivieron hace 500.000 an?os, es decir, al mismo tiempo que un Homo sapiens: el de Budapest. De esta forma quedo? claro que el criterio inicial de atribuir mayor antigu?edad a los homi?nidos de cra?neo pequen?o era demasiado simple. Durante cientos de miles de an?os convivieron hombres similares al actual con otros que estaban a medio camino entre el hombre y el mono.

Tampoco las hipo?tesis sobre el lugar de origen y las migraciones de los hombres primitivos son dignas de gran respeto. Gracias a los hallazgos de Java y Peki?n, los paleonto?logos habri?an jurado hace unos an?os que Asia era la cuna de la Humanidad. Y lo hubieran hecho en falso, porque en una cantera de Taungs (Suda?frica) se encontraron en 1924 los restos de un pariente nuestro au?n ma?s antiguo, al que inmediatamente se bautizo? con el sugestivo nombre de Australopithecus africanus. Pronto aparecieron ma?s trozos de hueso en aquella zona y se pudo ha- cer un retrato aproximado de su apariencia y costumbres. Tambie?n se pudo comprobar cua?n fra?giles son los argumentos utilizados para clasificar a nuestros antepasados, ya que el cra?neo de aquel viejo africano, que caminaba erguido y construi?a herramientas, era menos humano que el de Java (lo que teo?ricamente le hacia ma?s antiguo), mientras que sus dientes eran mucho ma?s «modernos». Tampoco la datacio?n es muy precisa; su edad se calcula en un mi?nimo de 500.000 an?os y un ma?ximo de 3.000.000.

 

¿Que? pensar entonces si nos enteramos de que Leakey ha descubierto en 1962 los restos de un individuo similar al Ramapithecus que tiene nada menos que catorce millones de an?os de antigu?edad? O los paleonto?logos esta?n locos al utilizar sistemas de datacio?n que no sirven para nada, o el pasado es, hoy por hoy, un galimati?as indescifrable.

 

Si continuamos este viaje hacia nuestros ori?genes, las lagunas se transforman en oce?anos. Tomemos el caso del Ramapithecus. Hace unos cincuenta an?os se encontraron sus restos en el norte de la India; se trataba del maxilar superior de un individuo ma?s cercano a los monos que al hombre actual, pero incluible en la lista de sus remotos antepasados. Se le calculo? una edad de tres millones de an?os. Acepte?moslo asi?; al fin y al cabo, el pasado es oscuro y so?lo los paleonto?logos llevan linterna. Pero ¿que? pensar entonces si nos enteramos de que Leakey ha descubierto en 1962 los restos de un individuo similar al Ramapithecus que tiene nada menos que catorce millones de an?os de antigu?edad?

O los paleonto?logos esta?n locos al utilizar sistemas de datacio?n que no sirven para nada, o el pasado es, hoy por hoy, un galimati?as indescifrable. Once millones de an?os es una diferencia demasiado notable como para pasarla por alto. Aun asi?, carece de importancia si incluimos aqui? otros hallazgos convenientemente excluidos de los libros de Paleontologi?a y relegados a las revistas especializadas por el peligro que representan para la «estabilidad» de tan fra?gil ciencia.

Segu?n el esquema presentado hasta ahora, al que bien podri?amos llamar «oficial», la antigu?edad del hombre «moderno» no va ma?s alla? del medio millo?n de an?os. Sin embargo, en 1860 se encontraron en un depo?sito glaciar de hace diez millones de an?os los restos de un hombre, dos nin?os y una mujer que, segu?n el antropo?logo Sergi, perteneceri?an a seres humanos similares a los actuales, no a toscos homi?nidos. A pesar de los problemas que plantean para su clasificacio?n, no son los u?nicos restos «inco?modos» que se han encontrado. El profesor Johanes Hu?rzeler, del Museo de Historia Natural de Basilea, estudio? una mandi?bula aplastada que pertenecio? a un nin?o y que fue hallada en un bloque de carbo?n del Mioceno; lo que equivale a una antigu?edad de 12 a 25 millones de an?os.

En cualquier libro sobre el tema, se puede leer la fecha en que se ex- humaron los despojos del Australopithecus africanus; lo que no es tan fa?cil de encontrar escrito es que dos an?os despue?s, en 1926, se encontro? un diente humano, concretamente el segundo molar inferior, en un lecho carboni?fero de Montana. Segu?n el estrato en que se hallaba dicho diente, su poseedor vivio? entre 36 y 55 millones de an?os antes de ahora. Lo que significa «ayer mismo» si se compara con el cra?neo, tambie?n decididamente humano, que Karsten y Dechen encontraron en otro lecho carboni?fero (esta vez en Alemania) de hace 100 millones de an?os.

 

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En realidad, la u?nica razo?n para considerar inso?litos estos hallazgos es el excesivo apresuramiento con que se han hecho los esquemas cronolo?gicos. Se ha pretendido construir un edificio sin contar ma?s que con media docena de ladrillos; el que se viniera abajo era inevitable. Teo?ricamente no hay motivo alguno para asombrarse de tales hallazgos. Y si lo hubiera, da igual, porque ahi? esta?n. Como esta?n los dos esqueletos fosilizados que se encontraron en mayo de 1971 en una mina de cobre de Lisbon Valley, al sur de Moab (Utah). Estaban ten?idos de verde por las sales de cobre y en el interior de una roca perteneciente a un estrato de hace 100 millones de an?os. Lo ma?s extraordinario (paleontolo?gicamente, se entiende) es que, segu?n el estudio que realizaron el paleonto?logo Stokes y el doctor J. P. Marwitt, profesor de Antropologi?a de la Universidad de Utah, los esqueletos corresponden a ejemplares de Homo sapiens. Admitir que hace cien millones de an?os existi?an hombres como nosotros puede resultar fa?cil para los profanos, pero estremecedor para los expertos. Tal vez por ello, la Universidad de Utah decidio? no fechar los restos y enviarlos a otra universidad. Ignoro si continu?an sin fechar.

 

No sabemos desde cua?ndo el hombre habita la Tierra, ni que? vicisitudes han rodeado su existencia en las e?pocas remotas del pasado. Sabemos que estamos aqui?, pero ignoramos el co?mo y el porque?. 

 

Lo u?nico que he pretendido al traer aqui? esta serie de datos es dejar constancia de que, cuando se especula sobre la existencia de vida «humana» en otros planetas utilizando como para?metro lo sucedido en el nuestro, lo ma?s probable es que se deduzcan disparates. No sabemos desde cua?ndo el hombre habita la Tierra, ni que? vicisitudes han rodeado su existencia en las e?pocas remotas del pasado. Sabemos que estamos aqui?, pero ignoramos el co?mo y el porque?. Si entendemos nuestra presencia como la culminacio?n de un proceso evolutivo, hay que entender que ese proceso, al menos en lo que a apariencia fi?sica se refiere, termino? hace muchos millones de an?os.

Sea como fuere, lo evidente es que somos un mal negocio biolo?gico y, como tal, tendemos a la extincio?n. Constituimos la u?nica especie capaz de poner en peligro a todas las dema?s. La razo?n reside en nuestra inteligencia, que es la que nos ha permitido escapar a las reglas de la evolucio?n. No debe olvidarse que el resto de los animales han ido evolucionando por los condicionamientos de su ha?bitat, mientras que el hombre, con su capacidad de anticiparse a los acontecimientos y su habilidad para construir herramientas, se ha limitado a acondicionar su entorno, garantizando asi? su supervivencia. El camello necesita almacenar agua en su organismo, en tanto que el hombre excava pozos y fabrica cantimploras. Esta independencia respecto al medio nos ha permitido vivir en todas partes y aumentar nuestro nu?mero sin apenas control. Las consecuencias las estamos viendo en la actualidad.

 

Somos un mal negocio biolo?gico y, como tal, tendemos a la extincio?n. Constituimos la u?nica especie capaz de poner en peligro a todas las dema?s. 

 

Narcisismos aparte, parece claro que somos un producto terminal. Cualquier variacio?n en nuestra anatomi?a seri?a innecesaria, dada la capacidad que tenemos de construir herramientas para adaptarnos a cualquier cambio de nuestro entorno. Por otra parte, una observacio?n del resto de la fauna terrestre nos hace ver que la forma humana es la ma?s adecuada para albergar un cerebro inteligente. Desde la bipedestacio?n, que deja las extremidades anteriores libres para manejar objetos, hasta la distribucio?n de los o?rganos de los sentidos, todo encaja de la manera ma?s ido?nea en una arquitectura al servicio de la inteligencia. Tampoco parece necesario que nuestro cerebro aumente de peso, ya que en condiciones normales lo utilizamos muy por debajo de sus posibilidades. De necesitar algu?n cambio, e?ste ha de referirse a la conducta. De haber evolucio?n, e?sta ha de seguir no el camino de lo fi?sico o lo inelectivo, sino de lo e?tico y lo moral; utilizando estos te?rminos en su sentido aute?ntico, no en el sociorreligioso.

Asi? pues, esta?n fuera de lugar los planteamientos de la vieja ciencia ficcio?n, que imaginaba a los extraterrestres como gusanos astutos o cefalo?podos malignos. Aunque ignoremos las causas que determinaron la aparicio?n del hombre en este planeta, lo cierto es que la Naturaleza ha tenido tiempo suficiente y material abundante para hacer numerosos ensayos, y finalmente se ha decidido por la forma humana como la ma?s conveniente para alojar un cerebro inteligente. Nada nos autoriza a pensar que en otros planetas con condiciones similares, la evolucio?n haya seguido caminos diferentes; como deci?a antes, la Naturaleza no juega a la loteri?a. No se olvide que el ca?lculo inicial lo referi?amos a planetas con una gravedad menor de 1,5, una rotacio?n inferior a 96 horas y una edad de 2.000 a 5.000 millones de an?os, que adema?s este?n girando en torno a una estrella de categori?a F-2 a K-1; lo que es tanto como decir planetas similares a e?ste, girando en torno a un sol similar a nuestro Sol. Ese ca?lculo arrojaba una cifra superior a los seiscientos millones, so?lo dentro de la galaxia. En planetas de diferentes caracteri?sticas, que giren alrededor de soles distintos, puede haber pasado cualquier cosa.

Supongo que au?n queda mucha gente convencida de que somos los u?nicos seres inteligentes del Universo. Tienen todo el derecho a pensar lo que les venga en gana, pero en ningu?n caso sera? un convencimiento razonado. La reflexio?n obliga a admitir que la vida en otros lugares no es algo probable, sino inevitable. El que e?sta alcance a seiscientos millones de planetas, es pura especulacio?n; pueden ser muchos menos, pero tambie?n pueden ser muchos ma?s. Calcular en cua?ntos de ellos hay seres inteligentes seri?a igualmente gratuito. Como lo seri?a el tratar de imaginar cua?ntas de esas culturas han alcanzado un nivel te?cnico mucho ma?s alto que el nuestro. Pueden ser cien, o pueden ser cien mil. Los medios que esas culturas tienen a su alcance son inimaginables. Tan inimaginables como eran para un humano del siglo xvii los medios de que ahora disponemos. Consecuentemente, entra dentro de lo posible, incluso de lo probable, que una o varias de esas culturas este?n en condiciones de llegar hasta aqui?.

Reconozco que es un argumento frecuentemente utilizado, pero a estas alturas resulta difi?cil ser original. Tampoco los que niegan el feno?meno ovni hacen gala de mucha imaginacio?n, sus objeciones van siempre en la misma direccio?n. Aun aceptando los razonamientos anteriores, incluida la probable existencia de culturas extraterrestres ma?s avanzadas te?cnicamente, el narcisismo que subyace en nuestro inconsciente nos lleva a extender las propias limitaciones a cualquier pariente del Universo: si nosotros no podemos, ellos tampoco. Naturalmente que tal forma de pensar va envuelta en el celofa?n del cientificismo, pero no por ello deja de ser tan chauvinista como el geocentrismo de Tolomeo.

El primer obsta?culo insalvable lo constituye la distancia. Pasaron aquellos tiempos en los que Marte o Venus eran contemplados como probable patria de los «platillos volantes». Un mejor conocimiento de nuestros vecinos del espacio ha dejado lugar so?lo para la decepcio?n: Venus es un horno inhabitable y Marte un desierto sin canales. Claro esta? que hay seres vivos capaces de arrastrar su existencia en condiciones miserables, como bacterias, insectos y algunas plantas, por lo que afirmar rotundamente que en Marte no hay vida es demasiado arriesgado. Pero la vida a la que aqui? nos referimos es la de organismos tremendamente complejos; necesita un medio sujeto a determinadas condiciones, mucho ma?s acogedor que el de cualquiera de los planetas pro?ximos. Sin apenas posibilidades de error, se puede asegurar que somos los u?nicos seres inteligentes del sistema solar. Y eso plantea un problema grave, porque caminar en busca de otros planetas nos obliga a recorrer distancias demasiado grandes.

 

Tampoco los que niegan el feno?meno ovni hacen gala de mucha imaginacio?n, sus objeciones van siempre en la misma direccio?n. Aun aceptando los razonamientos anteriores, incluida la probable existencia de culturas extraterrestres ma?s avanzadas te?cnicamente, el narcisismo que subyace en nuestro inconsciente nos lleva a extender las propias limitaciones a cualquier pariente del Universo: si nosotros no podemos, ellos tampoco. 

 

La estrella ma?s cercana es Alfa Centauri (en realidad debiera decirse sistema, puesto que se trata de tres estrellas); aun asi?, esta? a una distancia de 4,29 an?os luz. Son los inconvenientes de vivir en el extrarradio de la galaxia, donde la densidad estelar es muy pequen?a. Esos 4,29 an?os luz equivalen a la friolera de unos 40 billones (con «b») de kilo?metros. Otras estrellas «pro?ximas» son la de Barnard, a so?lo algo menos de 6 an?os luz, y la Wolf 359, que dista 7,74 an?os luz. Es evidente que tales distancias son un serio inconveniente si las contemplamos con nuestros conceptos terrestres. Supongamos, por ejemplo, que alguno de nuestros hipote?ticos vecinos ha alcanzado un nivel te?cnico extraordinario y que sus naves son capaces de desplazarse a la fanta?stica velocidad de 10 millones de kilo?metros por hora. Aun asi?, tardari?an 456 an?os en llegar desde Alfa Centauri. Por mucho que elevemos esa velocidad, el tiempo a emplear en su viaje seri?a demasiado largo. Y eso, contando con que en torno a Alfa Centauri haya algu?n planeta que este? habitado por seres inteligentes, y que e?stos, a su vez, se encuentren en un grado de civilizacio?n pro?ximo a lo maravilloso.

Pero, admitiendo todos los supuestos anteriores, incluido el de que puedan viajar a la velocidad li?mite, es decir, a la de la luz, surge otro problema para aceptar la procedencia extraterrestre de los ovnis. Un problema planteado astutamente por Carl Sagan:

Supongamos que en nuestra galaxia existen un millo?n de planetas que poseen una civilizacio?n suficientemente avanzada como para realizar este tipo de viajes. Supongamos ahora que hay cien mil millones de lugares interesantes para visitar. Pese a lo impresionante de la cifra, el ca?lculo es modesto si tenemos en cuenta que en la galaxia existen doscientos mil o trescientos mil millones de estrellas con un nu?mero incontable de plane- tas girando en torno a ellas. A continuacio?n, Sagan acepta que al menos uno de los casos de ovnis es cierto cada an?o; es decir, que recibimos una visita anual de alguno de ese millo?n de planetas con civilizacio?n avanzada. Para que esto suceda, teniendo en cuenta que so?lo somos uno ma?s de los cien mil millones de lugares interesantes, cada uno de esos planetas supertecnificados debe lanzar al an?o diez mil naves. Evidentemente, son demasiados lanzamientos.

En el planteamiento que hace Carl Sagan hay un argumento intere- sante y que no es tenido en cuenta habitualmente por los entusiastas de los ovnis. Me refiero al de la Tierra como un lugar ma?s de posible intere?s, entre una ingente cantidad de lugares interesantes. Es justo admitir que si los ca?lculos realizados para obtener un nu?mero suficiente de civilizaciones «superiores» es correcto, consecuentemente ha de haber un nu?mero gigantesco de civilizaciones que este?n a medio camino, de otras que empiezan a dar ti?midos pasos y de otras ma?s que este?n en peri?odo de forma- cio?n. Todas ellas son, probablemente, merecedoras del mismo intere?s que nosotros podamos despertar. A no ser, claro esta?, que la Tierra sea, por razones que ignoramos, un lugar especial.

Por otra parte, los razonamientos utilizados son tendenciosos, y, como tales, vulnerables. Entre otras cosas, sabemos que los ovnis «esta?n» aqui?, pero ignoramos si van y vienen anual o secularmente; es posible que parte de los que vemos hoy sean los mismos que se vei?an hace cincuenta an?os. Tampoco el elevado nu?mero de lugares teo?ricamente interesantes es un serio obsta?culo. Esa misma abundancia obliga a una seleccio?n, aunque e?sta dependa de la casualidad: si pretendemos estudiar la vida de los cangrejos, no nos llevaremos un millo?n de ellos al laboratorio, basta con media docena. En cualquier caso, los argumentos esgrimidos por los esce?pticos se basan en dos aspectos que, justo es reconocerlo, resultan incompatibles con nuestro conocimiento de la realidad fi?sica: demasiados ovnis y demasiada distancia. Teo?ricamente, los ovnis no existen.

Como los ovnis si? existen, no queda otro remedio que concluir en que la teori?a es falsa. Aceptar esa conclusio?n es algo que no esta? al alcance de Carl Sagan, como no esta? al alcance de la mayori?a de los astro?nomos o de los expertos en cualquier otra rama de la Ciencia. Hasta que alguno de ellos es testigo de la presencia de un ovni, lo que no es infrecuente.

 

deducir que lo sabemos todo es algo que no puede hacerse, salvo por los que no este?n en su sano juicio. Las teori?as se construyen partiendo de lo que se conoce de la realidad, pero un nuevo conocimiento puede destruirlas con suma facilidad. Transformar la teori?a en dogma es una estupidez, aunque muchos cienti?ficos sean proclives a ello.

 

En el fondo es so?lo una cuestio?n de soberbia, como en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia. Es indudable que sabemos muchas ma?s cosas que hace cien an?os, y muchi?simas ma?s que hace mil; pero deducir que lo sabemos todo es algo que no puede hacerse, salvo por los que no este?n en su sano juicio. Las teori?as se construyen partiendo de lo que se conoce de la realidad, pero un nuevo conocimiento puede destruirlas con suma facilidad. Transformar la teori?a en dogma es una estupidez, aunque muchos cienti?ficos sean proclives a ello.

No puede entenderse el feno?meno ovni si lo enjuiciamos con el nivel de nuestros conocimientos. Esas extraordinarias naves son, precisamente, extraordinarias. Y lo son porque no representan a una tecnologi?a superior, sino diferente. No se trata de aviones muy ra?pidos o de cohetes silenciosos, sino de vehi?culos que, por su fuente de energi?a y su comportamiento, manejan otros aspectos de la realidad que nos son desconocidos. Los que niegan en forma apriori?stica, siguen considerando que el tema de los ovnis se reduce a la cuestio?n de unas naves meta?licas, tripuladas por astronautas de aspecto exo?tico, que recorren el espacio con misiones investigadoras. Los otros, los que llevan an?os estudiando el fe- no?meno desde dentro, acumulando informacio?n sin tratar de encajarla en esquema previo alguno, ya no piensan con criterios tan simples. Saben que los ovnis son el aspecto externo de algo mucho ma?s complejo, ma?s trascendente. Intuyen que no es «algo» que ha venido, sino que esta? con el hombre desde un tiempo que ignoramos; «algo» que cambia de ropaje, que se ajusta a los cambios o que los determina. Los esce?pticos desprecian el lado humano del feno?meno, los millones de testimonios; so?lo una prueba tendri?a para ellos cara?cter definitivo: colocar un ovni bajo un microscopio. Y es, sin embargo, en el factor humano donde radica la mayor fascinacio?n del tema. Hay que analizar no so?lo lo que han visto, sino el cua?ndo y el porque?. Hay que preguntarse que? papel desempen?an los ovnis en la humanidad de ahora y cua?l ha sido el desempen?ado en el pasado. Hay que hablar una y otra vez con los «contactados». Hay que revisar los mitos religiosos y las historias incomprensibles que hay dentro de la His- toria. No puede plantearse una metodologi?a convencional para investigar el ma?s «absurdo» de los feno?menos.

Veamos un ejemplo. Lo sucedido el 4 de noviembre de 1968 a un avio?n de pasajeros espan?ol durante el trayecto Londres-Alicante, tal como lo relato? su comandante, el piloto don Juan Ignacio Lorenzo:

«Vola?bamos a la altura de Barcelona. De control nos dijeron que descendie?ramos al nivel dos ocho cero. Asi? lo hicimos. En ese nivel habi?a una turbulencia que haci?a el vuelo un poco inco?modo. Fue entonces cuando le dije al segundo piloto, Beltra?n, que tuviese la vigilancia exterior alertada, porque se vei?a un tra?fico en direccio?n opuesta que nos afectaba. Supuse que al darnos a la vista los dos tra?ficos, el control nos dejari?a subir al nivel tres uno cero (31.000 pies), que era el que trai?amos antes.

»En ese momento, el segundo piloto alerto? una luz bastante fuerte y me lo comunico?: "Ya tenemos el tra?fico a la vista".

»Yo lo observe? y le dije: "No vamos a reportar todavi?a nada al control de Barcelona, porque es una luz muy extran?a".

»La estuvimos observando. Se nos empezo? a aproximar... hasta quedar a unos diez metros del morro del avio?n. Luego, la luz se puso a evolucionar de una manera... desconocida. Estaba esta?tica y, de repente, evolucionaba a la izquierda, a la derecha, hacia arriba, hacia abajo... Teni?a unas evoluciones rapidi?simas, con unas aceleraciones... increi?bles.

»Decidimos reportar al control de Barcelona la presencia de ese objeto extran?o, no identificado, porque no era nada conocido: aquella luz que se nos aproximo? tanto era una especie de balo?n central con una luz muy fuerte y teni?a dos luces laterales. Sobre todo, lo que ma?s nos extran?o? a la tripulacio?n es que la luz central teni?a una tonalidad grisa?cea, blanquecina y azul y, esto era lo extraordinario, una especie de vena. ¡Como si fuera un ojo humano enorme!

»Las otras dos luces eran de tonalidad ma?s o menos difuminada, pero la central era impresionante, teni?a todo el aspecto de algo vivo.

»Fue entonces cuando el control de Barcelona nos dijo que lo teni?an en la pantalla y nos confirmo? las evoluciones que nosotros vei?amos que haci?a.

»Llegamos incluso a comunicarnos con aquel objeto. Abri? el "micro" de comunicaciones exteriores y les dije que si nosotros apaga?bamos las luces, ellos hicieran lo mismo. Me hicieron caso, y asi? estuvimos unos diez minutos. Apaga?bamos las luces y aquello haci?a exactamente igual mientras evolucionaba o se quedaba parado ante el morro del avio?n.

»Luego, en un giro a la izquierda, desaparecio? a enorme velocidad».

Al di?a siguiente hicieron el vuelo Alicante-Barcelona, y en el aeropuerto de esta u?ltima ciudad un «oficial de tra?fico» se acerco? al comandante Juan Ignacio Lorenzo para comentar el suceso. Luego le acompan?o? a hablar con el jefe de Alerta y Control de Barcelona. Alli? le confirmaron que a ese misterioso objeto lo habi?an tenido en la pantalla de radar de toda la zona y que pudieron seguir perfectamente sus evoluciones. En Control todos estaban impresionados; aquel objeto se habi?a paseado por la pan- talla a una velocidad incalculable, que alguien describio? como «pro?xima a la velocidad de la luz».

Este caso, como tantos otros, no habri?a sido divulgado de no darse la circunstancia de que un an?o ma?s tarde el mismo objeto fuese visto por otro avio?n comercial. Se trataba de un vuelo Palma-Madrid, pilotado por el comandante don Jaime Ordova?s. En aquella ocasio?n, una de las azafatas fue tambie?n testigo de las evoluciones del misterioso «ojo» y se lo conto? a su novio, un periodista, que inmediatamente difundio? la noticia. Eso dio lugar a una investigacio?n cuya conclusio?n, expresada por el entonces ministro del Aire, general Lacalle, fue la de que «el pueblo no estaba pre- parado para aquello». Di?as ma?s tarde se difundio? una nota oficial en la que se deci?a que lo visto por ambas tripulaciones era el planeta Venus.

La actitud oficial no merece apenas comentarios. De aplicar algu?n adjetivo, e?ste tendri?a que ser muy grueso. Cualquiera que investigue el tema de los ovnis ha aprendido inevitablemente a sentir el ma?s absoluto des- precio por las explicaciones que dan los Eje?rcitos del Aire o los Departamentos de Defensa al respecto. Y lo cierto es que tienen su me?rito; no es fa?cil acumular tantas sandeces en un octavo de columna.

 

Me gustari?a saber en que? forma esta?n prepara?ndonos y que? gobierno estara? dispuesto a decir la verdad sobre los ovnis. Hasta que ese di?a llegue, si es que llega, el informe proporcionado por los testigos sera? el ma?s importante dato con el que contar. 

 

Como es lo?gico, cuando un ovni es detectado por las pantallas de radar (lo que es muy frecuente) y esta? el tiempo suficiente en el espacio ae?reo de un pai?s, el Departamento de Defensa correspondiente envi?a uno o varios aviones militares con la misio?n de interceptarlo. Esos aviones han tenido oportunidad en muchas ocasiones de fotografiarlos, filmarlos e incluso ametrallarlos. Los servicios combinados de los tres Eje?rcitos han permitido ma?s de una vez determinar velocidad y trayectoria de los ovnis. Personal especializado ha entrevistado a testigos, ha medido huellas o ha recogido muestras. Los archivos oficiales guardan enorme cantidad de informes sobre el tema. Todo eso es cierto, absolutamente cierto. Sin embargo, a los «ciudadanos de a pie» no nos sirve para nada, porque no estamos preparados. Me gustari?a saber en que? forma esta?n prepara?ndonos y que? gobierno estara? dispuesto a decir la verdad sobre los ovnis. Hasta que ese di?a llegue, si es que llega, el informe proporcionado por los testigos sera? el ma?s importante dato con el que contar. Afortunadamente, cada vez son ma?s las personas que se atreven a contar su historia; personas que seri?an testigos ido?neos en cualquier juicio, ante cualquier tribunal, pero que la estulticia de algunos pretendidos «cienti?ficos», o la inmoral actitud de los gobiernos, desprecia, cuando no insulta.

Ya nos ocuparemos de este aspecto del tema. De momento volveremos a aquellos lejanos tiempos en los que los ovnis se llamaban «platillos volantes». 

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Nº 404, mayo de 2024